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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (14 page)

BOOK: Mientras vivimos
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«Una novela es como una pasión —recordó, repitiendo la lección que había recibido de Teresa—. Si después de escribirla, de vivirla, no hay nada en ti que haya sido alterado, si puedes explicar a los extraños qué te ocurrió durante el proceso y el cómo y el porqué de cuanto hiciste, es que nada surgió verdaderamente de ti y nada te puso a prueba. Porque el proceso de creación de una novela que compromete tu alma no se puede describir.»

Qué insensato, recordar estas palabras, después de tanto camino recorrido. Era preferible no mirar atrás.

—Espera —recuperó las galeradas, tirando de ellas—. Hoy, no. Te voy a llevar a la peluquería. Y mañana nos tomaremos las dos el día libre. Iremos de compras, comeremos fuera, nos divertiremos. Si no hago un descanso, me pondré histérica.

La idea de que Judit se pusiera a leer su libro allí mismo se le hacía, de repente, insoportable.

9

Uno de los secretos mejor guardados de Regina Dalmau era que no tenía amigas y que nunca las había tenido. Tuvo una maestra, Teresa, en una etapa anterior de su vida, cuando no era nadie. Luego tuvo compañeras de juergas, muchas de las cuales habían acabado fatal: colgadas del esoterismo o convertidas en orondas amas de casa cuya pista no tenía el menor interés en seguir. Más adelante, durante los primeros años de ebullición de su fama, la rodearon no pocas discípulas. Con la maestra pasó lo que pasó y, aunque la cuenta todavía estaba abierta, pendiente, no era su intención recordar; no ahora.

En cuanto a las discípulas, acabó cansándose de dar más de lo que recibía, de que se le pidieran esfuerzos que no quería realizar, y detestaba la molesta costumbre de la época, consistente en que todas las mujeres se amaran las unas a las otras sin el menor resquicio para la crítica, cuestión ésta que a menudo la dejaba a merced de un hatajo de cretinas. Regina descubrió muy pronto que demasiadas mujeres egoístas, insolidarias y poco concienciadas observan hacia el feminismo la misma actitud que los fascistas mantienen en democracia: aprovecharse de sus ventajas para conseguir sus propios fines. Se había hartado de servir de paño de lágrimas a lagartonas que achacaban las infidelidades de sus maridos a la intrínseca maldad machista, pero que cuando eran ellas quienes les ponían cuernos lo consideraban una muestra de emancipación. Sólo con el tiempo se dio cuenta de que sus libros y el personaje público que había asumido eran responsables, en gran parte, de que se le acercaran las más garrapatas del género. Por supuesto, había mujeres valiosas, honestas, fuertes, sencillas: pero ésas no perdían el tiempo zascandileando a su alrededor.

Judit era otra cosa.

Sentada en el saloncito privado de una exclusiva
boutique
del Turó Park, rodeada de ninfas anoréxicas que se desvivían por servirle café y refrescos mientras Judit permanecía en el probador, pensó que no le importaría nada salir corriendo. No podía. Quién sabe cuántas de aquellas muchachas compraban sus libros por Sant Jordi.

Cómo le habría gustado pertenecer al grupo de escritoras de la posguerra, aquellas cuyo prestigio no se basaba en la solidaridad de género ni en las exigencias del mercado. Sufrieron más, qué duda cabe, pero también gozaron más de sus triunfos. No los debían a nadie.

No seas hipócrita. Si fueras una escritora minoritaria, ¿te darías el gusto de ir de tiendas con tu secretaria para convertirla en una ciudadana presentable? Hablando de disfrutar (y de contradicciones), ¿por qué le producía una punzada en el corazón ver lo bien que le sentaban a Judit las diferentes prendas que iba probándose a lo largo de la mañana? Porque vas a cumplir cincuenta años y no soportas salir de la subasta, se dijo. Porque en la tienda donde habéis comprado ropa interior la has visto cambiarse de bragas y sostenes y has sentido el deseo de llorar por tus oportunidades perdidas. Porque ninguno de tus éxitos puede devolverte la ilusión de tus veinte años, que se pareció tanto a la que hoy brilla en sus ojos, ni el rosado fulgor de tus pezones, ni la confianza que dormía entre tus piernas en los tiempos en que creías que todas las pollas y todos los libros se hallaban a tu alcance.

—¿Qué te parece? ¿No me hace demasiado mayor?

Judit salió radiante del probador, ceñido el busto por un corpiño color caldera del que surgía el vuelo de seda de la falda combinada en rosa y anaranjado. Se dio la vuelta. Era un modelo atrevido, que le dejaba la espalda al descubierto. La muchacha elegía siguiendo los consejos de Regina.

—Olvídate de vestidos minimalistas y colores siniestros —le había advertido la escritora al salir de casa—. Voy a llevarte a sitios en donde te vestirán de mujer, no de monja.

—A mí me gusta mucho Pertegaz —replicó Judit, para su sorpresa.

—Nena, me caes bien, pero no tanto como para llevarte al
atelier
de Manolo —observó la escritora, más divertida que alarmada por su audacia.

La transformación había empezado a última hora de la tarde anterior, en su peluquería, en donde Regina se había limitado a señalarle su pelo a Kimo, con cierto aire entre condescendiente y exasperado:

—Ya ves. Tú sabrás cómo lo arreglas.

—Llevas un corte fatal —dijo el estilista.

—Me lo hago yo misma.

Kimo, encantador:

—A tu edad, cualquier cosa os sienta bien. Pero una vez que te corte yo el pelo no podrás regresar a las malas costumbres. Tienes la cabeza pequeña, necesitas algo de volumen.

—Ten cuidado —advirtió Regina—. No quiero pasar del hijo menor de los Adams a la novia de Frankenstein.

—¿La maquillo también?

Regina titubeó un momento. Al final se decidió:

—No, eso quiero hacerlo yo. Limítate a una exfoliación, cremas... Con que le prepares el cutis, tengo suficiente. Y haz lo posible por quitarle esos barrillos de la nariz. ¿Es que nunca te has limpiado la cara a fondo?

—¡Eres la mejor! ¡Regina, eres la más! —aplaudió Kimo.

Esa noche, ante el regocijo de Álex, que se preparaba para salir porque había localizado a un antiguo amigo, las dos mujeres se encerraron en el baño de Regina, después de que el chico hubo transportado allí la silla anatómica del estudio, que serviría para que Judit estuviera cómoda durante la larga sesión que tenían por delante.

—Parece que estáis jugando a las muñecas —se burló Álex.

—Las mujeres nunca dejamos de hacerlo —le cortó Regina—. Y tú, no me hagas hablar. No sé en qué consiste tu idea de arreglarse para salir. ¿Te has pulverizado camembert en los zapatones?

Puso el
Violin concerto in G
de Mozart en la minicadena del baño. Aquella energía juvenil era el mejor acompañamiento musical para lo que se disponía a hacer.

—Esto es... esto es... —por una vez, Judit no encontraba palabras—. Emocionante.

—¿Te gusta Mozart? —preguntó Regina, mientras le disponía una toalla en torno al cuello.

Se miraron en el espejo. El rostro de Judit también era un espejo en donde Regina renacía.

—Me gusta la música clásica, en general. Lo que pasa es que no entiendo mucho.

—Ni falta que hace. Fíjate bien en mi técnica, porque no pienso volverte a maquillar nunca más. Te voy a poner primero este aceite mágico... Si no tuviéramos tanto trabajo, te llevaría al Auditori. Es una lástima que todavía no hayan acabado de reconstruir el Liceu. Seguro que me invitan a la inauguración, espero que sea el año que viene. Si te portas bien, me acompañarás.

Trabajó en silencio, concentrada, dejando que la música se adueñara del espacio. Eligió una gama de tonos suaves, la que ella solía emplear por las mañanas. Libre de fijador, el pelo de Judit se había revelado más castaño que negro. Le iban bien los anaranjados poco estridentes.

Cuando terminó, las notas del concierto para violín y orquesta en sol mayor hacía tiempo que se habían extinguido, a pesar de que lo habían puesto dos veces.

—Estás preciosa —exclamó Regina, apoyando las manos en los hombros de la muchacha.

Su obra la adoró desde el espejo.

—Qué pena que tenga que desmaquillarme para irme a la cama, Regina —dijo—. Me has corregido el labio superior, que es demasiado delgado. Gracias a eso, mi boca parece igual que la tuya.

Eso había ocurrido la noche anterior. Ahora, sentada en la
boutique,
Regina se preguntaba si se había vuelto senil. ¿Proyectaba planes a largo plazo para compartirlos con Judit? ¿Había dicho que el año próximo irían juntas al Liceu? Y no eran sólo los labios lo que le había retocado para que la chica se asemejara a ella. También las cejas, los párpados. Se había esforzado en acercar los rasgos de Judit a los suyos.

Esa misma mañana, en una tienda de la Diagonal, ¿no habían tomado a Judit por su hija?

—Qué gozo que hace usted —había dicho la dependienta, en un castellano catalanizado—, quién lo diría, con una hija tan mayor.

No era eso. Sus sentimientos hacia Judit no eran la válvula de escape de un reprimido instinto maternal. Regina, que había abortado en Londres en su juventud sin sufrir traumas posteriores, nunca había sufrido las embestidas ciegas de la maternidad no realizada. En eso sí se parecía a las protagonistas de sus novelas. No quería reproducirse.

No era ser madre lo que quería, sino ser hija. Al tratar a Judit como si lo fuera, reconocía la fuerza de la cadena que une a las mujeres de diferentes generaciones, la cadena de la vida que recoge la herencia y prepara el relevo. Hija de madre, eso es lo que necesitaba ser. Porque hay un atavismo en la hembra de la especie, quizá más irrazonable y arrollador que el de la reproducción, y es la necesidad de certidumbre que, en las revueltas descendentes de una existencia plagada de incógnitas y de inconfesables soledades, la obliga a retroceder en busca del calor de la fogata primigenia, y también del descanso que proporciona saberse a cubierto de responsabilidad y de culpa porque los brazos que la acunan la protegen del mundo y de ella misma.

Hija de madre. Sí, pero ¿de cuál? De la mujer que la había parido, María, no conservaba Regina-más recuerdo que la distante y vaga conmiseración que su monstruosidad le producía. En cuanto a la otra, la maestra de su adolescencia y primera juventud, podía recuperarla cuando quisiera. Estaba esperándola, intacta, en el cuarto cerrado, junto con el dolor de la memoria y la pena por lo no vivido.

Se concentró en Judit, en sus vestidos, en la gracia con que se movía entre espejos. Por alguna extraña razón veía en la muchacha a la hija que hoy necesitaba ser, y su afán de protegerla y tutelarla no era sino una manifestación de su duelo por los errores cometidos. Quería ser para Judit lo que Teresa había sido para ella. Y quizá deseaba que Judit le correspondiera mejor.

Sí, juego a las muñecas, reconoció. Las mujeres nunca dejamos de buscarnos y ocultarnos en nuestros disfraces, es una costumbre a la que sólo renunciamos en nuestro lecho de muerte, y a veces ni siquiera, pues algunas dejan instrucciones precisas acerca de cómo quieren aparecer en su última exhibición pública.

Condujo hasta el Port Olímpic. A su lado, una Judit vestida con pantalón y chaqueta beige sonreía al pensar en las compras que se acumulaban en el maletero del coche.

Almorzaron en la terraza cubierta del hotel Arts, junto al mar pero al resguardo del frío. Judit, exuberante, hacía planes. Regina le contestaba con monosílabos.

Teresa. No dejaba de pensar en Teresa.

10

Cuando Regina tenía doce años, Albert Dalmau le dijo que si levantaran los adoquines de la calle donde vivía Teresa encontrarían el mar bajo sus pies. A esa edad hizo que lo acompañara por primera vez al piso de quien Regina, por lo mucho que él le hablaba de ella, creía la más fiel clienta de su padre, aunque pronto se percató de que, si bien Albert entregaba esporádicamente a la mujer alguna alhaja envuelta en papel de seda (un pendiente cuya piedra se había desprendido y él la había engarzado de nuevo, un collar al que había cambiado el broche), lo más habitual era que la transacción se realizara en sentido contrario. Más tarde, Regina comprendió que Teresa estaba vendiendo, pieza a pieza, las joyas familiares que, junto con el piso, eran cuanto le quedaba del patrimonio heredado de su abuela materna, porque la literatura infantil que publicaba no le daba lo bastante para vivir. Dalmau actuaba como intermediario.

Aquellos libros de tapas rígidas y coloridas llegaron a Regina antes de conocerla, de manos de su padre, que ponía mucho empeño en que los leyera. A ella le gustaban. Sus protagonistas eran siempre los mismos, una reducida pandilla de chiquillos de barrio que vivían extraordinarias aventuras sin salir del solar en donde se desarrollaban sus juegos. En el grupo de amigos era una niña, Marta, la más inteligente y osada, quien tomaba la iniciativa en cada historia. Regina se quedó muy sorprendida cuando descubrió que Teresa no tenía hijos y que vivía sola en aquel piso antiguo al que se accedía subiendo una decena de peldaños. Formaba parte de un vetusto palacete de tres plantas, con un zaguán para carruajes, que había sido reconvertido en oficina de atención al público de una empresa de transportes que ocupaba la planta baja y el sótano. Al pie de la escalinata de mármol deteriorado que conservaba cierto porte señorial, se encontraba la garita del portero, en desuso.

El piso era más oscuro que el suyo, pero a Regina nunca se lo pareció, entre otras cosas porque disponía de un amplio patio posterior con una gran mesa redonda y sillas de hierro, maceteros llenos de plantas y una fuente semicircular adosada a la pared de cerámica del fondo y culminada por un amorcillo de bronce, de cuyos labios burlones brotaba un chorro de agua. El piso olía a sábanas limpias y a mar, y gran parte de las paredes estaban forradas de estanterías donde los libros se comprimían y amontonaban en un desorden fantástico, como si estuvieran vivos y se ganaran su sitio empujándose unos a otros. Era un piso más añejo que el de los Dalmau pero, al contrario que sus padres, Teresa no lo había abandonado a la desidia. En casa de Regina nada de lo que se desgastaba era reemplazado, de modo que la niña, a medida que creció, fue testigo de cómo huía de entre aquellas paredes cualquier resto de vigor, y de cómo la relación de sus padres parecía pender de una cuerda como la que Santeta usaba para asegurar los grifos rotos. Visitando a la mujer, con Albert o sola, aprendió que el proceso opuesto, el de mantener el aliento de aquello que se ama, ayuda a resistir ante las derrotas. «Las casas también tienen su dignidad, Judit —decía—. Nos guardan y defienden, cargan con nuestro mal humor, reciben nuestras alegrías. Tenemos el deber de protegerlas de la desidia, de embellecer su vejez.» Así era la mujer que en algún momento de su relación, sin que Regina se diera cuenta, empezó a hacerle de madre y depositó en su interior las nociones de una ética tan diáfana como sus ojos, un sentido moral que ahora se volvía contra ella.

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