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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (2 page)

BOOK: Mientras vivimos
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Si su madre tiene el piso y el barrio mitificados, que le aproveche, piensa Judit, que ha crecido moviéndose con cautela entre la cuidadosa distribución de muebles y enseres emplazados con exactitud para mayor aprovechamiento del exiguo espacio. Una proeza, repite Rocío cada vez que se le ocurre colocar un nuevo artilugio plegable o encajar una repisa, una hazaña más de la clase obrera, porque es lo que somos, obreros, y a mucha honra. Rocío está siempre en pugna, año tras año, por la salubridad del polígono, por la demolición de la planta asfáltica, por un pedazo de zona verde, por un mercado, por un colegio público, por una guardería...

Hoy, Judit ha sentido en los pies desnudos el goce de las losetas frías y, ya en la ducha, no se ha fijado en los cachivaches que todos los días ofenden su buen gusto, como los tres recipientes de plástico adosados a la pared (colocados por su hermano, heredero del fanatismo materno por el bricolaje) que contienen gel blanco perla, champú verde pistacho y crema suavizante color cereza, y que huelen a ambientador barato. Ha pasado por alto incluso las bolsas de tela con múltiples bolsillos que Rocío usa para guardarlo todo, a falta de sitio para armarios, y los colgadores en los que se apretujan batas, toallas y gorros de plástico.

En su propio dormitorio apenas hay espacio para la ( ama turca, una librería de conglomerado tan atiborrada de libros que se desmoronó hace pocos días (Paco ha tenido que apuntalar los estantes con ladrillos: «Mira que si llegas a morir aplastada por el peso de la cultura», le ha dicho, aunque sin burlarse; en su casa, eso sí, se respetan los libros) y la mesita de noche donde Judit guarda las muestras de perfumes que a veces le regalan y que gasta con tanto placer como tacañería. Se ha sentado en la cama, vestida, maquillada y perfumada, sintiendo la sensual caricia de una intimidad poco frecuente; Rocío ha salido temprano, disparada hacia el ateneo para ayudar en los preparativos de una nueva fiesta solidaria por otro desdichado país africano, y Paco duerme en su habitación, reponiéndose de una noche de guardia en el hospital, prolongando en el descanso el aire de adolescente eterno que lo hace disfrutar de cada uno de sus días.

Ha sido entonces, antes de salir, cuando se ha preguntado si podía permitirse llevar consigo algunos de sus escritos, para someterlos al juicio de Regina. No los cuadernos de anotaciones diarias que, por vergüenza, nunca le enseñará; quizá alguno de sus cuentos, aquellos de los que se siente más orgullosa. Ha optado por dejarlo para una próxima ocasión, para cuando la misma Regina Dalmau se lo pida, cosa que ocurrirá pronto, sobre eso no alberga la menor duda. Hoy sólo lleva consigo una carpeta con las mejores piezas de la valiosa colección de recortes que tiene como tema central a la mujer que, desde hace años, es su guía y su estrella.

Tal como la vemos, con el pelo corto engominado hacia atrás y un abrigo estrecho del que apenas asoman las puntas de unos botines de charol, el cutis muy pálido y el rostro anguloso, parece mayor, y cierta parte de ella lo es, aunque no la que luce como único trazo de vivacidad el rojo escarlata de sus labios y el esmalte de uñas que se advierte bajo el calado de mantilla de los guantes. No, los síntomas de lo que podría ser una madurez verdadera, la plenitud de una conducta regida por el buen juicio, se esconden en los pliegues de lo que Judit no muestra: es una amarga mezcla de decepción y esperanza. Los descalabros que ha sufrido cada vez que ha intentado complacer a los demás (responder a los intentos de su madre para que colabore en la labor social del ateneo, aceptar la ayuda de su hermano para seguir, sin éxito, este o aquel cursillo) le han dejado un regusto de floración abortada, y en esas ocasiones en que ha cedido, en que no ha ido a su aire, se ha sentido como una atleta obligada a correr con un esguince; o lo que es peor —porque es la verdad que se niega a aceptar—, como una joven de veinte años que tiene que lanzarse hacia adelante y que, paralizada, ve cómo su porvenir se convierte en pasado sin dejar de amenazarla.

Tanto como el disfrute de un bienestar que no figura en su mapa genético, añora lo que existió de lujoso lejos de ella y antes de su nacimiento, cierta noción de elegancia que sólo conoce de oídas, y por eso su disfraz (incluidos la falda larga y ceñida y el suéter ajustado, ocultos por el abrigo), que supone rebosante de clase, es sobre todo anacrónico: entre existencialista francesa y vampira de película mexicana. Quizá también viste así porque detesta que su madre, que pronto cumplirá los cincuenta, siga engalanándose como una jovencita. Rocío es infatigable; empleada en la cocina del aeropuerto, costurera y planchadora a ratos, militante vecinal (su actividad, piensa Judit, es el modo en que se manifiesta su resignación), siempre acortando y adornando la ropa usada que le regalan para adaptarla a su optimismo de patio sevillano. No lo reconocerá nunca, pero cuando Judit revuelve en las tiendas de segunda mano en busca de piezas para combinar con clase, no se diferencia gran cosa de la progenitora que aprovecha sobras ajenas.

El motor que la empuja es la ambición. No una ambición cualquiera, el ansia genérica de dinero, fama y poder que en algún momento nos conmociona a todos, sino la ambición muy concreta de ser alguien dotado de una singularidad tal que borre para siempre el lugar de donde procede y la herencia de su sangre. Quiere reinventarse, o mejor podríamos decir que quiere reencarnarse, y lo relevante de su determinación es que sabe en quién e intuye el cómo, y sólo el tiempo que transcurrirá hasta que lo consiga ocupa la mínima parcela de su pensamiento dedicada a la duda.

Si Judit fuera una muchacha simple querría haber nacido bonita para vivir sin tener que empujar puertas ni idear estrategias, sin otro anhelo que el de ir aceptando las mieles sucesivas que se le irían ofreciendo por encarnar la lantasía de los demás. La belleza, si va a favor de la corriente, es lo opuesto del esguince en el atleta: te hace volar.

Como no es simple, Judit sabe, en primer lugar, que no es bella, al menos no a la manera de Conxita Martínez, la más guapa del barrio, que en menos de un año pasó de un modesto estudio de la radio local a presentar un programa matinal de la televisión autonómica, y que en la actualidad conduce un magacín diario de máxima audiencia a la hora de la sobremesa. También sabe que es mucho más importante ser entrevistada que entrevistadora: salir en todas las televisiones, en todas las radios, en todos los periódicos. Ser admirada, amada por quien no te conoce. Y más aún: ser creída. Tal como Judit cree en la mujer con quien tiene una cita.

Regina Dalmau ha sido elegida por ella, recortada, pegada en blancas hojas de papel. Ha sido leída, observada a distancia, como se observa hoy en día a quien existe públicamente, en la creencia de que todo su ser participa de la exhibición, de que no hay parcela privada, por recóndita que sea, que resista a la contemplación de los otros. Ha sido ordenada, catalogada, ungida. Quién es, qué hace, cómo viste, cómo habla, cómo piensa, cómo ríe: el resultado está ahí, en la carpeta escolar que aprieta bajo el brazo. Algún día Judit será como ella.

El 73 tarda en aparecer. Puede que tenga suerte y el autobús llegue vacío, y que nadie suba al vehículo en lo que queda de recorrido hasta la parada final, en la plaza de la Bonanova. Así, Judit avanzará sin obstáculos ni testigos, sin interrupciones, y no será un mero autobús este 73 que en sus peores días utiliza como un vicio secreto; será una nave, una flecha surgida de la nada para conducirla al inicio luminoso de su vida a través de lo que ella llama la zona muerta. Si su madre o, mucho peor, su hermano Paco, supieran cómo pierde el tiempo (en su opinión, que Judit, por supuesto, no comparte) cada vez que escapa a su otro mundo, cómo merodea por el paseo de Sant Gervasi, cómo se entretiene en la plaza, antes de caminar por Muntaner fijándose en cada uno de los signos distintivos de esa otra ciudad a la que aspira. Si pudieran adivinar cuán lejos se pierde en esa región, cómo huye del rincón venidero que los suyos creen tenerle asignado.

Los vecinos de su barrio disponen, desde hace unos años y gracias a otra de las batallas colectivas en las que Rocío participó con entusiasmo, de suficientes medios de transporte para trasladarse con rapidez a lo que todos llaman
la ciudad
; pero sólo existe una ruta, larga y sinuosa, para llegar a los antípodas. Un sociólogo amigo de Rocío, que frecuenta el ateneo, dice que el 73 realiza la travesía más intersocial de Barcelona, pero Judit no ha necesitado estudiar, sólo fijarse, para saber que cada vez que lo toma es como si saliera de una película de Ken Loach para ir a parar a otra con Tom Hanks y Meg Ryan. Nunca le ha dicho a nadie que los días en que desaparece de casa con la excusa de salir a buscar trabajo, o fingiendo que lo tiene, en realidad se mete en el 73 para ir a la ciudad de arquitectura rebuscada, verjas y jardines pomposos, comercios caros y escaparates de lujo. La ciudad a la que le gustaría pertenecer.

El autobús llega, por fin, resoplando. Judit sube. Está casi vacío. Dos muchachas mulatas, sentadas en una de las ultimas filas, ríen y cotorrean en un castellano pastoso. El conductor tiene un periódico deportivo doblado sobre los muslos. Otro que tampoco quiere estar aquí, piensa Judit.

La zona muerta. Judit nunca ha salido al extranjero, pero imagina que ciertas fronteras no son como una línea que se atraviesa después de cubrir los trámites necesarios, sino que constituyen una peregrinación agónica similar a la que ella realiza por esta pista serpenteante, salpicada de plazas que son como coladeros, o como nudos, y a cuyos lados no existe lugar donde guarecerse. La gente que sube al autobús parece brotar de la nada, y es engullida por la nada al bajar, porque más allá del asfalto y de las raras combinaciones de mobiliario urbano que forman lo que no es más que una arteria habilitada para que los vehículos circulen con rapidez de un punto a otro (pueden llamarla paseo pero sólo es un caño de aire), no hay referencia viva a la que asirse, no hay tiendas, ni bares ni estancos ni bancos o cajas de ahorros, sólo algo intangible que transmite, por ausencia, la idea de un ordenamiento superior en el que todo cuanto es individual se diluye.

A la derecha se extienden, durante kilómetros, ambulatorios y hospitales (su hermano trabaja en uno de ellos), instituciones públicas para ancianos, algún complejo deportivo oculto a la vista por una repentina barrera de apretados cipreses, terrenos todavía agrestes y nuevos bloques a medio edificar, con sus grúas gigantescas. Judit imagina que los edificios hospitalarios y geriátricos son como enormes cajas de herramientas bien dispuestas, cada llave inglesa en su lugar, ni una sierra ni una tenaza ni un martillo fuera de su sitio, y que la gente, los destinatarios pasivos de semejante organización, se amontonan como tornillos en los compartimentos que les han sido adjudicados. Al otro lado, a su izquierda, en la mitad inferior de los cerros que coronan la ciudad, partidos sin remedio por la pista, Barcelona se despeña y se amansa, se une y apretuja hasta el mar. Hay otro mundo ahí pero, desde el autobús, Judit no puede verlo.

Nunca vuelve a casa en el 73. Lo hace en metro, y es el viaje subterráneo, clandestino como la confesión de un fracaso, lo único que le permite regresar. Si tuviera que volver en la misma línea de autobús, al descubierto, no podría resistirlo. No podría pasar de largo la Bonanova y la plaza de J. F. Kennedy y enfrentarse con las manos vacías a la árida perspectiva de cemento, barandillas metálicas y pasos elevados, ni bordear la plaza de Karl Marx, con sus inútiles parterres idílicos a los que los peatones no pueden acceder salvo que se jueguen el físico sorteando coches, lo cual, en palabras de su madre, Rocío, constituye una parábola perfecta de la revolución.

No, no es capaz de utilizar el 73 para recorrer la zona muerta en sentido inverso, sometida a la tortura de contemplar lo que pierde a medida que avanza, masticando la derrota de verse depositada de nuevo, como un madero en la playa, ante la estatua de la Primera República.

En el autobús, esta mañana de Todos los Santos, Judit disfruta del itinerario que la aleja del barrio. Conforme se aproxima a su meta, puede ver que la mole del Tibidabo se desplaza en el horizonte, como si el mundo estuviera dando la vuelta para ofrecerle el acceso adecuado. El 73 es una burbuja que pugna por salir de la exclusión y cuando, por fin, se detiene en la plaza de la Bonanova, Judit desciende del vehículo como si bajara del avión que la devuelve a la patria añorada. Aquí todo es lo que parece, como en su barrio, pero en su extremo opuesto. El buen paisaje es el indicio de la buena vida.

Muy cerca, por primera vez, alguien importante la está esperando.

2

«Las más elevadas metas que puede alcanzar una mujer son aquellas que conquista partiendo de la nada», dijiste en una entrevista. Recuerdo con exactitud tus palabras porque las anoté en uno de mis cuadernos.

Tengo muchos cuadernos, Regina. Cuadernos-ayer, repletos de balbuceos adolescentes. Cuadernos-mañana, en los que he tratado de imaginar, hasta quedar exhausta, qué va a ser de mí, de mis afanes. Navego por un río de palabras que ignoro adonde me conduce. Y no tengo nada más: palabras. También dijiste que de nada le sirve al escritor su talento si no practica sin piedad, si no se esfuerza por encontrar su estilo, si no posee una visión del mundo que quiere levantar con sus palabras. Si eso es cierto, hace años que me preparo para alcanzar lo que deseo. Pero todo lo que es interesante ocurre lejos de mí.

Éste es mi primer cuaderno-hoy, que he empezado a escribir desde que sé que me estás esperando. Nunca lo leerás; tampoco los otros. Mis cuadernos son el borrador de mí misma. He garabateado en ellos lo que aspiro a ser, una página tras otra. Poco a poco, las líneas se han tornado firmes y, de las largas parrafadas que me han consumido más tiempo que el vivir, surge esta Judit que tienes cada día más cerca. Soy letra, soy papel. Carezco de experiencia. Soy lo que quieras que sea.

Cuando era pequeña, antes de empezar con los cuadernos, inventaba historias para paliar la ausencia de acontecimientos reales. Tenía, tengo, la capacidad de inventar relatos, cuya duración adapto al tiempo de que dispongo para soñarlos. Es decir, al tiempo en que puedo estar a solas conmigo misma, porque cuando los demás se inmiscuyen con sus propias historias, que no me interesan, me bloqueo y actúo como una autómata, mientras aguardo el momento en que se iniciará una nueva tregua, un nuevo lapso que me permitirá entregarme a mis ensoñaciones.

BOOK: Mientras vivimos
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