Milagro, se ha muerto Mamá (13 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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Sale del guadarnés. Tomás me mira. Principio la exposición:

—Tomás. En la sopa, el administrador no ha podido soportar la presión. Pero quiero recordarte que yo mismo, cuando estoy distraído, hago extraños «shhhhlups» al ingerirla. Mi nota es de aprobado pelado.

—La mía de suspenso total. Un asco de prueba, la de la sopa.

—En el escalope no ha estado mal, pero las patatas le han llevado a extremos repugnantes.

—Suspenso, señor marqués.

—Y en la macedonia de frutas, la farsa ha sido patética. Ha ido abiertamente por la pera y la naranja, renunciando a la manzana, tan crajosa y chivata.

—Suspenso, señor.

—Y lo peor, Tomás. Ese Iguazú en la alopecia, ese torrente axilar, me temo que son incompatibles con la armonía de nuestra mesa.

—No insista, que voy a vomitar.

—Por ello, y para no herir su sensibilidad, vamos a proceder a suspender su examen reconociendo que se ha propuesto alcanzar un nivel de refinamiento y naturalidad que aún no ha conseguido. Todo, menos que se nos vaya por una bobada así.

—Señor. Si se quiere ir, que se vaya. Administradores los hay a miles. Y no creo que se atreva a marcharse Alcoceba. Aquí tiene el robo asegurado.

—Dicho y hecho. Suspenso total. Su «shslupp» me produce arcadas. Tomás, que pase Alcoceba.

Alcoceba ha entrado en el guadarnés absolutamente entregado. Sin el cachirulo, las perlas del sudor se trasladan por su calva como gotas de mercurio. Intuye la nota final, pero confía en mi generosidad.

—Alcoceba. Atienda a lo que le digo. Su examen ha salido mal. No es posible emitir más sonidos desagradables ingiriendo el alimento que los que usted ha manifestado. Lamento decirle que se nota a la legua su ordinariez. Ha suspendido, Alcoceba. Si desea marcharse de casa, tiene usted las puertas abiertas. Lo sentiría, porque usted es un notable administrador que roba lo justo. Pero no puedo permitir que la comida del jueves en el comedor se convierta en un espectáculo sonoro de procedencia gutural. Alcoceba, por lo mucho que estimo su trabajo, sus años en esta casa y su educada medida en el hurto, le concedo una nueva oportunidad en el mes de septiembre. Controle su glotis y su escandalosa orquesta salivar. Y por lo que más quiera, elimine su capacidad sudoral. Alimente diariamente sus axilas con desodorante seco, y pruebe de mantener el pavonado de su calva con algún producto que le obstruya el regadío. Alcoceba, en septiembre espero y deseo su reacción.

Entretanto, no podrá sentarse los jueves en el comedor principal por motivos que claramente le he expuesto.

La reacción de Alcoceba, sorprendente:

—Llevo dos años ejercitándome en la ingestión muda. Mi mujer me humilla cuando se me escapa algún tono musical. Pero reconozco que el examen no ha respondido a mis expectativas. No renuncio a comer algún día en el comedor principal, y acepto la nota final. Respecto a sus numerosas insinuaciones acerca de mi medida para robar al señor marqués, deseo protestar vivamente. Sólo en quince ocasiones me he apropiado de cantidades que no me pertenecían.

—Lo sé, Alcoceba, y por eso le manifiesto mi respeto y gratitud. Usted roba con oportunidad y decencia. Pero hace muchos ruidos cuando come. Y de eso se trata.

—Le agradezco su sinceridad. Sólo le pido que me vuelva a examinar. Y que las viandas del examen sean las mismas que hoy no he podido superar, acaso por los nervios. No me someta a una prueba con moluscos bivalvos. Con ellos, no puedo silenciar el saliveo.

—Moluscos bivalvos eliminados. En septiembre repetimos el examen.

—Gracias, señor marqués.

—A trabajar, Alcoceba. Y a sudar menos.

—Es por naturaleza, señor.

—Pues luche contra ella. Esa torrentera suya no es admisible.

—Procuraré dar con el producto adecuado.

—Alcoceba, retírese.

—Gracias por examinarme, señor. Espero no defraudarle en el futuro.

Se ha retirado vencido. Me lastima su tragedia. Nunca podrá sentarse en la mesa del comedor principal. Su forma de tragar no admite amnistías. Tomás, feliz.

—Una gran disertación, señor marqués. Y apruebo su tendencia.

—Tú también haces ruido al comer, Tomás.

—Pero no pretendo hacerlo en el comedor principal. Y usted, en ocasiones, tampoco domina las cocochas.

—Lo admito. Pero sólo cuando estoy descentrado.

—Y su señora madre es una fábrica de estridencias y detonaciones.

—La edad, Tomás.

—Alboroto gutural.

—Tomás, que es mi madre.

—Batahola y barbulla.

—Hasta luego, Tomás.

—¿Ordena algo más el señor?

—Sí. Que te calles y te vayas.

—Pues hasta «luegui».

—Hasta «luegui», Tomás.

NUEVE

El alcalde de Guadalmazán se ha presentado de improviso. Cubre su nariz con un curioso artilugio. Me niego a recibirle. Miroslav me pregunta si entra en mis planes provocar un tiroteo. Calmo a Miroslav. Y Marsa, avergonzada y asqueada, permanece en mi despacho. Tomás ha sido designado introductor de embajadores.

* * *

El alcalde de Guadalmazán aguardaba en el gran portalón de la entrada. Tomás, impulsado por su nuevo cargo oficial, había colgado sobre su chaquetilla blanca, a la altura de la tetilla izquierda, la condecoración familiar que recibió al cumplir los primeros treinta años de servicio. Iba de dulce de membrillo. El aspecto del alcalde no era tranquilizador, pero tampoco inquietante. A unos cien metros, en el jardín, Miroslav vigilaba sus movimientos con uniforme de camuflaje.

—Señor alcalde. Bienvenido a La Jaralera. El señor marqués me ordena que le haga llegar su firme decisión de no saludarlo. Lo que usted demande, se lo trasladaré con mucho gusto.

—Mucho marqués pero no recibe al alcalde de su municipio. Esta actitud es claramente antidemocrática.

—En esta casa, señor alcalde, no hay democracia. Vivimos en un maravilloso y rentable régimen feudal.

—Sólo quiero decirle una cosa a su señor feudal. Que el Ayuntamiento de Guadalmazán, con los votos de los concejales de la Izquierda, ha vuelto a abrir el expediente de expropiación del Camino de los Galgos. Los puñetazos a los alcaldes se pagan caros.

—Mi señor feudal no me ha dado instrucciones al respecto, pero me siento en la obligación de recordarle que el próximo 27 de mayo se celebran las elecciones municipales, y según tengo entendido, sus posibilidades de reelección son mínimas.

Ha trincado usted demasiado, señor alcalde.

—Aquí no ganará nunca la Derecha.

—Que hable el pueblo.

—Y le dice de mi parte al marqués traidor y cornudo que le devolveré el puñetazo como hacen los hombres. Citándole de frente.

—Como vuelva usted a llamar al marqués «traidor» y «cornudo» le aplasto su nariz en este momento. Discúlpese.

—No.

—Nunca fue tan justo un puñetazo. Y lo sé todo. No creo que en el pueblo se valore mucho a un alcalde que archiva un expediente de expropiación a cambio de tirarse a la propietaria. Es usted un sinvergüenza, un canalla, un chantajista y un cerdo.

—A mí no me insulta usted.

—Se me había olvidado. Y un miserable. Así que dé la vuelta y se vuelve por donde vino. Y le recomiendo por su bien que no robe tierras ajenas para hacer sus negocios. Si quiere saber lo que puede ocurrirle, mire a sus espaldas. ¡Miroslav!

El alcalde dio media vuelta y se topó con un cuadro amenazador. Un soldado armado se cuadró ante Tomás.

—A sus órdenes, señor Tomás.

—Miroslav, no olvide este rostro. Si alguna vez le roban al señor marqués el Camino de los Galgos, proceda a intervenir inmediatamente.

El alcalde de Guadalmazán había desaparecido, y una nube de polvo caro, levantada por los neumáticos de su Mercedes, indicaba el rumbo de su huida.

Cuando Tomás narró punto por punto su entrevista con el munícipe, el marqués de Sotoancho le abrazó, y Marsa le dio un beso. Miroslav, firme y contundente, permanecía junto al portalón atento a un ataque imprevisto.

* * *

La tarde es maravillosa. Pepillo está pesadísimo con las lantanas. Que si están retrasadas, que si patatín y que si patatán. Hemos decidido tomar la copita en el templete de la Recoleta de los Magnolios. Chamorro, el municipal, me ha llamado para ponernos al corriente de los acontecimientos vividos en el Ayuntamiento. Dice que el alcalde llegó muy malhumorado, hablando de guerras civiles y fusilamientos futuros. Y que él sería el encargado de darme el tiro de gracia. Me ha hecho gracia, y perdón por el hábil juego de palabras.

Mamá toma su primera ginebrita. Está más calmada. Lo del monumento fue un palo para ella, pero lo superó con su carta al papa Benedicto XVI. No pasamos por nuestro mejor momento en las relaciones mutuas. Pero ha sonreído cuando le he contado lo del alcalde.

Miroslav tiene preparado el mamamóvil por si mi madre desea dar una vuelta por el campo. Pero lo dudo. Cuando mi madre toma su primera copa, no hay quien la separe de la botella de ginebra.

Y Pepillo se afana con las lantanas. Otro año, de seguir así de tostón, quito las lantanas y planto petunias o begonias, que son más seguras.

El cielo despejado. La hilera blanca de un avión corta sus azules. Un golpe de viento fresco, de alivio.

—Señor marqués, mírelas. Nacen sin alma estas lantanas.

Y Mamá que estornuda.

DIEZ

El doctor ha certificado su fallecimiento. Me consuela.

—Le aseguro, marqués, que su madre no tenía nada grave. Se ha muerto por una bobada.

Menos Tomás, todos lloran. Nada gusta más al menestralío y la folclorería que un óbito.

María, su doncella y ponebaños, se halla al borde del síncope.

Me preocupo por ella.

—María, si sigue así, las enterramos juntas.

Mano de santo. Ha dejado de llorar. Don Crispín ora.

—Para que nuestra marquesa encuentre el lugar en el Cielo al que se ha hecho acreedora.

Miro a don Crispín. Ora, pero ya en silencio.

Tomás recoge y guarda toda la plata de los salones, el comedor y las estancias de recibo.

—Señor marqués, la gente «bien» roba una barbaridad en los duelos de cuerpo presente.

—No te olvides de los ceniceros, Tomás.

—Tengo un par de ellos que robé el año pasado de Marina d'Or.

—Distribúyelos.

Miroslav espera mis órdenes.

—Si usted lo aprueba, señor marqués, me gustaría hacer guardia toda la noche a los restos mortales.

—Gracias, Miroslav.

Flora ha llamado. Elena me habla.

—Cristian, lo siento. No creo que sea oportuno que vuelva con los niños ahora.

—Gracias, Elena. No me gustaría que vieran a su abuela muerta.

—Bueno, eso no les afectaría. Lo digo por el barullo.

Pepillo deja escapar lágrimas de cocodrilo.

—En el fondo era buenísima, señor marqués.

—A ti te quiso echar.

—¿Cuándo?

—Cuando te casaste con Flora.

—¿Echarnos?

—Echaros.

—No era nada buena, señor marqués.

—Pues deja de llorar.

Alcoceba suda.

—Mi más respetuoso pésame, señor marqués.

—Gracias, Alcoceba. Siento lo de su suspenso.

—En septiembre me aplicaré.

—Así me gusta. Firmeza y perseverancia.

Los de la funeraria me consultan.

—Ya está en su ataúd. Está guapísima. ¿Dónde instalamos la capilla ardiente?

—En el salón. En el centro del salón.

Quinientos euros de propina.

Marsa me abraza.

—¿Te sientes mal, mi amor?

—No me he acostumbrado aún a la plena orfandad.

—No es tan dura.

—Me lo temía.

Me llama Mobby, mi primo preferido, al que Mamá odiaba.

—Lo siento en el alma, Cristian. Ha sido un escopetazo.

Me hace gracia.

El Ayuntamiento ha enviado una corona de flores.

«El Ayuntamiento de Guadalmazán a su ilustre vecina, la marquesa viuda de Sotoancho.»

Los Reyes, ni pío.

—Tomás, ¿han enviado un telegrama los Reyes?

—No, señor marqués. Pero no es su culpa. Los Reyes no conocían a la señora marquesa difunta.

—Tienes razón. Olvídate de Sus Majestades, Tomás.

De nuevo, los de la funeraria.

—El cuerpo ha sido instalado en el salón. ¿Cirios grandes o pequeños?

—Los más grandes.

María sigue llorando.

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