—¿Dónde estabas? —preguntó a modo de saludo, a la vez que arrancaba el coche.
Estaba malhumorado y tenía unas ganas de pelea enormes, pero no le concedería el placer de discutir; estaba demasiado absorta pensando en Cristianno.
—Me entretuve recogiendo mis cosas.
—Ya, claro.
El resto del trayecto estuvimos en silencio. Valentino resoplaba de vez en cuando o apretaba el volante con fuerza. Se saltó varios semáforos y casi atropella a una anciana cuando entró en mi calle.
Me despedí de él, pero no sirvió de nada porque vino detrás de mí. Seguramente se quedaría a comer.
Giancarlo nos abrió la puerta y enseguida desapareció. Valentino así se lo habría indicado con antelación. Quise irme a mi habitación, pero lo impidió cerrándome el paso.
Me miró tranquilamente, meditando qué hacer, hasta que me soltó un bofetón. Abrí los ojos de par en par, aturdida.
—Te dejarán en el colegio y yo te recogeré. Por la tarde estarás en casa y los fines de semana olvídate de salir. Solo lo harás conmigo o con algún familiar —sentenció.
Hablaba de mi condena como si fuera la lista de la compra.
—¿A qué se debe esto? —Di un paso al frente, recuperándome de mi desconcierto.
Me daba igual que me volviera a pegar.
—A que no sabes estarte quietecita. Se te advirtió que no te acercaras a Cristianno y sigues en tus trece. ¿Crees que no te he visto? No dejaré que seas una de sus furcias.
Ahora era yo quien empezó a pegar manotazos.
—Nadie me da órdenes y menos un gusano asqueroso como tú. Déjame a mi decidir si quiero o no ser su furcia.
Me largué de allí dejándole confundido. No comprendía por qué se habían propuesto amargarme la vida. Algún motivo había, pero ¿cuál?, ¿qué estaba ocurriendo que yo no supiera?
Kathia
Si pensaba que Valentino no cumpliría su palabra, estaba totalmente equivocada. Iba por el segundo día de mi condena y era una tortura china. Apenas podía hablar con Cristianno; apenas podía estar con mis amigos.
Dejaba que pasaran lo días esperando a… ¿qué? ¿Qué esperaba? Estaba claro que no me levantarían aquel castigo y Enrico no podía estar protegiéndome todo el tiempo porque tenía una comisaría que llevar y estaba hasta arriba de trabajo. Aun así, él era el único en casa que seguía apoyándome.
Aquella noche me costó conciliar el sueño. Ni siquiera era la una de la madrugada, cuando ya me preparaba para pasar una larga noche en vela. Respiré hondo, me arropé y cerré los ojos intentando dormir. Pero en lugar de eso me vino a la mente un pensamiento: era jueves y se acercaba un terrorífico fin de semana.
El sábado se inauguraba la galería de arte de mi hermana. Eso suponía una mañana de compras con mi madre y las arpías de sus amigas, y una sesión de belleza de más de cuatro horas. El domingo iríamos a misa (por petición de mi madre, que quería limpiar su conciencia la muy hipócrita) y después iríamos a Latina, el pueblo donde vivía mi aburrida tía Mariella (hermana de mi madre) y su torpe (aunque forrado) marido Danilo Pirlo. Ellos eran los padres de Marcello, el amante de mi hermana.
Vamos, un fin de semana tan exasperante que me entraban picores.
De repente, el sonido de mi móvil me sobresaltó de tal manera que casi me caigo de la cama. Lo cogí como pude y vi en la pantalla un número que no conocía. Tal vez era Erika, queriendo al fin hablar conmigo.
—¿Sí? —pregunté.
—La noche es fresca, pero agradable. Cielos despejados e insomnio preocupante.
La voz de Cristianno sonó jocosa y excitada. Contuve un pequeño grito de alegría y de nervios, y sonreí llevándome la mano al pecho para mantener el corazón en su sitio. Corría el riesgo de sufrir un infarto.
—¿Cómo sabes que tengo insomnio?
—Bueno, solo has tardado tres segundos en contestar.
—¿Cómo has conseguido mi número de teléfono?
—Daniela.
Tendría que haberlo imaginado.
—¿Cómo va el castigo? —Entonces se puso más serio.
Suspiré. Les había contado que no podía salir porque mis padres me habían castigado por enfrentarme a ellos. Cristianno sabía que mentía; en realidad, todo el grupo se dio cuenta de que mentía, a excepción de Eric y Luca que parecían estar abducidos.
—Lo sobrellevo.
—Mentirosa.
—Está bien… Estoy hecha una mierda, pero a ti qué más te da.
Entrecerré los ojos, nerviosa, a la espera de su réplica.
—Me importa, ¿sabes? Lo estoy pasando mal. —Sabía que estaba exagerando. Comenzaba a conocer la voz que ponía cuando su intención era bromear—. ¿A quién voy a molestar ahora?
—Imbécil.
—¿Sí? Pues, adiós.
Colgó dejándome con la boca abierta. Solté un sonrisilla nerviosa, no podía creer que me hubiera colgado por llamarle imbécil. Ya debía de estar acostumbrado, no dejaba de decírselo.
Tragué saliva y me atusé el cabello antes de que volviera a sonar el móvil. Era el mismo número.
Lo cogí dispuesta a insultarle y a colgarle antes de que pudiera replicar. Pero no tuve oportunidad de hablar.
—¿Te escaparías?
—¿Qué?
¡Escaparme con él! Vaya, sí que le había dado fuerte, y ni siquiera nos habíamos besado, es más, solo llevábamos un par de días hablando como personas civilizadas.
—¿Te vendrías conmigo ahora mismo?
—¿Primero me cuelgas y ahora me pides que me escape contigo?
—Solo ha sido una broma. —Soltó una carcajada, pero también lo noté algo nervioso—. Estarás de vuelta antes de que despierten, lo prometo.
No hacía falta que me convenciera, había aceptado desde el primer momento.
—Está bien, ¿dónde vamos?
—Eso no te lo voy a decir. Tendrás que confiar en mí.
Miré a mi alrededor, me levanté de la cama y cogí unos vaqueros mientras hacía equilibrios con el teléfono entre mi hombro y mi mejilla.
—De acuerdo, ¿dónde quedamos?
—Estoy en tu casa, en la puerta de atrás. Tienes cinco minutos como máximo para que puedas escapar sin que te vea el guardia.
Le colgué y comencé a vestirme. Ni siquiera me dio tiempo a ponerme nerviosa porque Cristianno hubiera venido hasta mi casa para estar conmigo. Solo quería reunirme con él lo antes posible.
Cristianno
Se acercó a la valla y apoyó un pie en ella antes de impulsarse y comenzar a trepar. Llevaba unos vaqueros ceñidos, una camiseta y una chaqueta blanca que le cubría el cuello. La cogí de la cintura y la ayudé a saltar. Aunque no necesitaba mi ayuda, era muy ágil.
Corrimos hacia el Bugatti y nos agachamos hasta que los guardias pasaron de largo. No podía arrancar, nos descubrirían.
Kathia sonrió agitada y me contagió. Le tapé la boca para que no sonara su risa, ella me mordió.
—Serás…
Ahora era ella quien me tapaba la boca. Volvió a sonreír con el pelo en la cara; estaba guapísima.
Los guardias se marcharon y arranqué el coche saliendo de allí a toda prisa.
Todavía no podía creer que estuviera allí con ella, en mi coche. Había ido hasta su casa y la había ayudado a escapar. Nunca había hecho algo parecido; estaba emocionado.
¿Adónde íbamos? La quería llevar a un lugar que nadie conocía. Era mi escondite, mi refugio, pero, sin saber por qué, necesitaba compartirlo con ella.
Me urgió fumar. Encendí un cigarrillo observando de reojo la carretera. Kathia estaba echada en el asiento con el codo apoyado en la ventana. Miraba el paisaje.
«Bien, Cristianno, concéntrate en la carretera. Ya has conseguido lo que querías; está sentada a tu lado.»
Justo en el momento en que coloqué el cigarrillo entre mis labios, ella se removió en su asiento y me miró. Sonrió y se acercó a mí para robarme el pitillo.
—¿Te importa? —me dijo, dándole una calada.
Negué con la cabeza mientras fruncía ceño. No sabía que fumara. Me examinó; miró mis piernas, observó mis brazos, perfiló mi tórax y se detuvo en mi cara…, como si me tocara.
«La carretera, Cristianno. Solo la carretera.»
—¿Piensas devolvérmelo? —pregunté sonriente.
Colocó el cigarro en mi boca, pero se entretuvo al hacerlo. Acaricié con mis labios uno de sus dedos. Se apartó, pero mantuvo su mirada juguetona. Estaba a punto de decirme algo.
—Así que te vuelvo loco ¿eh? —dijo mordiéndose el labio.
«No sabes cuánto.»
—Tampoco te lo creas, Kathia.
—Es la contestación que esperaba. —rió en el momento en que llegamos a nuestro destino.
Detuve el coche y me acomodé en el asiento sin dejar de observarla. Coloqué mi brazo detrás del respaldo de su asiento. Ella me miró extrañada, pero todavía con expresión traviesa.
—Admitir que me vuelves loco no me resulta difícil —dije con sorna—. Ahora, la cuestión es ¿por qué no lo admites tú? —enarqué las cejas dejando que ella se acercara.
—No creo que necesites repuesta. Tú ya la sabes. —Abrió la puerta y, sin salir del coche, descubrió la mansión detrás de las vías abandonadas.
No era un lugar hermoso (no podía serlo con aquella presencia tan desastrosa), pero para mí era importante. Aquellas paredes habían ocultado un millón de veces mis frustraciones. También habían sido mis consejeras. Era el lugar donde Kathia podía descubrir quién era yo. Tanto las facetas de chico agresivo, chulo, engreído, descarado y camorrista como las más ocultas que ella sabía sacar a la luz.
Salí del vehículo y lo rodeé hasta llegar a su puerta. La ayudé a salir del coche. Tendríamos que sortear tablones con clavos y zanjas cubiertas de cristales. Cogió mi mano y salió del Bugatti escudriñando el entorno. No dijo nada, solo miraba fascinada aquella mansión en ruinas.
Entrelacé mis dedos con los suyos. Kathia se sorprendió al verme hacer ese gesto sin saber que yo también estaba asombrado. Era la primera vez que cogía la mano de una chica de aquella forma.
Retiré la madera de la puerta y dejé que ella entrara primero. El vestíbulo estaba lleno de telarañas y de polvo. Había maderas y cristales por todas partes. La lámpara (que una vez lució hermosa en el techo de escayola labrado) se sostenía de un pequeño cable. Algún día caería y esparciría sus bolas de cristal por el suelo.
Kathia miró hacia la escalera y empezó a caminar entre las tablas. No se veía prácticamente nada, solo sombras, así que me acerqué a un taquillón y cogí un viejo candelabro. Aún tenía los restos de una vela. Aguantaría un rato.
—Creo que tenemos una gotera, cariño —sonrió poniendo sus brazos en jarras mientras observaba el techo.
Era cierto, había una gotera, pero no le hice caso. La última palabra que había pronunciado me había trastocado. Fruncí el ceño mientras me perdía en su afectuosa sonrisa. Dios, resultaba tan bella entre las sombras grisáceas y doradas de la vela…
—Podremos arreglarlo —dije acercándome a ella.
—¿A cuántas chicas has traído aquí?
—¿Perdona? —Me miró por encima del hombro.
—Quiero saber en qué posición estoy… —añadió con retintín, pero no dejé que se regocijara demasiado.
—La primera… —Lo dije rotundo y tan sincero que Kathia no pudo sostener mi mirada—. Eres la primera —reiteré queriendo dejar claro que era la primera en todos los sentidos de mi vida.
No supe si lo captó, pero mi corazón sí.
—Qué honor. —Se escudó en la ironía.
—Lo es, créeme. —Empecé a caminar por el vestíbulo.
Se atusó el cabello y retiró con la punta del pie un listón de madera que había en el suelo.
—Bueno y… ¿de qué conoces este lugar? —preguntó mirándome dubitativa.
—Lo descubrí cuando solo tenía seis años. Es mi refugio —confesé.
—¿De qué tiene que esconderse Cristianno Gabbana?
¿Cómo había descubierto que me escondía allí? Kathia traspasaba siempre mi fachada, y una vez más me hizo sentir inseguro. Nadie lo había logrado nunca.
Su expresión cambió; estaba más seria y su voz era más intensa.
—Supongo… —Era difícil admitirlo, pero tenía ganas de que lo escuchara—. Supongo que de mí mismo.
Nos miramos fijamente durante unos segundos (eternos y maravillosos) hasta que decidió romper el silencio.
Comenzó a caminar adentrándose en la que una vez fue la sala de música. Ya solo quedaba un antiguo piano, varios muebles y un sofá de terciopelo rojo agujerado. No pareció importarle el estado de aquella habitación. La observaba como si fuera el lugar más bonito del mundo. Era hermoso contemplarla mientras ella escudriñaba con atención cada detalle.
—¿Tú no tienes ningún escondite? —pregunté, curioso, acercándome al piano de cola que había en el centro de la sala.
Me miró y entrecerró los ojos, como pensando.
—Podría ser este. —Sonrió con timidez—. Si tú quieres, claro.
—Hay espacio suficiente para los dos.
Kathia se echó a reír mientras yo pulsaba las teclas con suavidad. Hacía mucho tiempo que no tocaba, pero la música afloró de mis dedos con agilidad.
Toqué la primera melodía que se me ocurrió sin saber que ella la reconocería. Se colocó frente a mí (dejando el piano entre los dos) y me contempló con firmeza.
—¿Es Zack Hemsey? —Lo confirmaba más que preguntaba.
—Así es. —Sonreí por lo bajo—. Concretamente la instrumental de «Changeling». ¿La conoces?
—Me encanta…
Me puso nervioso su tono melodioso. Tragué saliva y dejé de tocar. Me senté en el banco.
—¿Sabes tocar el piano? —me preguntó.
—Bueno… se puede decir que sí.
—No te pega ser modesto, Gabbana. —Apoyó los codos en el piano y sostuvo su cara con las manos.
—Terminé la carrera de música con quince años.
Era cierto. Con ocho años ya era un virtuoso y tocaba mejor que muchos del último curso.
Kathia abrió los ojos impresionada. Pero no parecía tomárselo a burla, realmente le interesaba.
—Todo un niño prodigio.
—Ya ves. No solo tú eres inteligente.
Kathia fingió enfadarse, pero enseguida sonrió. Bordeó el piano y se acercó a mí caminando lento.
—Toca algo —susurró.
—Ni lo sueñes.
Se fue a toda prisa hacia el sofá y se desplomó en él sin importarle lo sucio que pudiera estar. Mirándola, daba la sensación de que estaba en el mejor asiento del mundo.
—Venga, ¡hazlo!
Resoplé disponiendo mis manos sobre las teclas. No sabía si estaba preparado para aquello. Una parte de mí quería tocar (tocar para ella), pero la otra parte pensaba que era una estupidez. Jamás había tocado para alguien que no fuera mi madre y mi tía Patrizia. Ellas se volvían locas.