Kathia
Entré en el salón del piso de Cristianno aferrada a su mano. Graciella, la madre de Cristianno, fue la primera en vernos.
—¡Oh, Dios mío! —gritó lanzándose a por mí—. ¿Qué ha pasado?
Comenzó a inspeccionarme rápido, con la respiración agitada y con las manos temblorosas.
Silvano se levantó de su asiento seguido de Alessio y de sus hijos, Valerio y Diego. También pude ver a Enrico, que enseguida corrió hacia mí.
—No es suya… —masculló Cristianno, impotente.
Sabía lo que él estaba sintiendo porque en mi pecho no cabía más dolor. Mis ojos volvieron a inundarse, pero evité llorar. Tragué saliva cuando vi cómo Silvano miraba a su hijo. Todos los hombres de aquella sala se estaban hablando sin que nadie pudiera escucharles.
—¿De quién es? —preguntó Alessio con la vista fija en la sangre que cubría mi cuerpo.
Que Cristianno bajara la cabeza de aquella forma, les dio la respuesta que requería su tío.
—¡Cristianno! ¡Oh, joder, tío! ¿Estáis bien? —exclamó Mauro al entrar en el salón.
Me abrazó con fuerza y después miró a su alrededor. Alex y Eric también estaban allí.
—¿Dónde está mi hermano? —habló Silvano esperando que su hijo le mirara. No lo hizo hasta que gritó—: ¡Contesta!
Cristianno se humedeció los labios después de morderlos. Estaba totalmente desconsolado, afligido. Habían matado a su tío, a quien él tanto adoraba. Sus ojos reflejaban tanto la pena que sentía como la sed de venganza. No pude evitar volver a llorar y me aferré más fuerte a los brazos de Mauro. Enrico me miró frunciendo el ceño.
—¿Tú estabas allí? —murmuró discretamente, para que solo pudiera escucharle yo.
Asentí mientras Cristianno se pasaba una mano por el cabello y se desplomaba contra la pared.
—Llegué tarde… podría haberle salvado, pero no llegué a tiempo —dije en voz alta alejándome de Mauro.
Caminé hacia Silvano y le miré suplicando perdón.
—¡Lo siento muchísimo! ¡No pude salvarle! —exclamé a solo un metro de él.
Oculté mi rostro entre mis manos antes de sentir cómo me abrazaba. Pude ver como Alessio se desplomaba en el sofá.
—¿Dónde? —gruñó Diego.
—En los laboratorios… —suspiró Cristianno.
Graciella cogió la mano de su hijo.
—¿Quién había allí, Kathia? —me preguntó Valerio.
Me alejé de Silvano y le observé temerosa. Debía decirle que mi padre estaba allí y que seguramente dio la orden.
—Adriano y sus dos hijos. También estaba mi… padre… —Contuve el sollozo que resbalaba por mi garganta—. Dijeron que sus hombres irían después a recoger el cuerpo de Fabio.
Cristianno me contempló con fijeza. Me estaba acariciando con la mirada y todos se dieron cuenta. Toda la familia supo que estábamos juntos.
—Valerio, Diego, llamad a mis inspectores. Que vayan y levanten el cadáver. No quiero que toquen a mi hermano.
Me quedé allí plantada, en el centro del salón, contemplando la nada mientras todo el mundo se movía a mi alrededor. Cómo había cambiado mi vida en unos minutos.
Cristianno cogió mi mano y me arrastró con delicadeza hacia las escaleras. Me llevó a su habitación.
Cristianno
El nombre de Fabio me palpitaba en el pecho. Lo había perdido, había perdido a mi tío y había estado a punto de perder a Kathia. ¡Dios!, estaba tan colapsado que hasta me costaba respirar. ¿Cómo podía estar ocurriendo eso? Ya no volvería a ver a Fabio. Ya no escucharía su risa. Había muerto.
Las ansias de venganza me corroían, me ardían en la piel. Los mataría a todos, de eso no cabía ninguna duda. Los mataría lenta y agónicamente.
Me incorporé, reteniendo las ansias de llorar (no quería que Kathia me viera) y miré hacia el baño. Pude ver la silueta de su cuerpo desnudo dentro de mi ducha. Su cabello se extendía a lo largo de su espalda, pero me regaló el placer de ver su piel cuando se lo retiró a un lado para desprenderse del jabón. El cristal difuminaba la imagen, pero no me hacía falta ver más para saber lo perfectas que eran sus curvas. Era la primera vez que una chica entraba en mi habitación.
Salió de la ducha y comenzó a vestirse con la ropa que mi madre le había prestado. Continuaba cabizbaja, triste y dolorida por lo que había vivido. Sabía, tan bien como yo, que todo había cambiado. Que lo que tenía que ser el bonito inicio de una etapa se había convertido en un final abrumadoramente rápido. Debíamos estar preparados.
Se contempló en el espejo con pesadumbre mientras ocultaba algo entre sus manos.
Kathia me miró y caminó hacia mí lentamente. Ahora venía la peor parte. Debía explicarle por qué llevaba pistola, por qué sabía disparar… Todo.
Cerró los ojos y suspiró. Si decidía odiarme, estaba en todo su derecho. Le había mentido y no era una mentira pequeña. Matábamos a gente, extorsionábamos, traficábamos, hacíamos todo lo que pudiera imaginar al margen de la ley. Incluso tentar con la vida de todos los habitantes de un país, incluso de un continente. Éramos los dueños de Roma y los más ricos de Italia, pero no por nuestros negocios oficiales. Y sí, su familia se había enriquecido gracias a eso, y eran quienes eran gracias a nosotros.
La dejaría ir si me lo pedía, pero, si lo hacía, se llevaría mi corazón para siempre. Ya no habría vida después de Kathia.
—Soy un negocio, por eso mi padre quiere que me case con Valentino. Por eso mi madre discutía con mi abuela. Solo son negocios y tú estás en medio. —Ocultó su rostro—. No me lo puedo creer.
No pude mirarla, no podía enfrentarme a la mirada glacial de sus ojos.
—Kathia… —Intenté acercarme a ella, pero negó alzando una mano.
—Ahora no, Cristianno. Deberías haber hablado antes.
Cerré los ojos ante la negativa. Miró a su alrededor y se dirigió a la puerta.
—¿Te vas? —pregunté con un hilo de voz.
Kathia no respondió, solo asintió y salió por la puerta arrastrando sus pies.
No me lo había dicho con palabras, pero se había acabado.
Kathia
Me metí en el ascensor mientras Enrico me observaba expectante. No descubriría nada, mi rostro estaba inerte, no expresaba nada. En cambio, mi corazón palpitaba con fuerza y me gritaba que regresara con Cristianno.
Las puertas del ascensor se cerraron. Apreté los dientes y suspiré profundamente mirando el suelo.
—Todos estáis en esto, ¿verdad? —mascullé.
—Todos… y todos lo saben… excepto tú, hasta ahora —dijo, tímido. Él sabía que en ese momento le odiaba tanto como a Cristianno.
—¿Por qué no me lo dijiste, Enrico? —pregunté con una mirada acusadora.
—Porque esto no se puede contar… uno lo descubre con el tiempo. Pero tú no has estado aquí para saberlo antes.
—Entonces, ¿todo lo que estoy pensando es cierto? —Por mi cabeza pasaban asesinatos, tráfico de drogas, de armas… ¿Qué había peor que eso?
Enrico agachó la cabeza, no quería responder.
—Responde, Enrico —ordené.
—Todo lo que pienses es posible aquí, Kathia.
—Quiero que pronuncies la palabra que lo describe todo, Enrico. Quiero que la digas en voz alta. —Necesitaba escucharlo.
Necesitaba confirmar lo que mi mente me gritaba. Enrico me miró preocupado y esperó unos segundos. El ascensor se detuvo.
—Mafia… —susurró, saliendo del ascensor.
«Mafia…», me dije a mí misma.
Aquella palabra asustaba. Y lo peor de todo era que estaba enamorada de un… mafioso.
Kathia
Me tumbé en mi cama y comencé a llorar desconsoladamente. Aún no podía creer lo que había visto y todo lo que había descubierto. Mi familia, su familia… ¡eran mafiosas! Todos estaban dentro, incluso Enrico. Ahora comprendía muchas cosas. No soportaba la idea de pensar que Cristianno había matado, que él estaba metido hasta el cuello en todo esto. Ni siquiera se había esforzado en negarlo…, no podía negar la verdad.
Me había mentido, había estado mirándome a la cara sabiendo que yo era una moneda de cambio. Que era un negocio. Mi boda con Valentino no era más que un trueque de intereses. Un hermanamiento de familias para engrandecer los respectivos clanes.
Clanes. Mafia. ¿Por qué no se me ocurrió antes? Me abracé a la almohada. Si no lo vi antes fue porque no quise mirar. ¡Maldita necia!
Me levanté de golpe y corrí hacia el lavabo. Cerré la puerta y me metí vestida en la ducha para que el agua cubriese mis lágrimas. Aún tenía impregnado el olor de la sangre de Fabio, pero lo peor era que se mezclaba con el aroma de Cristianno.
Cristianno.
Comencé a restregarme con fuerza. Necesitaba borrar su huella de mi cuerpo. Quería olvidarle. Froté y froté hasta que rompí la tela. No dejé de llorar. ¿A quién quería engañar? Amaba a Cristianno.
Me acuclillé en la bañera, abrazándome a mis rodillas. Deseaba que el agua me arrastrara con ella. Quería desaparecer.
Entonces, el pequeño dispositivo que me había entregado Fabio se me cayó del pantalón. Lo contemplé durante unos segundos hasta que reaccioné y me lancé a por él. Salí de la bañera y comencé a secarlo deprisa. Debería habérselo dado a Cristianno, incluso a Enrico, pero se me había olvidado que lo tenía.
Me quedé observándolo hasta que sonaron unos golpes en la puerta. La voz de Sibila llegó desde detrás de la madera.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —preguntó temerosa.
Sibila tenía veintiséis años y trabajaba para mi familia desde hacía dos. Desde mi llegada, se había portado muy bien conmigo. Le abrí y me encontró empapada y desolada.
—¡Señorita!, pillará una pulmonía. —Se abalanzó a por una toalla y me la colocó alrededor del cuerpo mientras me llevaba a la cama.
—Qué más da.
Me apoyé en su hombro y volví a llorar. Solo que esta vez sentí cómo ella me abrazaba. No dijo nada, pero yo estaba segura de que conocía el motivo de mi llanto. Lo confirmé enseguida.
—No diga que estuvo en los laboratorios, por favor.
La miré con los ojos abiertos de par en par. Ella ya sabía lo que había ocurrido.
Acarició mi cabello mientras yo seguía observándola impactada.
—Le he dicho a su padre que estaba estudiando y que me había entregado estos papeles. —Me mostró la carpeta que el director me había dado. La había dejado a un lado nada más abalanzarme al lado de Fabio y no me había vuelto a acordar de ella—. Ya están firmados.
Cogí la carpeta sin dejar de mirar a Sibila, temblorosa. Las lágrimas me quemaban los ojos.
—¿Cómo la has conseguido? —balbucí.
—Enrico la encontró y vio su nombre en ella. Todos están muy nerviosos intentado descubrir a la persona a la que seguía Valentino, así que no puede decir nada. Carmina ya les ha comentado que usted lleva toda la tarde encerrada en su habitación. Solo nosotras tres sabemos la verdad, y así debe seguir siendo, ¿comprendido? —explicó con ternura. Me estaba protegiendo. Yo no sabía todavía a qué me enfrentaba.
Aunque estaba aterrorizada, parecía que aún debía sentir más miedo del que ya tenía. Si no, ¿por qué me protegía tanto la asistenta?
—De acuerdo… —me obligué a contestar.
Tragué saliva mientras observaba a Sibila caminar hacia la puerta. Se dio la vuelta y volvió a contemplarme con cariño. Estaba sufriendo tanto como yo.
—Debería deshacerse de esa ropa. Si la ven, sabrán que es de Graciella.
Sibila había descubierto también que había estado en el edificio Gabbana y que la madre de Cristianno me había prestado su ropa.
Asentí y enseguida me dirigí al ropero. Pronto tendría que bajar a cenar y debía prepararme para disimular si no quería que me descubrieran.
Salí de mi cuarto después de esconder bien el USB. Podría hacerme falta más adelante. De repente las palabras de Fabio al entregármelo se me agolparon en la cabeza. ¿Por qué me habría pedido que no le guardara rencor?
Bajé las escaleras recordando el día en el que me cogió entre sus brazos y me acunó hasta que me quedé dormida. Estábamos en Cerdeña; Fabio no había dejado de jugar conmigo durante todas esas vacaciones.
Cristianno
Con Fabio enterré mi relación con Kathia. El dolor que sentía me había llegado por partida doble, pero así lo había querido ella.
Alessio, mi padre y mis hermanos portaban sobre sus hombros el ataúd que encerraba el cuerpo de mi tío. Yo no tuve valor para hacerlo y caminé cabizbajo tras ellos. Más de uno lo tomó como un gesto deshonroso. Los que de verdad me importaban lo vivieron como una reacción ante el dolor.
Enrico también estaba entre ellos. Los Carusso pensaban que él estaba de su lado, y lo enviaban para que vigilara cualquier movimiento extraño, aprovechando la buena relación que tenía con nosotros. Lo que ellos no sabían era que en realidad Enrico los seguía de cerca a ellos.
El padre Matteo abrió las puertas del panteón Gabbana. Allí, con sus nombres grabados en la piedra de las lápidas, descansaban los cuerpos de nuestros familiares. Seguramente, muchos de ellos estarían ardiendo en el infierno por las atrocidades cometidas en vida.
El resplandor de las velas iluminaba el lugar. Pintados en el techo había un cielo, con ángeles y dioses, y las puertas del paraíso trazadas con pan de oro. Ese cielo se extendía alrededor de una bóveda de cristal oscuro que dejaba entrever la luz del verdadero cielo.
Suspiré y ahogué un gemido en el momento en que se escuchaba un trueno. Estaba a punto de llover.
Colocaron el ataúd dentro de una tumba de piedra situada en el centro del panteón. Después de la misa, que se oficiaría en un mes, lo retirarían para unirlo a los demás difuntos.
Contuve las lágrimas. Fabio decía que un Gabbana no podía ser débil, pero jamás me dijo qué se debía hacer en ese tipo de situaciones. Sentí el calor de los brazos de mi madre acariciando mi espalda. La miré de soslayo y cerré los ojos intentando evitar llorar. Ella sabía lo que sentía. Y también sabía que yo era quien más había perdido.
Kathia.
Llevaba dos días sin verla, sin saber de ella. Solo había podido sacarle unas palabras a Enrico. En ese tiempo apenas había salido de su habitación. Ni siquiera había asistido a clase; había fingido encontrarse mal.
Daniela y Luca (también allí presentes con sus respectivas familias: los Ferro y los Calvani) estaban preocupados porque tampoco habían podido hablar con ella. Kathia debía estar procesando todo lo que había descubierto: que sus amigos también formaban parte de mi mundo.