La calle de Teresa era angosta y el sol nunca se quedaba demasiado rato en ella. Nacía en una plaza y desembocaba en otra más grande, que a su vez daba al paseo, con sus palmeras, sus edificios oficiales y establecimientos de aduanas. El mar estaba al otro lado, oculto tras los tinglados del muelle. Desde la casa no se veía; sin embargo, el mar era un inquilino más, con su sosegado mugido de sirenas colándose por los balcones y su aroma a salitre y alquitrán que lo impregnaba todo.
Durante años, al abrir cualquiera de los libros del cuarto secreto, Regina sentía que el olor a mar se desgajaba de entre sus páginas como un mensaje distante.
Padre e hija visitaban a Teresa todos los sábados por la tarde. Regina se acostumbró a hablar con ella del colegio, de los deberes, de qué quería ser el día de mañana. «Esa educación que te dan las monjas no me parece la más conveniente —comentaba—. Cuanto menos te la creas, mejor. Tienes que leer, leer mucho. No entiendo que tu padre, con lo inteligente que es, sea tan religioso y confíe en esa gente. —Le dejaba explorar las distintas habitaciones, y le prestaba libros—. No te canses nunca de leer.» Cuando llegaba el fin de curso, Albert y Regina comparecían, orgullosos de las notas, y se las entregaban a Teresa como una ofrenda. «Esta niña tiene madera de escritora —le decía la mujer a Albert, complacida—. Más te vale que el bachillerato lo haga en un colegio decente.» Como los Dalmau no veraneaban y ni siquiera iban a bañarse a la Barceloneta para no afrentar a la madre entregándose a placeres de los que María no podía disfrutar, Teresa ofreció su patio para que, en vacaciones, Regina tomara el sol y el aire. Fue el inicio de una costumbre que aún unió más a la adulta y la niña.
Había dos mujeres en Teresa: la que recibía a Regina y Albert y conversaba con ellos en la sala de estar que daba al patio, la única habitación dotada de luz natural, y la que compartía el verano con Regina. Las dos tenían en común un fondo de tristeza. La primera parecía caminar sobre arenas movedizas y pasaba de la locuacidad a un malhumorado silencio, de la risa a la melancolía; pero a Regina le daba la impresión de que estaba realmente allí, avanzando con ellos hacia el inevitable final de la tarde. La otra Teresa, en cambio, la que se quedaba a solas con Regina, no experimentaba altibajos y cuidaba de ella con serena atención, pero se comportaba como si estuviera ausente. Algunas monjas de su colegio actuaban así, ejecutaban sus tareas sin desmayo mientras pensaban en otra cosa, en Dios, decían, nosotras pensamos en Dios a todas horas. Regina no sabía explicarse qué clase de Dios podía absorber la mente de Teresa, que no era creyente y a menudo discutía sobre religión con su padre. Para ella, no había otro paraíso ni otro infierno que los que encontramos en este mundo.
«Los días de dicha que nos son concedidos, cuando los rechazamos, se vuelven contra nosotros convertidos en años de tormento, porque así es como se venga la felicidad cuando se ve defraudada», dijo en cierta ocasión, y pasarían varios años antes de que Regina comprendiera que lo que entonces tomó por una cita de un libro, por un comentario que abarcaba al género humano, no fue más que una advertencia, no demasiado críptica, que dirigió a Albert Dalmau mirándolo a los ojos. Regina también habría de interpretar más adelante la respuesta de su padre, que entonces le sonó a galimatías: «Piénsalo bien, Teresa, piénsalo muy bien.» Aquélla fue la última vez que el hombre puso los pies en la casa, y Regina lo atribuyó a que quizá a Teresa ya no le quedaban joyas por vender.
Aunque no volvió, Albert siguió animando a su hija para que visitara a la mujer. «En esta casa todo se pudre, y no quiero que también tú te marchites —decía—. Anda, ve a estudiar con Teresa, y dale saludos de mi parte.» Teresa se hizo cargo de su educación, fomentó en ella su deseo de ir a la universidad para estudiar Filosofía y Letras, y la alentó muy pronto para que se emancipara y alquilara un piso con otras compañeras de estudios. «Una mujer tiene que valerse por sí misma», le decía.
«Si quieres escribir, primero debes conquistar tu soledad, que es el lugar sin límites en donde el escritor trabaja. Si quieres escribir... —el mismo comienzo para cada recomendación, cada consejo—. Si quieres escribir, no pierdas el tiempo tonteando, prepárate para afrontar las dificultades. Si quieres escribir, busca en el fondo de ti misma. Si quieres escribir, tienes que anteponer ese deseo a cualquier otro interés. Si quieres escribir, rompe y vuelve a romper lo escrito hasta que te hagas sangre. Si quieres escribir, huye del éxito fácil, no confíes en los halagos de la gente sin criterio, sé humilde, sé paciente, sé perseverante.»
A Regina le desgarraba el corazón recordar el tiempo que Teresa hurtó a su propia vida para educarla a ella. ¿Qué escribía mientras dejaba caer en su dócil pupila la semilla de su integridad? Seguía publicando libros infantiles, con la misma discreta acogida por parte del mercado. De vez en cuando recibía la visita de un especialista que apreciaba su trabajo, o le pedían que diera una conferencia en una ciudad de provincias. Eso era todo.
Una vez la oyó comentar, como para sí misma: «No soy una autora, soy una costumbre.» Pero había algo más, montañas de folios mecanografiados que guardaba en carpetas y que nunca le permitió leer. «Son pruebas, ideas, capítulos sueltos, cosas que en estos tiempos no se podrían publicar —decía—. Nada definitivo, no vale la pena que te entretengas leyéndome a mí. —Y rápidamente cambiaba de tema—: ¿Has terminado ya
Pepita Jimé
nez.?
¿Qué te ha parecido? Nadie habla ya de Juan Valera, pero tiene un castellano magnífico, te conviene leerlo en voz alta.»
La regenta, La colmena..
. Otros muchos libros de la biblioteca de Teresa estaban en inglés y francés, idiomas que Regina estudiaba por recomendación suya, sirviéndose de su diccionario y de sus volúmenes de consulta. Entretanto, le hacía leer traducciones de Stendhal, de Flaubert. También poseía ediciones sudamericanas que le mandaba a casa un librero que las importaba clandestinamente.
Teresa no hablaba mucho de su pasado. Dejaba caer hoy una frase, mañana otra, y así fue como Regina se enteró de que era viuda. Más adelante supo que se había casado a los diecisiete años con un muchacho algo mayor que ella, Mateu, hijo del chófer de su padre; que había sido repudiada por los suyos y que había huido de España al final de la guerra civil, con su marido republicano y el resto de los derrotados que buscaron refugio en Francia. Estuvieron dos años en el sur, en campos de concentración, y por fin consiguieron llegar a París, en donde un amigo de la familia de Mateu les dio cobijo. Mateu fue uno de los muchos españoles que se enrolaron en la Resistencia cuando Alemania ocupó París. Fue detenido, torturado y enviado a un nuevo campo de concentración. Cuando la guerra terminó y los rusos liberaron el campo, el hombre que volvió junto a Teresa ya no tenía alma.
«Tampoco yo era la misma. Las guerras hacen fuertes a las mujeres. Los hombres se marchan al frente, pero sobre ellas recae la tarea de mantener en pie lo poco que pueda salvarse. Yo era muy joven cuando la nuestra, y la viví de una manera romántica, emocional, fui más una carga que una ayuda. Además, estaba enamorada. Lo de Francia fue otra cosa. Qué pocas esperanzas me quedaban, Regina. Trabajé, esperé. Sobreviví. Ésa fue mi forma de resistencia, sobrevivir esperando el regreso de alguien a quien el horror convirtió en un desconocido. Y, lo que son las cosas, a los dos años lo mató un tranvía. Pero yo siempre pienso que murió mucho antes.»
Fue la vez que Teresa habló más de sí misma, y ocurrió porque Regina le había dicho que quería saber más de la guerra española. Por entonces, la chica tenía dieciséis años y Franco acababa de confirmarse en el poder mediante un plebiscito. Hacía un año que Albert no había vuelto por la casa.
Como respuesta a su petición, Teresa se puso las gafas que usaba para ver de cerca, fue a una estantería y, subiéndose a la pequeña escalera que usaba para alcanzar los anaqueles donde tenía los volúmenes que apenas consultaba, eligió dos libros escritos en castellano y publicados por una editorial francesa y se los alargó a la chica. Luego se sentó frente a ella, con la mesa del comedor de por medio, y encendió un cigarrillo. «Ahí encontrarás —dijo, señalando los libros— lo indispensable que tienes que saber. El día de mañana ya buscarás por tu cuenta.»
Fumaba Celtas cortos, recordó Regina, asombrándose de ver con tanta precisión el modo en que Teresa, con un rápido movimiento del dedo anular de la mano derecha, de cuya muñeca colgaba un fino nomeolvides, limpiaba sus labios de restos de tabaco.
«Este país no tiene pies ni cabeza. Sobre todo, no tiene cabeza. Las dictaduras piensan por nosotros. En su primera fase matan a la gente por sus ideas; en la segunda ya no tienen que asesinar a nadie, y se limitan a asegurarse de que no surjan ideas. Nos llevará décadas recuperar el saber que nos arrebataron, si es que alguna vez podemos.»
Cómo le debió de costar a aquella mujer avanzada, libre, adaptarse al país pacato al que regresó para no enfermar de añoranza. «El exilio se te come por dentro, pero no era sólo eso: mi lengua es mi única patria. Un día comprendí que, si seguía en París, tenía que elegir entre el francés y el castellano. Y no tuve dudas», decía Teresa.
A medida que acumulamos experiencias para el recuerdo, ¿construimos también la forma en que se manifestará la memoria?, se preguntó Regina. Quizá la memoria trabaja como un novelista escondido en nuestro inconsciente, un artífice dotado de inteligencia propia, sabio como la eternidad, que no crea la vida sino que la modela eligiendo materiales, recuerdos que va entregándonos según le conviene para condicionar nuestra conducta. En esto consistiría la predestinación, pues lo único que nadie puede controlar es la memoria del individuo. Un déspota puede aplastar la memoria colectiva. Una sociedad sobrealimentada y complaciente puede asentar las posaderas en su historia como si fuera la taza del váter. Pero la memoria personal es un partisano incansable que, un día u otro, se queda a solas con cada uno de nosotros y nos arrincona.
Nunca más podría encerrarse en el cuarto secreto con la impunidad con que lo había hecho en otro tiempo.
Si Regina fuera una calle, al levantar su empedrado no encontrarían el mar, sino a Teresa.
Faltaban pocos días para que Regina se montara en el tiovivo de la campaña de difusión de su libro, pero no sentía nada al respecto. Sólo flojera. Los cabos sin atar del pasado ocupaban su mente por completo. Como un patinador que merodea en torno a un lago helado, postergando el momento en que deberá adentrarse y exponerse al riesgo de que el hielo ceda bajo sus pies en su punto más vulnerable, así Regina daba vueltas en torno a la determinación que debía tomar. Hacía días que se había calzado los patines, pero aún no había reunido el valor necesario para emplearse a fondo. Retirar desechos nunca había sido su ocupación favorita. Sabía que éste era el procedimiento de trabajo de muchos autores, ponerse a escribir como quien se introduce en un almacén repleto de objetos inútiles, consciente de que en algún rincón, entre los escombros, lo aguarda el gran descubrimiento, la clave que lo guiará, ya sin estorbos, sin adherencias innecesarias, hasta la culminación de su obra; era un método que ella odiaba. Regina no podía iniciar la redacción de una novela si antes no se rodeaba de artefactos protectores: un sólido esquema, gráficos, genealogías de los personajes; fichas y más fichas con las que se protegía de la angustia de escribir. Aplicaba el mismo sistema a su vida. Era evidente que se había equivocado.
Date un respiro, se exhortó, es domingo. Hasta el clima predisponía a la pereza. El frío había retrocedido y la ciudad, tan poco proclive a cualquier tipo de exceso, había recuperado la comedida gentileza de la estación preferida de Regina, el otoño. Álex y Judit, aprovechando la tibieza del sol de mediodía, se habían instalado en el jardín con refrescos y revistas.
Regina estaba sentada ante su escritorio, estudiando el plan de entrevistas, tachando los programas de televisión decididamente horteras a los que siempre se negaba a acudir y que el departamento de promoción siempre trataba de colarle. De vez en cuando levantaba la vista y sonreía, mirando a los jóvenes.
Dos días antes, la muchacha le había entregado las pruebas corregidas, ahora sí. Judit había hecho un gran trabajo. No se había limitado a señalarle lo que le parecía obsoleto o incongruente, sino que había aportado soluciones concretas, recuadrando con lápiz rojo los párrafos que debían desaparecer y escribiendo en folios aparte, a mano, aquellos que podían sustituirlos, en caso de que Regina diera su aprobación.
—Me he atrevido a ofrecerte un par de ideas muy simples, sólo por si te sirven para estimular las tuyas —le había dicho la joven, al entregarle las galeradas revisadas en un tiempo récord.
Ni eran simples ni se trataba de sólo un par. Regina había examinado con detenimiento las aportaciones de Judit. Aquella chica tenía talento.
—Yo no lo hubiera hecho mejor. Ignoraba que escribieras tan bien.
—Por Dios, Regina, eso no es escribir, sino redactar. Lo sabes mejor que nadie. Me he limitado a desarrollar temas dispersos que están en el libro y de cuya importancia ni te has dado cuenta.
Regina había pensado entonces que Judit se tenía en muy poca estima, y eso que desde que disponía de un vestuario renovado se paseaba por la casa como la ratita presumida. Pobre chica, qué mala suerte ha tenido, privada de alguien capaz de estimar su valía, de infundirle seguridad, de darle consejos acertados.
—Vamos a hacer una cosa. Ahí dentro hay un ordenador portátil —había decidido, señalando la parte inferior de la librería—. ¿Te ves con ánimos para encargarte de pasar las correcciones a limpio? Lo que has escrito está muy bien. Ten más confianza. Yo no podría mejorarlo.
En pocas horas, Judit tuvo el libro listo para mandarlo al editor.
A través de la cristalera entreabierta le llegaban retazos de la conversación que los jóvenes mantenían en el jardín.
—Ya sabes, el clásico soplapollas que te mira por encima del hombro y te trata como si fueras basura sólo porque tú estás empezando y él tiene pedazo de cargo y se levanta un montón de pasta por el morro, sin clavarla —estaba diciendo Álex.
Regina había conseguido acomodar a Álex en una empresa que se dedicaba a producir espectáculos. Más adelante, según respirara Jordi y si al propio chico le seguía interesando, lo mandaría a Londres a estudiar. Entretanto, aquel empleo lo mantendría ocupado y le facilitaría nuevos contactos.