Pero no está a la sombra del tablado inmenso que decora el blasón real ni está en la vasta zona que ocupan las tropas urbanas distribuidas en rigurosa formación. Si estuviera le reconocería de inmediato, porque su pelo brilla como un casco de metal.
Ya se desarrolla el ritual solemne. El alférez avanza a caballo, seguido por el estandarte, los reyes de armas, los maceros, los lacayos de librea. En la tribuna, Santiago de Liniers extiende el brazo en el ademán del juramento. Debería tener por fondo las fuentes de mármol de Versalles, los chorros de agua transparente volcados sobre el bronce de los tritones y las ninfas, en vez de este enano caserío. Su elegancia, su aliño de antiguo paje del gran maestre de la Orden de Malta, lo exige. Todo resulta pequeño junto a la holgura de su jerarquía.
Ondea el pendón, vibran los clarines, repican las campanas, llueven las monedas sonoras. Aplaude entusiasmado el público de paisanos y tenderos.
¿Dónde está, dónde está Antonio? ¿Habrá enfermado? Ante la idea, Gerardo palidece. Y sigue andando, hundidos en el barro los zapatos deformes, aleteante su beca encarnada, aleteante el gabán en torno de su flacura. El Virrey regresó al Fuerte; los cabildantes se reunieron en la casa capitular; Olaguer Reynals, el alférez, ofrece un convite con música y refrescos, en su residencia… Y Gerardo vaga de una calle a la otra, de uno al otro zaguán…
Cerca del hospital de los religiosos betlemitas, inquiere por Antonio a los vecinos.
—¿Antonio? ¿Un Antonio rubio?
Pero nadie sabe nada de ningún Antonio y nadie está dispuesto a hurgarse la cabeza para contentar a un zaparrastroso, porque hay mucho que ver y mucho que hacer… Hay que ir al Cabildo, donde el estandarte flamea, y al tablado de la plaza, donde el soberano, desde su retrato pintado por Camponesqui, comprueba con desdeñoso rictus que todavía es omnipotente allende el mar; y hay que alistarse para mañana, para el tedéum catedralicio y la corrida de toros.
—¿Antonio? ¿Un Antonio rubio?
Gerardo llama a las cancelas; se asoma a las rejas voladizas que protegen los estrados desiertos; se arriesga en los patios y en las huertas abandonadas.
Y el hambre torna a enseñorearse de él y a retorcerle, cuando la oscuridad arropa los fuegos encendidos y la Plaza Mayor crepita como una ascua.
—¡Antonio! ¡Antonio! ¡Antonio! ¡Antonio!
Hoy y mañana, hoy y mañana, hoy y mañana, en la desesperación de la soledad, buscando, buscando. Porque si alguno se acercara y le dijera que la noche del sábado, la noche que precedió a la jura de Fernando VII, la pasó hablando solo y riendo solo, le mataría con esas manos huesudas, crispadas, que arañan la cal de las paredes de Buenos Aires.
Hoy y mañana, por quintas y conventos, por campos y calles, por los fondines, por el río, buscando a su amigo, buscando…
N
unca entenderé la actitud de los hombres frente a nosotros, los objetos. Proceden como si creyeran que la circunstancia de habernos dado vida les autoriza a tratarnos como a esclavos mudos. Jamás nos escuchan. Supongo que lo hacen por vanidad, por estúpido prejuicio de clase, pues consideran que un hombre es demasiada cosa para detenerse a departir con una alacena, o con una jofaina, o con un tintero. Eso menoscabaría su dignidad. ¡Qué tontos! No se dan cuenta de que quienes más aprovecharían del diálogo serían ellos, pues la condición de testigos inmóviles, sin cesar vigilantes, enriquece nuestra experiencia con garantías valiosas. Desde esa posición prescindente, que es un signo de flaqueza, los hombres se aíslan del mundo inmediato y se privan de las mejores amistades. Han decidido quedarse solos y que nosotros quedemos solos entre ellos. Es incomprensible. Y no hay manera de hacerles entrar en razón. Fingen continuamente no captar nuestros mensajes. O quizás la costra de orgullo empecinado haya endurecido su sensibilidad en tal forma, que ya no los captan.
Lo compruebo día a día. Una puerta se esfuerza por transmitir a su amo cualquier idea: la idea de que no debe entrar en una sala, por ejemplo. Llama para ello su atención girando con leve chirrido, y el muy testarudo prefiere atribuir ese movimiento a una corriente de aire, y se mete en el cuarto con las desagradables consecuencias que ello implicaba. Parece imposible que el hombre sostenga con sinceridad que la tierra está poblada de corrientes de aire y que ellas son las únicas responsables de cuanto acontece en torno suyo.
Y ¡qué decir de los nocturnos crujidos de los muebles!, ¡qué decir del tableteo fugaz de las persianas; del rezongo de las chimeneas; del gemido de los viejos escalones; de la vocecita de la pluma sobre el papel, que va murmurando: «no escribas eso, no escribas eso»! ¡Qué decir de esa cortina trémula que de repente se echa a volar aleteando como un fantasma! Nada: todo son corrientes de aire, o ratas, o que si el calor produce esto y el frío produce aquello. Los hombres viven inventando leyes y coartadas para explicar lo más sencillo, lo que no ha menester de números ni de axiomas: que estamos aquí, a su lado, que somos sus amigos, que ansiamos comunicarnos con ellos. Me acuerdo que una mañana, en Buenos Aires, en la fonda de doña Estefanía, era tan fuerte mi parloteo que la tabernera empezó a correr por el cuarto, azotando las sillas con un plumero y gritando que una avispa zumbona andaba por ahí. Lo curioso es que cuando un hombre, más cuerdo que los demás, se rinde por fin a la evidencia de nuestra cordialidad y acude a nosotros fraternalmente, le enclaustran por loco.
Yo he sido siempre un gran conversador. Se comprenderá, pues, cuánto me ha dolido la indiferencia humana. Condenado a la exclusiva sociedad de los objetos, a menudo me he distraído monologando. Cuando se me olvida sobre una mesa o en un estante, mi alivio consiste en hablar y hablar. Ahora, mientras siento en el costado una puntada terrible, me propongo contar la historia de mi existencia. Que la escuche quien tenga ganas. Probablemente no la escuchará nadie.
Sé que voy a morir e ignoro el nombre del enemigo que me devora las entrañas con paciencia atroz. Según mi vecino de la derecha, un diccionario a quien mi peligroso contacto asusta bastante, deberé la destrucción a un animalito denominado Blatta Americana o, más simplemente, «polilla de los libros»; aunque otra vez me aseguró que se trata de una larva del Anobium Molle de Fabricius. El nombre de mi asesino no me importa. Me importa tenerle ahí, alojado en el corazón. En este mismo instante horada la página célebre en que Monsieur Bernardin de Saint-Pierre, mi padre, pintó la casta zozobra de Virginia al descubrir los reflejos sensuales de su amor por Pablo.
Me llamo Pablo y Virginia. Eso otorga a mi personalidad yo no sé qué de ambiguo. Acaso le deba lo bien que me llevé, en el coche de Lord Dunstanville, con la estatua del Hermafrodito de Salamina. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
He nacido en el año 1816 en Perpiñán, allí donde Francia es casi española, en casa de Monsieur Alzine, impresor. No soy ni muy grande ni muy pequeño: in 12° por expresarme con técnica exactitud. Pude haber sido in 18°, lo que me hubiera disminuido seriamente, o in 8°, lo que me hubiera convenido más del punto de vista de la representación.
Mi padre fue un hombre famoso: Bernardin de Saint-Pierre, ingeniero de Puentes y Caminos, intendente del Jardín de Plantas y del Gabinete de Historia Natural de París, profesor de la Escuela Normal, miembro del Instituto de Francia y condecorado con la Legión de Honor. Durante buena parte de mi vida veneré su memoria, a pesar de que le juzgaba un escritor mediocre y aburrido; pero el naturalista Bonpland me desengañó de sus imaginarias virtudes. Esto lo contaré después. Tengo tanto que aclarar y el bicho adverso trabaja con tal velocidad y eficacia, que los recuerdos me brotan a borbotones. Todo se irá ordenando en el curso de la narración.
No ocultaré que hubiera preferido ser otro libro: ser un cuento de Voltaire, por ejemplo, o el
Lazarillo de Tormes
. Diverso hubiera resultado mi destino en tal caso y seguramente no me hallaría reducido a la condición de agonizante en este agitado puerto de la América del Sur. Pero la suerte lo quiso así, y desde 1816 hasta el año actual de 1852 he debido cargar con las 244 páginas que integran mi cuerpo maltratado y cuyo texto prolonga una anécdota de insistente candidez: la anécdota de una pareja semisalvaje que se amó con ingenuidad y que murió por amor, entre los cocoteros, los papayos y los tatamaques de una isla africana. Es una historia, lo declaro rotundamente, sin subterfugios, que no me interesa. Mi padre describe bien, acaso demasiado bien, pero sus conocimientos psicológicos me parecen rudimentarios. En cualquier ocasión, cuando no se le ocurre qué hacer con sus personajes, los pone a llorar. Allá él. La vida me ha enseñado que la gente llora mucho menos y procede mucho más.
Además de mi padre, tengo un padrastro, padrino, padre putativo o como se quiera designarle: el abate don José Miguel Alea, mi traductor. Porque conviene anotar que yo no soy el Pablo y Virginia ya clásico, arquetípico, en francés, sino uno de sus hermanos benjamines, vertido a un truculento castellano. Tal circunstancia, lógicamente, me ha disminuido ante el mundo, como suele suceder con los parientes pobres. En efecto: ser Pablo y Virginia encerraba sus dificultades, serlo en castellano, con eso de bastardo que toda traducción acarrea, es aun más penoso. Empero, pecaría de injusto si me quejara. He viajado; he conocido gente notable; he hecho acopio de sabiduría práctica. No sé si podrá decir lo mismo mi hermano mayor,
Monsieur Paul et Virginie
, quien desde 1787 duerme un sueño indigesto en la biblioteca del antiguo Palacio del Cardenal Mazarino, en París.
Inició la cronología de mis dueños Lord Gerald Dunstanville, noble caballero de la Gran Bretaña. Me adquirió poco después de mi nacimiento, en el propio Perpiñán.
Allí, en un minúsculo negocio, aguardaba yo, confundido entre volúmenes destripados, cacharros y dudosas pinturas, la llegada de quien me llevaría con él a ver mundo. La tinta fresca, esa sangre de los libros, impregnaba aún mis páginas con su aroma recio. Lord Dunstanville irrumpió en la habitación miserable. Le acompañaba su amigo Sir Clarence Trelawny. Fue un deslumbramiento, algo como si una luz se hubiera encendido sin previo anuncio en mitad de nuestro círculo abigarrado. Callamos todos, conscientes de nuestra suciedad.
Ambos señores no contarían más de dieciocho o diecinueve años. Eran muy bellos, a la pulcra manera inglesa. La esbeltez de sus figuras se acentuaba, paradójicamente, con la profusión de pieles negras que les abrigaban del frío. Tenían los rostros tostados por los largos viajes. Seguíales un criado que acunaba en brazos, como si fuera un niño, un capitel. Luego supe que venían de comprarlo al guardián de las ruinas del viejo torreón de los reyes de Mallorca. Y los muchachos reían de continuo, mostrando las dentaduras iguales.
Reían así mientras desplazaban los cuadros embadurnados, las armas polvorientas y los cántaros herrumbrosos, escoltados por el mercader que daba saltos de mico. Por fin Lord Gerald solicitó en un francés roto: «des livres sur l’Espagne». El comerciante echó mano de cuanto poseía que se vinculara vagamente con el tema. Sobre un banco se apilaron los volúmenes. En su recorrido, Lord Gerald topó conmigo. Sentí sobre el lomo la presión de sus dedos afilados y me estremecí:
—Pablo y Virginia —deletreó—. Aussi sur l’Espagne?
El posible vendedor estaba enterado perfectamente (supongo que por Monsieur Alzine, mi imprentero) de que las parcas aventuras que custodia mi encuadernación se desarrollan en la Isla de Francia, en el Océano Índico, cerca de Madagascar. Me alzó respetuosamente, como una reliquia, y respondió:
—Oui, monseigneur, aussi sur l’Espagne.
A esa frase debo el haber pasado a engrosar el lote que un postillón transportó al carruaje que esperaba a la puerta, y que comprendía libros tan escasamente españoles como
Los Lusíadas
portugueses y la traducción de los cuentos de Perrault, con ellos, bastante mareado por el traqueteo, fui trasladado a la posada donde paraban los señores. Al día siguiente nos lanzamos al galope por la carretera hacia Madrid.
Lord Gerald y Sir Clarence tenían por el turismo la consideración que sólo se practica en Inglaterra. Viajaban con un lujo digno de su jerarquía. Dos vastos coches contenían el mínimum exigido por su refinamiento. Ocupaban el primero; en el segundo iban dos criados, un cocinero y el monstruoso equipaje que su capricho complicaba en el azar de las etapas constantes. La suerte me asignó un lugarcito en el de los amos, donde bailoteaba toda especie de chucherías.
Era una galera enorme, acolchada. Colmaba buena parte de su espacio libre, frente al asiento, una estatua de mármol protegida por una armazón de madera, de la cual los jóvenes no querían separarse: el Hermafrodito de Salamina. Por él supe, pues pronto anudamos la charla en un cuasi francés equidistante, que se había sumado a la comitiva seis meses atrás. Su edad oscilaba por los veintitrés siglos y estaba intacto. Unos paisanos acababan de desenterrarlo al plantar unos viñedos, en la isla que presenció la derrota de los persas por Temístocles, cuando acertaron a pasar por allí los coches de Lord Dunstanville. Él y Sir Clarence se entusiasmaron y lo adquirieron por tres monedas de oro. Agregó que habían cruzado a Venecia en un barco genovés y que luego atravesaron a Italia y Francia. Nada de cuanto diga acerca de su hermosura logrará reflejarla. A veces, mientras proseguíamos nuestro avance demente, un rayo de luna se filtraba por los vidrios de la portezuela y encendía el torso maravillosamente blanco, los mirtos enlazados en sus sienes, la paloma acurrucada en su hombro. Sir Clarence y Lord Gerald se tomaban entonces de las manos alhajadas con extraños anillos secretos, y hablaban de Grecia.
Nos detuvimos en Gerona, en Barcelona y en Zaragoza. En esta última ciudad fui ennoblecido, juntamente con mis compañeros de canasto. Lord Gerald me colocó frente a la chimenea del hostal donde hicieron noche. El crepitar de las llamas enalteció la breve ceremonia con un resabio de rito ancestral, lejanísimo. Sir Clarence me levantó, abrió mis tapas ordinarias, y su amigo adhirió a mi interior su ex libris: el escudo de Dunstanville bajo la corona de barón y el lema: «Fari quae sentias», que me tradujo un ejemplar de las
Décadas
de Tito Livio: «Habla lo que piensas», y que adopté de inmediato pues se ajusta como un guante a mi manera de ser.