Read Misterio en la casa deshabitada Online
Authors: Enid Blyton
—Aquí tienes —dijo a Fatty—. Redacta una nota a tu manera y fírmala. ¿Cómo te llamas?
—Federico Trotteville —murmuró Fatty sombríamente.
—Así supongo que te llamas Freddi, ¿no es eso? —coligió el hombre de labios delgados—. En este caso, firma la carta con ese diminutivo, y yo me encargaré de echarla por la ventana. Tú no les dirás ni una palabra.
—Tenemos que irnos —instó el de la cara colorada consultando su reloj—. Ya es hora. Aquí todo está a punto. Cuando echemos el guante al resto de estos entrometidos chavales, les encerraremos hasta que demos fin a nuestra tarea. ¡No se morirán por estar uno o dos días sin comer en una habitación vacía!
Ambos hombres salieron del aposento. Fatty oyó girar la llave en la cerradura. Estaba prisionero. Sombríamente miró la puerta cerrada. ¡En qué berenjenal se había metido! Toda la culpa era suya, pero no estaba dispuesto a comprometer a los demás. ¡Jamás lo permitiría! Aunque aquellos hombres le moliesen a golpes, no se prestaría a secundar sus planes.
Fatty percibió los pasos de los hombres por la escalera sin alfombrar. Luego oyó el rumor de la puerta principal y el zumbido del motor de un coche.
Una vez fuera los hombres, probó de abrir la puerta. Pero, naturalmente, estaba cerrada con llave. Entonces acercóse a la ventana. Afuera estaba oscuro como boca del lobo. Tras abrir la ventana, palpó los barrotes de la reja. Hallábanse tan sujetos entre sí, que no había posibilidad de deslizarse entre ellos. ¡Estaba prisionero!
Fatty fue a sentarse de nuevo, tiritando. El miedo y el frío invernal no le dejaban sosegar. Al ver la estufa eléctrica decidió encenderla. ¡Lo menos que podía hacer era calentarse un poco!
Tras enchufar la estufa, contempló sombríamente la hoja de papel. ¡Qué mal detective había sido! ¿Era posible que se hubiese dejado cazar de aquel modo? ¡Qué fracaso! Sus compañeros no volverían a admirarle jamás.
«Estoy dispuesto a no escribir esa carta, —pensó el muchacho.»
Pero temblaba sólo de pensar en el castigo que le aguardaba si no lo hacía.
De pronto se le ocurrió una idea realmente genial. Por espacio de unos instantes reflexionó sobre ello. Sí... la cosa daría resultado si los demás eran lo suficientemente suspicaces para captarla.
«Escribiré una carta invisible en esta hoja de papel y otra con tinta —se dijo Fatty. Apuesto a que Pip y los demás la someterán a una prueba para comprobar si contiene algún mensaje secreto. ¡Caracoles! ¡Qué excelente idea! ¡Escribir dos cartas en una hoja sola, una visible y otra invisible! ¡Apuesto a que esos individuos no caerán en «eso»!»
El muchacho examinó la hoja de papel. Sobre ella figuraban unas tenues rayas para facilitar la escritura. ¡Podría escribir la carta secreta «entre» dichas rayas y la otra «sobre» ellas! De ese modo, cuando los demás hiciesen la prueba para ver si había algún mensaje secreto, podrían leer su verdadera carta sin dificultad.
Fatty advirtió que le temblaban las manos de excitación. ¡Qué magnífica oportunidad para hacer algo digno de admiración! Debía pensar cuidadosamente en el texto de su carta. Los hombres que utilizaban aquella habitación eran unos desalmados que habían convertido aquel lugar en punto de reunión para tramar sus fechorías. Era preciso pararles los pies. Sin duda, por entonces estaban embarcados en algún asunto de envergadura, y Fatty se hizo el firme propósito de desbaratarles los planes.
Tras sacarse una aplastada naranja del bolsillo, el chico buscó un vaso con la mirada. Por fin, descubrió uno sobre el estante y, exprimiendo en él la naranja, tomó la pluma proporcionada por los hombres. Afortunadamente, dicha pluma tenía la plumilla limpia y nueva.
¿Qué carta escribiría primero, la visible o la invisible? Fatty optó por empezar por la visible, pues entonces resultaría más fácil escribir la invisible sin temor a superponer ambos textos. La primera decía:
«Queridos Pesquisidores:
He hecho un magnífico descubrimiento, terriblemente emocionante. No puedo salir de aquí, porque debo vigilar algo... pero quisiera mostrároslo. Venid todos cuanto antes y os abriré la puerta cuando llaméis. Vuestro,
FREDDIE.»
El mensaje se ajustaba perfectamente a lo ordenado por los hombres. Pero los Pesquisidores comprenderían al punto que había gato encerrado cuando viesen el nombre «Freddie» al pie de la misiva, ya que el chico solía firmar «Fatty» en tales ocasiones.
A continuación, Fatty procedió a escribir la segunda carta con tinta invisible, o mejor dicho, con zumo de naranja. Dicha carta rezaba así:
«Queridos Pesquisidores:
No hagáis caso de la carta visible. Estoy prisionero aquí. No sé de qué se trata, pero puedo adelantaros que se está maquinando una sucia fechoría. Poneos en contacto con el inspector Jenks INMEDIATAMENTE y contádselo todo. Él sabrá lo que hay que hacer. No os acerquéis por aquí ninguno de vosotros. Siempre vuestro,
FATTY.»
Con esto quedó llena la hoja de papel, sin un solo trazo de la carta secreta visible; tan sólo podían leerse las breves frases del texto escrito con tinta. Fatty no cabía en sí de satisfacción. Al presente, con tal que los demás adivinasen que había un mensaje secreto, todo se arreglaría.
«El inspector Jenks dispondrá lo que hay que hacer, —se dijo Fatty.»
Era consolador pensar que su buen amigo, el inteligente y poderoso inspector de policía, iba a enterarse de aquel extraño caso. Fatty evocó su elevada figura, su cara anchota y jovial, su cortesía, su sagacidad.
Por entonces eran aproximadamente las seis de la mañana. Fatty bostezó. Apenas había podido dormir aquella noche. Estaba hambriento y fatigado. ¡Menos mal que la estufa había calentado el ambiente! Una vez más, el chico instalóse en el sofá y se quedó dormido.
Le despertaron los hombres, a su regreso a la habitación. Fatty se incorporó, parpadeando. A la sazón filtrábase luz de día por la ventana.
El hombre de los labios delgados tomó la carta de encima de la mesa y, tras leerla en silencio, tendióla a su compañero.
—Perfectamente —comentó éste—. Echaremos el guante a toda esta pandilla de mocosos y les daremos una buena lección. ¿Piensan acudir todos aquí, muchacho?
—Lo ignoro —repuso Fatty—. Probablemente, no. Lo más probable es que sólo vengan uno o dos.
—En tal caso cabe suponer que irán a enseñar la carta a los demás y volverán todos juntos —infirió el de los labios delgados—. Estaremos al acecho. Nos esconderemos en el jardín para sorprenderlos. Jarvis está abajo en este momento y podrá ayudarnos también.
Los hombres abrieron unas latas de conserva y desayunaron, limitándose a dar al hambriento Fatty un pequeño «sándwich» de jamón, que el muchacho engulló en un santiamén. De pronto, los dos sujetos repararon en el vaso lleno de zumo de naranja, y uno de ellos lo cogió, mirándolo con recelo.
—¿Qué es esto? —inquirió, oliéndolo, intrigado—. ¿De dónde ha salido?
—Es zumo de naranja —explicó Fatty, bebiéndoselo—. Llevaba una naranja y la he exprimido. ¿Acaso está prohibido tener sed?
El chico depositó el vaso en la mesa. Al parecer, los hombres cesaron de prestarle atención, pero empezaron a hablar en voz baja, valiéndose de nuevo del idioma desconocido. Fatty estaba francamente preocupado. ¿Acudirían pronto sus compañeros? A buen seguro, en cuanto uno de ellos descubriese que no había regresado a casa, irían todos a buscarle. ¿Qué estarían haciendo los Pesquisidores en aquel momento.
De hecho, los cuatro muchachos preguntábanse cómo le habría ido a Fatty aquella noche. Bets estaba inquieta. Sin saber por qué, sentíase realmente ansiosa.
—Confío en que Fatty esté sin novedad —repetía a Pip una y otra vez—. ¡Ojalá no le haya pasado nada!
—¿Cuántas veces lo repetirás? —gruñó Pip, enojado—. ¡Creo que lo has dicho ya veintitrés veces! ¡Pues claro que está sin novedad! ¡Probablemente saboreando un opíparo desayuno en este momento!
Larry y Daisy pasaron por casa de sus amigos a poco de desayunar, con expresión contrariada.
—Hemos de tomar el autobús para llevar unas cosas a nuestra tía —refunfuñó Daisy—. ¡Qué fastidio! ¡Con la ilusión que nos hacía saber si Fatty había averiguado algo! Tú y Bets tendréis que ir a ver si está en casa, Pip.
—En tal caso, es posible que se llegue por aquí —dijo Pip—. ¡Ah, es verdad! ¿Traéis a «Buster»? Si os parece, le llevaré a casa de Fatty.
Pero su madre no le dejó salir hasta las doce, pues se empeñó en que él y Bets tenían que poner en orden sus armarios, tarea que Pip detestaba profundamente, porque requería horas y horas. Sin cesar de refunfuñar, el muchacho empezó a esparcirlo todo por el suelo.
—¡Oh, Pip! —suplicó Bets—. ¡Procuremos terminar cuanto antes! Estoy impaciente por saber si Fatty ha regresado a casa sin novedad.
«Buster» bullía de acá para allá, husmeando todo lo que los chicos sacaban de los armarios. El perrito estaba inquieto y desazonado. Su amado dueño no había ido a buscarle a casa de Larry la noche anterior y, para colmo, era ya muy avanzada la mañana y nadie habíale llevado aún al lado de Fatty. ¡Y no sólo eso! Sino que, al parecer, no tenían intención de dejarlo volver solo. Sentíase tan desdichado, que incluso cojeaba más que de costumbre, pese a que tenía la patita casi curada.
Por fin, los armarios quedaron listos, y Pip y Bets obtuvieron permiso para salir a pasear por la nieve. Tras ponerse sus abrigos y sombreros, llamaron a «Buster» con un silbido y encamináronse a casa de Fatty.
Una vez franqueada la puerta del jardín, emitieron el silbido que les servía de señal, sin obtener respuesta.
—¿Ah, sois vosotros? —exclamó una criada, asomando la cabeza al pasillo—. ¡Creí que era el señorito Federico! El muy travieso no ha dormido aquí esta noche. Supongo que habrá pasado la noche con vosotros o con el señorito Larry, pero debiera haberme advertido. ¿Cuándo piensa volver?
Pip y Bets lleváronse una enorme sorpresa. ¿De modo que Fatty «no había» regresado de Milton House? ¿Qué le habría sucedido?
—Me figuro que volverá hoy —dijo Pip a la ansiosa criada.
Y dando media vuelta llevóse a Bets a la calle. La pequeña lloraba a lágrima viva.
—No seas tontina —consolóla Pip—. Si no sabes aún si le ha sucedido algo malo, ¿por qué lloras?
—¡Sabía que le ocurriría algo! —sollozó la pobre Bets—. ¡Sabía que estaba en peligro! ¡Lo sabía, lo sabía! Quiero ir a Milton House a ver qué ha sucedido.
—¡Ni hablar! —repuso Pip—. A lo mejor es peligroso acercarse allí. Tú quédate al cuidado de «Buster», mientras yo voy a explorar el terreno.
—¡Yo también quiero ir! —instó Bets valientemente, enjugándose las lágrimas.
—Ya te he dicho que no —replicó Pip con firmeza—. No quiero exponerte a ningún peligro. Por otra parte, a ti tampoco te gusta correrlo. De modo que sé buena y llévate a «Buster» a casa, contigo. Yo regresaré en cuanto pueda... probablemente en compañía de Fatty. ¡Con que, anímate!
Sin cesar de llorar, la pobre Bets alejóse con el aturdido «Buster», que «no» acertaba a comprender qué le había sucedido a Fatty. ¡Parecía que se le hubiese tragado la tierra!
Por su parte, Pip estaba mucho más preocupado de lo que había dado a entender a Bets. Tenía la certeza de que había ocurrido algo grave. ¿Pero, qué? A buen seguro, Fatty no se habría dejado prender. Era demasiado listo para caer en ninguna trampa.
Tras ascender por la colina, Pip encaminóse a la Chestnut Lane y, al llegar ante el portillo de Milton House, atisbo el interior del jardín, cautelosamente. Había más huellas de pisadas y nuevas marcas de neumáticos en la nieve de la calzada.
El muchacho contorneó el seto y, deslizándose por un claro del mismo, hallóse junto a la vieja glorieta. Dentro vio las mantas que Fatty había llevado consigo para abrigarse, pero el gordito no aparecía por ninguna parte.
Pip salió al jardín, con mil precauciones. Uno de los hombres, que estaba al acecho, le vio desde una ventana. En sus manos sostenía la hoja de papel en la cual Fatty había escrito las dos cartas.
El hombre agachóse para no ser visto, entreabrió la ventana y, emitiendo un fuerte silbido para atraer la atención de Pip, echó el papel al jardín.
Al oír el silbido, Pip levantó la vista y, con gran sorpresa por su parte, vio flotar una hoja de papel, procedente de una de las ventanas del segundo piso. ¿Sería un mensaje de Fatty?
El muchacho precipitóse a recoger el papel e, inmediatamente, reconoció la clara letra de Fatty. Al leer la misiva, aceleróse el ritmo del corazón.
«Fatty ha descubierta algo —pensó—. Seguramente ha encontrado unas joyas robadas o algo por el estilo, y las está aguardando. ¡Quiere que acudamos todos aquí! Iré corriendo a avisar a los demás y volveremos todos juntos. Qué aventura! ¡No cabe duda que Fatty es un as!»
Y echó a correr, con expresión radiante. El hombre vióle marchar, satisfecho. Aquel pequeño simplón no tardaría en traer consigo a los demás chavales, y entonces podrían encerrarlos a piedra y lodo antes de que fuesen pregonando su descubrimiento.
Fatty vio también a Pip desde su prisión. Al punto, asaltáronle terribles dudas. ¿Serían los Pesquisidores lo bastante listos para adivinar que había un mensaje secreto entre los renglones escritos con tinta? ¿Y si no se daban cuenta...? Si no se daban cuenta... ¡les habría hecho caer a todos en una trampa!
Pip volvió a casa corriendo como un gamo. Su excitación no tenía límites. ¿Qué había descubierto Fatty? ¡Debía de ser algo maravilloso! De lo contrario no hubiera permanecido haciendo guardia a su descubrimiento.
Bets aguardaba a Fatty con ansiedad, atisbando por la ventana del cuarto de jugar. «Buster» hallábase a su lado, sentado en la repisa de la ventana, con su hociquito negro apoyado en el cristal.
Desde el jardín, Pip agitó la carta a Bets, esbozando una amplia sonrisa. La niña adivinó al punto que su hermano traía buenas noticias, y, naturalmente, aligerósele el corazón.
—¿Está bien, Fatty? —inquirió, bajando la escalera en volandas, seguida de «Buster»—. ¿Qué ha sucedido? ¿Es suya esta carta?
—¡No grites así! —cuchicheó Pip, enojado, obligándola a retroceder arriba—. ¡Conseguirás que toda la casa se entere de nuestro misterio!
En aquel preciso momento sonó el gong del almuerzo.
—Vamos a comer —dijo la madre de los chicos, asomando la cabeza por la puerta—. No me hagáis esperar, Pip, porque tengo que salir inmediatamente después de comer.