Misteriosa Buenos Aires (17 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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Hoy, miércoles 30 de mayo, Buenos Aires se asombró desde el amanecer porque allí donde el río extendía siempre su espejo limoso, el río ya no está. El barro se ensancha hasta perderse de vista. Sólo en los bajíos ha quedado el reflejo del agua prisionera. Lo demás es un enorme lodazal en el que emergen los bancos. A la distancia serpentea el canal del Paraná, donde se halló el antiguo amarradero de las naves de España, y luego la planicie pantanosa se prolonga hasta el canal del Uruguay y de allí hacia Montevideo. Nadie recuerda fenómeno semejante. Los muchachos aprovechan para ir a pie hasta el próximo banco de arena. Unas pocas mujeres llegaron a él, a pesar del viento, y anduvieron paseando con unos grandes velos que las ráfagas les trenzaban sobre las cabezas, de modo que parecían unos títeres suspendidos del aire. Se dice que algunos fueron a caballo a la Colonia, vadeando los canales. En el fango surgieron unas anclas viejísimas, herrumbrosas, como huesos de cetáceos, y el casco de un navío francés que se quemó el otro siglo. Hay doquier lanchas tumbadas y, como es justo, ni un pez, ni un solo pez. Los pescadores, furiosos, discuten con las lavanderas, en las toscas resbaladizas. Hoy no se pescará ni se lavará. Y además ¡hace tanto frío!… tanto frío que todo el mundo tiene la nariz amoratada, hasta el señor Virrey don Nicolás de Arredondo, que contempla el espectáculo desde el Fuerte, con su catalejo.

La mañana transcurre entre aspavientos y zozobras. ¿Qué es esto? ¿Puede el río irse así? Y, ¿cuándo regresará? ¿Y si no regresara? San Martín, San Martín, ¿cuándo volverá el Río de la Plata?

San Martín de Tours está en su salón del Cielo, tendido con tapices de nubes estrelladas. Y no está solo. Le rodean los demás patronos de Buenos Aires, convocados por la gravedad de la noticia. Es una visita muy especial la que cumplen. De vez en vez, entreabren el cortinaje barroco de nubes y miran hacia abajo, hacia la Tierra, y buscan la dilecta ciudad a la que su río le ha sido infiel.

San Martín se quita el anillo de obispo, que lleva en el índice; se descalza los guantes escarlatas, con bellas cruces de topacios bordadas en el dorso; se despoja de la mitra gótica; deja el báculo cuyo extremo se curva como un interrogante de marfil.

Las consultas y las excusas aletean en el aposento, sobre las palmas verdes, sobre los bastones de peregrino.

—Si fuera asunto menos serio —dice Santa Lucía— iría yo. Pero yo no soy más que la segunda patrona.

—Si se tratara de combatir las hormigas —arguyen San Sabino y San Bonifacio—, nos tocaría ir a nosotros.

—Si hubiera que espantar los ratones, estaríamos listos para el trabajo —intervienen San Simón y San Judas.

Y San Roque se ofrece para el caso de viruela y tabardillo, y Santa Úrsula —en nombre de las regimentadas Once Mil Vírgenes— para guerrear contra las langostas que se comen las cosechas.

—¡Pero no es cosa nuestra! ¡No es cosa nuestra! —repiten a coro.

Y santas y santos, mezclado el resplandor de las aureolas, se asoman a la vasta terraza que las nubes entoldan con sus cendales irisados, y escudriñan, a sideral distancia, la huella ínfima del río ausente.

San Martín se desciñe la dalmática, delicada como una miniatura de misal. Se alisa las barbas patriarcales, y suspira.

Y las santas —Santa Lucía y Santa Úrsula— revuelven el contenido de uno de esos arcones perfumados que hay en todas las salas del Paraíso, y en los cuales los bienaventurados guardan los atributos de su bienaventuranza.

—¡Aquí está! —exclaman a un tiempo, y ambas colocan sobre los hombros del obispo de Tours la otra mitad de su capa célebre.

El Patrono se arrebuja a medias, pues el reducido manto más parece chalina. Ya aproximaron una nube viajera al divino barandal. Es una nube percherona, con belfo, lomo y crines. San Martín se puso en ella a horcajadas, se aseguró en los transparentes estribos, y desciende, deslizándose entre la música exacta de los astros, hacia la Tierra infeliz. Desde el pretil vaporoso, los santos le saludan con recortados ademanes, como desde las nervaduras de un gran rosetón de vidrio. Allá va él, que para algo es el Patrono, y en 1580, cuando elegían al celeste protector de Buenos Aires, su nombre salió tres veces en el sorteo, para irritación de los españoles antifranceses. Y Buenos Aires se acerca más y más, con sus cúpulas, sus sauces, sus tapias y sus caminos melancólicos, como se la ve en las estampas de Fernando Brambilla y de los pintores que vinieron en la expedición de Alejandro Malaspina, el capitán.

San Martín abandona el caballo milagroso a una legua de la ciudad, para que no le descubran, y se lanza a zancadas rítmicas hacia la silueta de torres y caseríos, acordándose de que fue militar en su juventud. El pampero merodea en torno suyo, como un perrazo rezongón. Se le afirmó a la capa desgarrada y tira, tira, pero el Santo puede más y entra en Buenos Aires, al alba, con el manteo tremolando como un banderín.

No hay tiempo que perder, porque allá arriba le observan, y adivina la atención de los apóstoles y de los mártires y los ladridos del can de San Roque que con cualquier pretexto se pone a jugar y desordena las procesiones seráficas. Deja a un lado las soñolientas pulperías donde los paisanos chupan el primer mate con bostezos de tigres. Va hacia el bajo. Atraviesa la desierta Plaza Mayor, se desbarranca entre los arbustos ribereños, y comprueba que el río dilatado se fue de ahí, recogiendo su caudal líquido como una red.

A poco, la playa cenagosa empieza a llenarse de gente que tirita y sucede lo que ya dijimos: algunos se aventuran barro adentro, a pie o a caballo, y otros encienden fogatas para calentarse y acaso con la esperanza de que el río, que andará extraviado, reconozca el lugar con las luces.

San Martín de Tours, invisible, se interna en el fangal. Las sandalias de oro tórnansele negras y se le motea la túnica inmaculada. Va en pos del río, descoyuntando sus brazos recios, dando grandes voces.

Mucho caminó. Como al mediodía lo encontró, casi en Montevideo. Todavía se replegaba, enfurruñado, bravío. Entonces, de un largo salto que le abrió en abanico las claras vestiduras, el hombre de Dios cayó en él, salpicando a diestra y a siniestra.

El Patrono desanuda su capa, la retuerce y la emplea como un flagelo. Azota el oleaje sedicioso, que encrespa las cabecitas de breve espuma.

—¡A la ciudad! ¡A la ciudad!

Y el Río de la Plata brama alrededor de la flaca figura, pero cada vez que el manto bendito lo toca, el agua se somete y vuelve a su cauce natural.

Se dijera un pastor de rebaños fabulosos, cuando San Martín regresa a Buenos Aires, a eso de las cuatro de la tarde, con el río manso. Las olas brincan en torno, como corderos de vellones sucios. El pastor se alza el ropaje con una mano, de manera que muestra las filosas canillas, y con la otra blande el improvisado arreador.

El Virrey don Nicolás de Arredondo apunta el catalejo y ve que el río está de vuelta y que ya cabecean los lanchones varados. Pero al Santo no le ve, ni ve cómo escurre el agua y los pececillos de su capa mojada, ni cómo se aleja, risueño, y se pierde en los pajonales de la llanura.

XXVI
EL ILUSTRE AMOR
1797

E
n el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra.

A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.

Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?

Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.

Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.

Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor.

Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: «Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi…».

El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.

—¿Qué tendrá Magdalena?

—¿Qué tendrá Magdalena?

—¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?

Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.

—¿Por qué llorará así Magdalena?

A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey?

El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.

Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.

Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!

El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.

Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.

—¿Qué le acontece a Magdalena?

Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones. Chisporrotean, celosas.

—¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible… ¿cuándo?

Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.

Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los «Dominus vobis cum».

Las vecinas se codean:

—¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra… ¡Y qué calladito lo tuvo!

Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.

La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo.

Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.

¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil ilusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte? ¿Dónde se encontrarían?

—¿Qué hacemos? —susurra la segunda.

Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.

Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.

Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.

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