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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (9 page)

BOOK: Miles de Millones
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Ahora bien, una cosa es proponer la existencia de esa nube en forma de disco previa a la formación de los planetas y otra muy distinta verificarla observando directamente discos análogos en torno de diferentes estrellas. Cuando se descubrieron otras galaxias espirales como la Vía Láctea, Kant pensó que eran los discos protoplanetarios que había concebido, con lo que quedaba confirmada la «hipótesis nebular» (del latín
nébula,
nube). Pero estas formas espirales demostraron ser galaxias remotas repletas de estrellas, en lugar de criaderos próximos de astros y planetas. Los discos circunestelares no iban a ser tan fáciles de localizar.

La hipótesis nebular no fue confirmada hasta más de un siglo después mediante el empleo de observatorios espaciales. Cuando estudiamos estrellas jóvenes como era nuestro Sol hace 4.000 o 5.000 millones de años, descubrimos que más de la mitad se hallan rodeadas de discos planos de polvo y gas. En muchos casos, las regiones más próximas a la estrella aparecen vacías de ellos, como si ya se hubiesen formado planetas que han absorbido la materia interplanetaria. No se trata de una prueba concluyente, pero sugiere que con frecuencia, si no siempre, estrellas como la nuestra están acompañadas de planetas. Tales descubrimientos hacen pensar que el número de éstos en la Vía Láctea puede ser del orden de miles de millones.

¿Y qué decir de la detección directa de otros planetas? Cierto que las estrellas están muy lejos —la más próxima a casi un millón de UA— y que de los planetas sólo es posible ver el reflejo, pero nuestra tecnología progresa a pasos agigantados. ¿No deberíamos ser capaces de detectar por lo menos algún primo grande de Júpiter en la vecindad de una estrella cercana, quizás en la banda infrarroja ya que no en la visible?

En los últimos años hemos entrado en una nueva era de la historia humana, pues ya estamos en condiciones de detectar planetas de otras estrellas. El primer sistema planetario fiable descubierto está asociado a un astro de lo más improbable: la estrella B 1257 + 12. Se trata de una estrella de neutrones de rotación rápida, vestigio de un astro antaño mayor que el Sol que estalló en la colosal explosión de una supernova. El campo magnético de esta estrella captura electrones y los obliga a seguir trayectorias tales que, como un faro, emiten un haz de ondas de radio a través del espacio interestelar. Por casualidad, este haz intercepta la Tierra una vez cada 0,0062185319388187 segundos (de ahí el nombre de «pulsar» con que se conoce este tipo de estrellas). La constancia de su periodo de rotación es asombrosa. En razón de la elevada precisión de las mediciones, Alex Wolszczan, ahora en la Universidad de Pennsylvania, logró hallar fluctuaciones en los últimos decimales. ¿Cuál era la causa? ¿Quizá seísmos estelares u otros fenómenos de la propia estrella? A lo largo de los años el periodo ha variado precisamente en la forma que se esperaría que lo hiciese de haber planetas en torno a B 1257 + 12. La coincidencia con los cálculos matemáticos es tan exacta que se impone una conclusión: Wolszczan ha descubierto los primeros planetas conocidos más allá del Sol. Es más, sabemos que no se trata de planetas grandes del tamaño de Júpiter. Dos son, probablemente, sólo un poco mayores que la Tierra, y giran en torno de su estrella a distancias no demasiado diferentes de la que separa nuestro planeta del Sol. ¿Cabe esperar que exista vida en alguno de ellos? Por desgracia, la estrella de neutrones despide un viento de partículas cargadas que debe elevar la temperatura de estos planetas más allá del punto de ebullición del agua. Estando como está a 1.300 años luz de distancia, no vamos a viajar pronto a este sistema. Es por ahora un misterio si estos planetas sobrevivieron a la explosión de la supernova que dio origen al pulsar o se formaron a partir de los restos del cataclismo.

Poco después del excepcional descubrimiento de Wolszczan, se encontraron más objetos de masa planetaria (principalmente gracias al trabajo de Geoff Marcy y Paul Butler, de la Universidad Estatal de San Francisco) girando alrededor de otras estrellas, en este caso astros corrientes como el Sol. La técnica utilizada fue diferente y de aplicación mucho más difícil. Estos planetas fueron detectados observando los cambios periódicos en los espectros de estrellas próximas mediante telescopios ópticos convencionales. En ocasiones una estrella se desplaza por un tiempo hacia nosotros y luego se aleja, como se puede comprobar por los cambios en las longitudes de onda de sus líneas espectrales (es el llamado efecto Doppler), semejante al cambio en la frecuencia del claxon de un coche cuando se aproxima a nosotros y luego se aleja. Algún cuerpo invisible tira de la estrella. Una vez más, un mundo oculto se revela en virtud de una coincidencia con un cálculo teórico (entre los ligeros movimientos periódicos observados en la estrella y lo que uno esperaría si hubiera un planeta girando en torno a ella).

Se han detectado planetas que giran alrededor de las estrellas 51 Pegasi, 70 Virginis y 47 Ursae Majoris, en las constelaciones de Pegaso, Virgo y la Osa Mayor respectivamente. En 1995 se descubrieron también planetas alrededor de la estrella 55 Cancri, en la constelación del Cangrejo. Tanto 47 Ursae Majoris como 70 Virginis son visibles a simple vista en los anocheceres de primavera, lo que significa que están muy cerca en términos astronómicos. Las masas de sus planetas parecen oscilar desde un poco menos que la de Júpiter a varias veces la de éste. Más sorprendente resulta lo cerca que están de sus estrellas: de 0,05 UA en el caso de 51 Pegasi, a poco más de 2 UA en el de 47 Ursae Majoris. Es posible que estos sistemas también contengan planetas más pequeños semejantes a la Tierra y aún no descubiertos, pero su situación es distinta. En el sistema solar, los planetas pequeños como la Tierra se hallan en el interior y los planetas grandes como Júpiter en el exterior. En esas cuatro estrellas, los planetas de mayor masa parecen estar en el interior. Nadie comprende cómo puede ser esto. Ni siquiera sabemos si se trata de planetas verdaderamente jovianos, con inmensas atmósferas de hidrógeno y helio, hidrógeno metálico en profundidad y un núcleo parecido a la Tierra. Lo que sí sabemos es que la atmósfera de un planeta joviano no tiene por qué dispersarse aun a una distancia tan corta de su estrella. No parece plausible que tales planetas se constituyeran en la periferia de sus sistemas solares y luego, de alguna forma, se acercasen a sus estrellas. Ahora bien, podría ser que algunos planetas primitivos masivos se viesen frenados por el gas nebular y cayesen en espiral hasta una órbita interior. La mayoría de los expertos sostiene que no es posible que se forme un planeta como Júpiter tan cerca de una estrella. ¿Por qué no? Lo que sabemos acerca del origen de Júpiter es más o menos lo siguiente: en las regiones externas del disco nebular, donde las temperaturas eran muy bajas, se condensaron planetoides de hielo y roca semejantes a los cometas y las lunas heladas de la periferia de nuestro sistema solar. Estos asteroides helados comenzaron a chocar a escasa velocidad, se fueron agregando y poco a poco constituyeron una masa lo bastante grande para atraer gravitatoriamente el hidrógeno y el helio de la nube, creando un Júpiter de dentro a afuera. En contraste, se estima que en un principio cerca de la estrella las temperaturas nebulares eran demasiado altas para que hubiese hielo, lo que hizo que se malograra el proceso. Pero me pregunto si algunos discos nebulares podrían estar por debajo del punto de congelación incluso muy cerca de la estrella local.

En cualquier caso, con planetas de masa semejante a la de la Tierra en torno de un pulsar y cuatro nuevos planetas jovianos girando muy cerca de estrellas similares al Sol, está claro que no podemos tomar nuestro sistema solar como modelo. Esto es clave si alentamos alguna esperanza de construir una teoría general del origen de los sistemas planetarios: ahora tiene que abarcar una diversidad de ellos.

En fecha todavía más reciente se ha empleado una técnica denominada astrometría para detectar dos, y posiblemente tres, planetas como la Tierra en torno de una estrella muy cercana al Sol, Lalande 21185. En este caso se disponía de un registro minucioso de los movimientos del astro a lo largo de muchos años, que ha servido para estudiar detenidamente el retroceso causado por la posible existencia de planetas. Aquí tenemos un sistema planetario que parece pertenecer a la misma familia que el nuestro, o al menos a una cercana. Parece haber, pues, dos y quizá más categorías de sistemas planetarios en el espacio interestelar adyacente.

En cuanto a la probabilidad de que haya vida en esos mundos jovianos, no resulta más factible que en nuestro propio Júpiter. Sin embargo, es concebible que esos astros posean satélites a semejanza de las 16 lunas jovianas. Como estas otras lunas se hallarían cerca de la estrella local, sus temperaturas, sobre todo en 70 Virginis, podrían ser favorables para la vida. A una distancia de 35 a 40 años luz, esos planetas están lo bastante cerca para que empecemos a soñar con enviar algún día una nave espacial ultrarrápida que los estudie y remita los datos obtenidos a nuestros descendientes.

Mientras tanto, está surgiendo un abanico de nuevas técnicas. Además del registro de las fluctuaciones del periodo de los pulsares y de las mediciones por efecto Doppler de las velocidades radiales de las estrellas, los interferómetros en tierra o, mejor aún, en el espacio, los telescopios terrestres que eliminen la turbulencia atmosférica, las observaciones que aprovechan el efecto de lente gravitatoria de objetos masivos lejanos y las medidas precisas hechas desde el espacio del ofuscamiento de una estrella por la interposición de un planeta, parecen técnicas susceptibles de proporcionar resultados significativos en los próximos años. Estamos ahora a punto de iniciar la investigación de millares de estrellas cercanas, a la búsqueda de sus compañeros. Considero probable que en unas cuantas décadas tengamos información sobre centenares de sistemas planetarios cercanos en la vasta Vía Láctea, y quizás incluso referente a algunos pequeños mundos azules, agraciados con océanos de agua, atmósferas de oxígeno y los signos reveladores de una vida maravillosa.

Segunda Parte:
¿Qué conservan los conservadores?
Capítulo
7
E
L MUNDO QUE LLEGÓ POR CORREO

¿El mundo? Gotas iluminadas
por la luna y caídas
del pico de una grulla.

DOGEN (1200-1253), «Wake on Impermanence»,
de Lucien Stryk y Takashi Ikemoto,
Zen Poems of Japan: The Crane's Bill
(Nueva York, Grove Press, 1973)

E
L MUNDO LLEGÓ POR CORREO
, con la indicación de «frágil». En el envoltorio había una pegatina que mostraba una copa rajada. Lo abrí con cuidado, temiendo oír el sonido de cristales rotos o encontrar un fragmento de vidrio, pero estaba intacto. Lo tomé con las manos y lo alcé a la luz del sol. Era una esfera transparente medio llena de agua. Tenía adherido, de modo apenas perceptible, el número 4210. Mundo número 4210. Había, pues, muchos mundos como aquél. Lo deposité con cuidado en la base de lucita que lo acompañaba.

Observé que allí había vida: ramas entrecruzadas, algunas cubiertas con filamentos de algas verdes, y seis u ocho pequeños animales, casi todos de color rosado, retozando, o así me lo parecía, entre las ramas. Había además centenares de otros seres, tan abundantes en aquella agua como los peces en los océanos de la Tierra; pero se trataba de microbios, todos demasiado pequeños para distinguirlos a simple vista. Los animales rosados eran, sin duda, crustáceos de alguna variedad común. Llamaban la atención de inmediato porque se mostraban muy atareados. Unos pocos se habían posado en las ramas y avanzaban con sus diez patas, agitando muchos otros apéndices. Uno consagraba toda su atención, y un considerable número de extremidades, a comer un filamento verde. Entre las ramas, envueltas por algas como el musgo negro cubre los árboles en Georgia y el norte de Florida, se movían otros crustáceos como si tuvieran citas urgentes a las que acudir. A veces, cuando pasaban de un entorno a otro, cambiaban de color. Uno era pálido, casi transparente; otro anaranjado, y parecía mostrar un tímido sonrojo.

Como es natural, en algunos aspectos diferían de nosotros. Sus esqueletos eran externos, podían respirar en el agua y, cosa sorprendente, cerca de la boca tenían una especie de ano. (Se preocupaban mucho, sin embargo, de su aspecto y su limpieza, a la que se aplicaban con un par de pinzas provistas de cerdas semejantes a cepillos; de vez en cuando alguno se restregaba a conciencia.)

Pero en otros aspectos saltaba a la vista que eran como nosotros. Poseían un cerebro, un corazón, sangre y ojos. El modo en que agitaban sus apéndices natatorios para impulsarse por el agua revelaba un claro propósito. Al llegar a su destino tomaban los filamentos de las algas con la precisión, la delicadeza y la diligencia de un verdadero
gourmet.
Dos de ellos, más osados que los demás, vagaban por el océano de aquel mundo, nadando muy por encima de las algas mientras observaban lánguidamente su feudo.

Al cabo de poco tiempo ya podía identificar a cada individuo. Un crustáceo comenzó a mudar y se despojó del viejo esqueleto para dejar paso a uno nuevo. Después, aquella cosa transparente similar a un sudario quedó colgada rígidamente de una rama mientras su antiguo ocupante reanudaba la actividad con un caparazón nuevo y pulido. A otro le faltaba una pata. ¿Producto de un combate de garras contra garras, quizá por el afecto de una espléndida belleza virgen?

Desde ciertos ángulos, la parte superior del agua actuaba como un espejo, y un crustáceo veía su propio reflejo. ¿Sería capaz de reconocerse? Lo más probable es que viese un crustáceo más. Desde otros ángulos, el grosor del cristal curvo los agrandaba, lo que permitía distinguir cómo eran realmente. Advertí, por ejemplo, que tenían bigotes. Dos de ellos subieron a la superficie e, incapaces de romper la tensión de ésta, rebotaron. Luego, enhiestos, y un poco sorprendidos, imagino, se dejaron caer con suavidad hacia el fondo, entrecruzando despreocupadamente las extremidades, o así parecía, como si la hazaña fuese rutinaria y no mereciera la pena hablar de ello. Imperturbables.

Me figuraba que si yo era capaz de ver claramente un crustáceo a través del cristal curvo, él también podría verme a mí, o al menos distinguir el gran disco negro, con una corona parda y verde, de mi ojo. En ocasiones, cuando observaba alguno agitarse entre las algas, era como si se detuviera y se volviese para mirarme. Habíamos establecido un contacto visual. Me preguntaba qué creería estar viendo.

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