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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (5 page)

BOOK: Miles de Millones
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No creo que el modo de aguzar la punta de piedra de una lanza o de emplumar una flecha esté impreso en nuestros genes, pero apuesto a que sí lo está la atracción por la caza. La selección natural contribuyó a hacer de nuestros antepasados unos soberbios cazadores.

La más clara prueba del éxito del estilo de vida del cazador-recolector es el simple hecho de que se extendió por seis continentes y duró millones de años (por no mencionar las tendencias cinegéticas de primates no humanos). Estos números hablan con elocuencia.

Tales inclinaciones tienen que seguir presentes en nosotros después de 10.000 generaciones en las que matar animales fue nuestro valladar contra la inanición. Y ansiamos ejercerlas, aunque sea a través de otros. Los deportes de equipo proporcionan una vía.

Una parte de nuestro ser anhela unirse a una minúscula banda de hermanos en un empeño osado e intrépido. Podemos advertirlo incluso en los videojuegos y juegos de rol tan populares entre los varones preadolescentes y adolescentes. Todas las virtudes masculinas tradicionales —laconismo, maña, sencillez, precisión, estabilidad, profundo conocimiento de los animales, trabajo en equipo, amor por la vida al aire libre— eran conductas adaptativas en nuestra época de cazadores-recolectores.

Todavía admiramos estos rasgos, aunque casi hemos olvidado por qué.

Al margen de los deportes, son escasas las vías de escape accesibles. En nuestros varones adolescentes aún podemos reconocer al joven cazador, al aspirante a guerrero: salta por los tejados, conduce una moto sin casco, alborota en la celebración de una victoria deportiva. En ausencia de una mano firme, es posible que esos antiguos instintos se desvíen un tanto (aunque nuestra tasa de homicidios sigue siendo aproximadamente la misma que la de los cazadores-recolectores supervivientes). Tratamos de que ese afán residual por matar no se vuelque en seres humanos, algo que no siempre conseguimos.

Me preocupa lo poderosos que pueden llegar a ser los instintos de la caza. Me inquieta que el fútbol de la noche del lunes no sea una vía de escape suficiente para el cazador moderno para ellos mismos por varias razones: porque sus economías solían ser saludables (muchos disponían de más tiempo libre que nosotros); porque, como nómadas, tenían escasas posesiones y apenas conocían el hurto y la envidia; porque consideraban la codicia y la arrogancia no ya males sociales, sino algo muy próximo a la enfermedad mental; porque las mujeres poseían un auténtico poder político y tendían a constituir una influencia estabilizadora y apaciguadora antes de que los chicos varones echaran mano de sus flechas envenenadas, y porque, cuando se cometía un delito serio —un homicidio, por ejemplo— era el grupo quien, colectivamente, juzgaba y castigaba.

Muchos cazadores-recolectores organizaron democracias igualitarias. No había jefes. No existía una jerarquía política o corporativa por la que soñar en ascender. No había nadie contra quien rebelarse.

Así pues, varados como estamos a unos cuantos centenares de siglos de donde deberíamos estar, y viviendo como vivimos, aunque no por culpa nuestra, una época de contaminación ambiental, jerarquía social, desigualdad económica, armas nucleares y perspectivas menguantes, con las emociones del pleistoceno pero sin las salvaguardias sociales de entonces, quizá pueda perdonársenos un poco de fútbol el lunes por la noche.

Equipos y tótems

Los equipos asociados con ciudades tienen nombres: los Lions [leones] de Seibu, los Tigers [tigres] de Detroit, los Bears [osos] de Chicago. Leones, tigres y osos, águilas y págalos, llamas y soles... Tomando en consideración las diferencias ambientales y culturales, los grupos de cazadores-recolectores de todo el mundo ostentan nombres similares, a veces llamados tótems.

Durante los muchos años que pasó entre los !kung, bosquimanos del desierto de Kalahari, en Botswana, el antropólogo Richard Lee elaboró una lista de tótems típicos (véase columna derecha del cuadro), por lo general anteriores al contacto con los europeos. Los Pies Cortos son, en mi opinión, primos de los Red Sox [medias rojas] y los White Sox [medias blancas]; los Luchadores, de los Raiders [asaltantes], los Gatos Monteses, de los Bengals [tigres de Bengala]; los Cortadores, de los Clippers [esquiladores]. Lógicamente, existen diferencias según los distintos estadios tecnológicos y, quizás, el diverso grado de modestia, autoconocimiento y sentido del humor. Es difícil imaginar un equipo de fútbol americano que se llamara los Diarreas, los Charlatanes (sería mi favorito, pues estaría formado por hombres sin problemas de autoestima) o los Dueños (en este caso la gente pensaría de inmediato en los jugadores que lo integrasen, lo que causaría no poca consternación a los auténticos propietarios del club).

De arriba abajo se relacionan nombres «totémicos» dentro de las siguientes categorías: aves, peces, mamíferos y otros animales; plantas y minerales; tecnología; personas, indumentaria y ocupaciones; alusiones míticas, religiosas, astronómicas y geológicas, y colores.
Equipos de baloncesto de la NBA de Estados Unidos
Equipos de fútbol americano de la liga nacional de Estados Unidos
Equipos de la primera división de Béisbol de Japón
Equipos de la primera división de béisbol de Estados Unidos
Nombres de grupos !Kung
Halcones
Cardenales
Halcones
Arrendajos
Osos Hormigueros
Rapaces
Águilas
Golondrinas
Cardenales
Elefantes
Gamos
Halcones
Carpas
Oropéndolas
Jirafas
Toros
Cuervos
Búfalos
Mantarrayas
Impalas
Osos Grises
Págalos
Leones
Merlines
Chacales
Lobos Grises
Delfines
Tigres
Cachorros
Rinocerontes
Avispas
Osos
Ballenas
Tigres
Antílopes
Pepitass de Oro
Tigres de Bengala
Estrellas de Mar
Serpientes de Cascabel
Gatos Monteses
Esquiladores
Picos
Bravos
Expos
Hormigas
Calor
Broncos
Luchadores
Bravos
Piojos
Pistones
Potros
Marinos
Cerveceros
Escorpiones
Cohetes
Jaguares
Dragones Gigantes
Regateros
Tortugas
Espuelas
Leones
Oriones
Indios
Melones Amargos
Supersónicos
Panteras
Ola Azul
Gemelos
Raices Largas
Jinetes
Arietes
Yanquis
Raices Medicinales
Celtas
Reactores
Medias Rojas
Enyugados
Reyes
Bucaneros
Medias Blancas
Cortadores
Antiguos Holandeses
Corceles
Atletas
Charlatanes
Inconformistas
Adalides
Metropolitanos
Fríos
Lacustres
Vaqueros
Reales
Diarreas
Encestadores
Los del 49
Filadelfienses
Luchadores Miserables
Trotadores
Petroleros
Piratas
Luchadores
Los del 76
Embaladores
Marineros
Dueños
Pioneros
Patriotas
Batidores
Penes
Guerreros
Asaltantes
Gigantes
Pies Cortos
Jazz
Pieles Rojas
Ángeles
Mágicos
Santos
Padres
Soles
Metalúrgicos
Astros
Brujos
Vikingos
Rocosos
Gigantes
Rojos
Pardos
Capítulo
4
L
A MIRADA DE DIOS, Y EL GRIFO QUE GOTEA

Cuando te alzas por el horizonte oriental, colmas cada comarca con tu belleza [...]. Aunque te halles lejos, tus rayos están en la Tierra

E
KNATÓN
,
Himno al Sol
(h. 1370 a. de C.)

E
N EL EGIPTO FARAÓNICO DE LA ÉPOCA DE EKNATON
, la ahora extinguida religión monoteísta que adoraba al Sol consideraba que la luz era la mirada de Dios. Por aquel entonces la visión se concebía como una especie de emanación que procedía del ojo. La vista era algo así como un radar, que alcanzaba y tocaba los objetos contemplados. El Sol —sin el cual poco más que las estrellas resultaba visible— bañaba, iluminaba y calentaba el valle del Nilo. Habida cuenta de la física del tiempo y de la existencia de una generación de adoradores del Sol, tenía cierto sentido describir la luz como la mirada de Dios. Tres mil trescientos años más tarde, una metáfora más profunda, aunque mucho más prosaica, proporciona una mejor comprensión de la luz.

Estamos sentados en la bañera y el grifo gotea. Una vez cada segundo, por ejemplo, una gota cae en la tina. Esta gota genera una onda que se extiende formando un círculo perfecto y bello, y cuando llega a los bordes de la bañera rebota. La onda reflejada es más débil y después de uno o más rebotes ya no logramos distinguirla.

Nuevas ondas llegan a los límites de la bañera, cada una provocada por otra gota que cae del grifo. Un pato de goma sube y baja al paso de cada onda. El nivel del agua está claramente un poco más alto en la cresta de la onda que se mueve y algo más bajo en el valle entre dos crestas.

La «frecuencia» de una onda es sencillamente el tiempo transcurrido entre el paso de dos crestas por el punto de observación, en este caso, un segundo. Como cada gota crea una onda, la frecuencia equivale al ritmo de goteo. La longitud de onda es sencillamente la distancia entre crestas sucesivas, en este caso del orden de 10 centímetros. Ahora bien, si cada segundo pasa una onda y median 10 centímetros entre una y otra, su velocidad es de 10 centímetros por segundo. La velocidad de una onda, concluimos después de reflexionar por un instante, es la frecuencia multiplicada por la longitud de onda.

Las ondas en una bañera y las olas del océano son bidimensionales; se propagan como círculos sobre la superficie del agua a partir de un punto. Las ondas sonoras, en cambio, son tridimensionales, es decir, se difunden por el aire en todas direcciones a partir de su punto de origen. En las crestas de una onda sonora el aire está algo comprimido; en los valles, el aire se enrarece. Nuestro oído detecta esas diferencias de presión. Cuanto más a menudo llegan (cuanto mayor es la frecuencia), más agudo es el tono.

Los tonos musicales dependen exclusivamente de la frecuencia de las ondas sonoras. La nota do mayor es el tono correspondiente a 263 vibraciones por segundo (los físicos dirían 263 hercios)
[4]
. ¿Cuál sería la longitud de onda del do mayor? ¿Qué distancia habría entre cresta y cresta si las ondas sonoras fuesen visibles? Al nivel del mar, el sonido se desplaza a unos 340 metros por segundo (1.224 kilómetros por hora). Al igual que en la bañera, la longitud de onda será la velocidad de la onda dividida por la frecuencia, alrededor de 1,3 metros para el do mayor (aproximadamente la estatura de un niño de nueve años).

Existe una suerte de acertijo concebido para confundir a la ciencia y que dice algo así: «¿Qué es un do mayor para una persona sorda de nacimiento?» Pues lo mismo que para el resto de nosotros: 263 hercios, una frecuencia determinada y única correspondiente a esta nota y a ninguna otra. Si uno no es capaz de oírla directamente, puede percibirla de forma inequívoca con un amplificador de sonido y un osciloscopio. Claro está que se trata de una experiencia distinta de la percepción humana habitual de las ondas sonoras, porque emplea la vista en lugar del oído, pero ¿qué más da? Toda la información se encuentra allí. Es posible captar acordes,
staccato, pizzicato y
timbre. Podemos asociarla con las otras veces que hayamos «oído» el do mayor. Tal vez la representación electrónica del do mayor no sea comparable en lo emotivo a la sensación auditiva, pero incluso esto puede ser cuestión de experiencia. Dejando al margen genios como Beethoven, uno puede ser más sordo que una tapia y aun así «experimentar» la música.

Ésta es también la solución de un antiguo enigma: si un árbol cae en el bosque pero no hay allí nadie para oírlo, ¿se produce un sonido? Desde luego que no, si definimos el sonido en términos de un oyente. Pero ésta es una definición excesivamente antropocéntrica. Resulta evidente que, si el árbol cae, creará ondas sonoras que puede detectar, por ejemplo, una grabadora; al reproducirlas reconoceremos el sonido de un árbol al caer en un bosque. No hay ningún misterio en ello.

Pero el oído humano no es un detector perfecto. Existen frecuencias (por debajo de 20 oscilaciones por segundo) que son demasiado bajas para que podamos oírlas, aunque las ballenas se comunican perfectamente en esos tonos. De igual manera, hay frecuencias (por encima de las 20.000 oscilaciones por segundo) demasiado altas para el oído humano, si bien los perros las detectan sin dificultad (recordemos que responden cuando se los llama con un silbato ultrasónico). Existen dominios sonoros —un millón de oscilaciones por segundo, por ejemplo— que son y serán siempre inaccesibles a la percepción humana directa. Aunque nuestros órganos sensoriales están magníficamente adaptados, tienen limitaciones físicas fundamentales.

Es natural que nos comuniquemos a través del sonido. Otro tanto hacen nuestros parientes primates. Somos gregarios y mutuamente interdependientes; tras nuestro talento comunicativo subyace, pues, una auténtica necesidad. A lo largo de los últimos millones de años nuestro cerebro creció a un ritmo sin precedentes, y en la corteza cerebral se desarrollaron regiones especializadas en el lenguaje. Nuestro vocabulario se multiplicó, con lo que cada vez pudimos expresar más cosas mediante sonidos.

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