—Tengo un recuerdo para vos, señora.
Y exhibió un camafeo que sin duda había adquirido en El Havre y que me pareció horrible. Graciela debió participar de mis sentimientos, por el levísimo fruncir de su nariz romana.
—Es muy bonito, muy bonito —comentó.
—¿No me daréis nada —rogó el barbudo—, ningún testimonio de amistad, para que lo conserve toda la vida?
La mano de Graciela se desasió de la suya y se crispó sobre mi canto. Temblé. Debió notarlo porque, sorprendida, me dejó caer en la cubierta. Él se inclinó a recogerme. Le odié; a él, a su barba, a su elefante.
—Guardadlo —dijo la señora—; es un regalo de Lord Dunstanville, un caballero que mucho me amó. Guardadlo y no me olvidéis. Con él os entrego un poco de mi vida.
Desapareció en la sombra dejándome, furioso, en poder del oficial, quien me apretaba contra su martilleante corazón.
Un viento detestable, el pampero, batió a La Herminia al día siguiente. Cuando se aplacó divisamos en las brumas la ciudad de Buenos Aires. Es modesta. Aquí y allá, los campanarios rompen la chatura de su línea. Pronto avistamos la fortaleza, la alameda, los sauces de la Boca, las quintas de la Recoleta y del Retiro. Una barca y una carreta nos ayudaron a llegar al muelle. Allí sobresalía entre el público el marido de Graciela, un hombrachón magnífico, que saludaba y saludaba atusándose el bigote y revoleando el gran sombrero. Mi ex señora se refugió en sus brazos. Dentro del bolsillo de Monsieur Gérôme, las uñas del segundo se clavaron en mi cuero. He conservado la cicatriz.
El oficial ejerció sobre mí el derecho de posesión sólo durante siete días. Me alegro. Nunca me fue simpático.
No bien desembarcó, rodeáronle tres individuos que arrastraban unos sables feroces, y una obesa mujer amulatada, con una pañoleta colorada en la cabeza y una pipa de yeso entre los dientes. Indicó a mi amo con la pipa, vociferando pornografías entre las cuales volvía el ritornelo acusador:
—¡Es él, es él, el franchute hijo de perra!
Después de una bienvenida tan poco cordial, fue arrestado pomposamente y le condujeron a la cárcel vecina del Cabildo. En su encierro supe que adeudaba a la morena su alojamiento del viaje anterior, además de unos pesos fuertes que le había pedido en préstamo. La intervención del capitán de La Herminia logró que fuera puesto en libertad, tras una semana de rabiosas protestas, previa confiscación de sus caudales. Entre ellos me contaba yo. Vanas fueron sus súplicas para guardarme. Al contrario: por ellas me perdió. Cuando se percató del interés especial que cifraba en mí, la mujerona, que ni siquiera se había fijado en mi existencia, se empeñó en tenerme. Tal vez, de haber sido Monsieur Gérôme más discreto, yo estaría ahora en Europa e ignoraría los ataques de la Blatta Americana y del Anobium Molle de Fabricius. Lo mismo hubiera sucedido, posiblemente, si Blas no hubiera amado a Graciela y si dos ingleses extravagantes hubieran elegido mejor su escolta. Hay que resignarse.
Así pasé a engrosar el patrimonio de doña Estefanía, propietaria de una fonda situada en la calle del Temple.
Marcaré con piedra negra los dos años durante los cuales viví en el área vocal de la fondista. Ni siquiera hoy, cuando mi defunción próxima debería moverme a perdonar agravios, me decido a ser clemente con su memoria. Es una mala mujer.
El establecimiento de doña Estefanía alberga, como es de suponer, la clientela más sórdida. Muy pobre debió estar Monsieur Gérôme para acudir a su amparo. De él salió más pobre todavía, pues le dejó hasta su catalejo y su caja de madera de sándalo, el único objeto cuyo aroma no repelía en tan desastrosa sociedad.
La dueña tenía un marido, un borracho cantor que se presentaba de tarde en tarde, con una divisa federal en cada solapa y otra en el desvencijado guitarrón. La criada era Juanita, una niña larguirucha y tierna, con los ojos claros. Hacía todo el trabajo, pacientemente, a cambio de cardenales y palabrotas. Un estudiante, apiadado de su ignorancia y de su soledad, le había enseñado a leer a hurtadillas. No lo toleró doña Estefanía, quien puso al maestro en la calle. Decía que las mujeres que andan con libros se van al infierno. En parte tenía razón.
El desprecio de la mulata me confinó en un desván lúgubre, que sus gritos sacudían diariamente como tempestades. Entre sus muros transcurrieron dos años de mi existencia. Los viví como un ermitaño, fortalecido por la mortificación. Pensaba que con ese castigo que no merecía, pagaba culpas pretéritas: la vanidad de mi corona, mi amistad con una estatua pagana, mi indiferencia filial. Hoy no lo creo. Creo que los hechos se producen porque sí y que debemos adaptarnos a ellos sabiamente. De todos modos, así procedí en esa ocasión.
Una mañana, la criada entró en busca de un cubo que no halló. En vez me halló a mí, de bruces, cara al suelo. A esa posición incómoda y al prolongado contacto con un territorio en el que hervían las alimañas astutas, debo las máculas que oscurecen mis páginas 111 y 112.
Juanita se apoderó de mí con alborozo, me escondió en su seno y huyó conmigo al rincón donde dormía, bajo la escalera. El contacto de esos pechos jóvenes me hizo mucho bien.
Por la noche, cuando doña Estefanía y sus huéspedes se hubieron acostado, Juanita sacó un cabo de vela del mostrador y a su luz macilenta se entregó a mi lectura. No se extendió más allá de la página 39, pero estoy seguro de que ni siquiera al boticario de Jaén procuré placer tan intenso. Es muy agradable que una mujer nos lea en la cama. Leía y releía cada frase, gimoteaba asociándose a los infortunios de Margarita y de la señora de la Tour, y se extasiaba ante las perspectivas hogareñas de Virginia y Pablo. En el fondo prefiero que las circunstancias le hayan vedado llegar al fin de la novela. Nadie la hubiera consolado de la muerte estúpida de mi heroína, y hubiera vuelto a la esterilidad de sus escobas y de sus baldes, más triste, más desamparada.
La noche siguiente reanudó la lectura, pero esta vez la fatalidad se cruzó en su sendero. La encarnó la forma airada de doña Estefanía, provista de un palo y de improperios roncos.
Calculé que regresaría al desván, pero el azar me situó en el cuarto destinado a pulpería, sobre una barrica de vino de Cuyo. Una semana transcurrió y me despedí definitivamente del mareante pedestal.
Mi ama tenía un adorador que veía en ella, más que sus atributos personales, su jerarquía de intermediaria con el vino gratis. Era un sereno ya maduro, especialista en mueras a los salvajes unitarios, que acudía a visitarla los martes y los viernes con puntualidad de funcionario nictálope. Un viernes, pues, encontrábase doña Estefanía a la reja, muy ablandada. El sereno emponchado de rojo había dejado en el barro los atributos de su profesión: el chuzo y la farola. Libres sus manos, las utilizaba diestramente en ejercicios amatorios.
Cuando nadie lo anunciaba, surgió en la penumbra del aposento el marido payador, hipante de borrachera, la guitarra a la espalda y el facón pidiendo sangre. El guardián del orden recogió sus bártulos y se esfumó en un parpadeo. Doña Estefanía, molestada en un momento de trascendencia psicológica, trocó el arrullo por el rugido. No narraré aquel combate desigual. Diré, pues me atañe directamente, que integré la lista de proyectiles arrojados contra el infeliz. Así salí a la calle, después de rozar las clavijas guitarreras, por entre los barrotes de la ventana que salvé con agilidad.
Al alba, Monsieur Aimé Bonpland me rescató del fango donde yacía. Sentí en el lomo una puntada aguda. Sólo entonces supe que el golpe me había arrancado las tapas. El botánico me abrigó con ellas, me limpió con su pañuelo y, afianzándome bajo el brazo, echó a andar haciendo molinetes con el paraguas impostergable.
Esto ocurría en noviembre de 1832. Hacía siete meses que el ilustre viajero se hallaba en Buenos Aires, tras de pasar nueve años secuestrado en el Paraguay por orden del tirano Francia. Era entonces un hombrecito sexagenario, de espesa nariz y gran boca, muy amable, muy fino. Concluido su almuerzo, me abrió en su posada y leyó el breve prólogo en el cual Bernardin de Saint-Pierre declara su propósito de dedicar su libro a poner en evidencia algunas hondas verdades, entre otras aquella de que la felicidad finca en vivir de acuerdo con la naturaleza y la virtud. Bonpland sonrió amargamente y escribió en el margen, en español: «B. de S. P. no vivió ni según la naturaleza ni según la virtud. Fue un cortesano ambicioso que sacrificó todo a su egoísmo. Científicamente no encierra ningún interés. Humanamente, tampoco».
Confieso que la noticia me abrumó. La imagen que yo había construido de un padre bonachón y sensiblero, poeta a ratos, se deshacía. Me avergüenza desde entonces ser yo mismo el portador de un testimonio que la destruye.
La dureza de su opinión no privó a Monsieur Bonpland de llevarme con él a San Borja, en la zona de las antiguas Misiones de la Compañía de Jesús, Paraná arriba. El estudioso francés vivía allí casi como un santo, vestido con una camisa flotante, descalzos los pies. Ejercía la medicina y trabajaba sin reposo, juntando plantas, piedras y fósiles. Un muchacho había embalsamado para él cientos de pájaros tropicales. Periódicamente enviaba al Museum de París enormes cajas con sus herbarios.
De 1832 a 1837, mi terreno trajinar tuvo por marco un paisaje idílico. Bonpland había hecho maravillas. Su rancho se disimulaba tras un cerco de bromelias, entre plantaciones de limoneros, de mandioca, de maíz, de melones, de yerba mate. Alrededor se cernía la acechante espesura verde, rayada por los caminitos de tierra roja.
Yo hubiera sido feliz allí, de no mediar el constante cotejo entre ese panorama y los descritos en la historia de Pablo y Virginia. Me los recordaba demasiado, lo cual, dado mi modo de ser, resultaba incómodo. Por eso lo único que en verdad me sedujo fueron las meditaciones del sabio en los atardeceres, que compartí desde la biblioteca.
Sobre las mesas, entre los rellenos tucanes impávidos, se estiraban las preparaciones curiosas de curupay, de jatropha, de
convulvulus batata
, de
ilex paraguaiensis
(aprendí mucho, contra mi voluntad). Había llegado la hora del descanso. Monsieur Bonpland repasaba su niñez rochelesa, sus estudios, los viajes que realizó por América con el Barón de Humboldt, su amistad con Bolívar, con Josefina Bonaparte, con doña María Sánchez de Mendeville. Cuando centraba sus evocaciones en La Malmaison, donde había sido intendente, aumentaba mi alegría. Veía desfilar entonces, por la biblioteca aldeana, sobre las hojas y los tallos puestos a secar, las duquesas y los chambelanes de la corte de Napoleón; veía la silueta del corso inclinada entre los rosales; y veía a la Emperatriz, con un chal de muselina, pasar entre los jardineros… Las escenas de mi propia biografía se barajaban con tan domésticas suntuosidades. Era Lord Gerald Dunstanville, avanzando del brazo de Sir Clarence Trelawny, bajo columnas griegas; era Publio Virgilio Muñoz, deleitándose conmigo en el balconcillo, rodeado de pámpanos; era Graciela, mujer neblina, y la arboladura del brick azotada por las gaviotas… ¿Y el Hermafrodito de Salamina? ¿Cuál habría sido su destino? ¿Lo recuperarían los señores ingleses o permanecería destrozado en el desfiladero de Despeñaperros, con hierbas en el pecho turgente, con mariposas en la cintura, con lagartos calentándose al sol entre sus finas piernas?
Acaso fuera la edad, acaso la experiencia, pero sufrí altibajos sentimentales que no condecían con mi carácter. ¿Acabaría Monsieur de Saint-Pierre por dominarme y por hacer de mí, su hijo rebelde, un personaje ficticio, lacrimoso y declamador?
En tan largo espacio, Bonpland sólo se ocupó de mí una vez. Me sacó de la biblioteca y me indicó al joven consagrado a embalsamar picaflores:
—Si no tiene lectura, aquí hay un libro que se comentó en Europa.
El muchacho se plantó en la página 14: trece más que Bonpland; once más que Lord Gerald; cinco más que Graciela; veinticinco menos que Juanita. Esa actitud vigorizó mi escepticismo. Volví al anaquel remozado.
Me despedí de mis compañeros, atlas y textos de botánica y mineralogía, en setiembre de 1837. Aimé Bonpland me conducía a Buenos Aires, repentinamente, dentro de un equipaje tan complejo que hasta comprendía huesos de gliptodonte. Me regaló a Pedro de Angelis, publicista napolitano.
En su casa de la calle de Santa Clara resido desde entonces y en ella falleceré. Faltábame su conocimiento para completar una mundología a la que nutre la curiosidad.
Los años en el curso de los cuales me he alojado en la biblioteca de don Pietro no pueden, ciertamente, calificarse de monótonos. En ellos he analizado de muy cerca la miseria humana. He atestiguado el desarrollo de la ambición reptando como una víbora. He tenido por espectáculo a la ingratitud y al temor que hacen mudar al hombre de piel. Nadie me leyó en el andar de tres lustros. ¿Se detendrán los presuntos dueños del globo terráqueo a reflexionar sobre ese aspecto de la fatalidad libresca? Nos leen (cuando nos leen) en dos, tres, cinco días. Luego nos comprimen los unos contra los otros, sin que a menudo nada nos relacione con nuestros camaradas inmediatos. Y nos olvidan. ¿Qué representa esa veloz y excitante semana de comunicación, de intercambio, si se la compara con los meses, con los años, con los decenios de rígida expectativa, de esperanza y de desencanto? No filosofemos, Pablo y Virginia, y reanudemos la narración.
Sólo la admirable inocencia de Aimé Bonpland pudo aproximarle a un hombre como Angelis y hacerle cometer la equivocación de honrarle con su afecto. Ambos habían venido a las Provincias Unidas invitados por Rivadavia. Eso estrechó sus vínculos. Pero no he tratado a dos seres más opuestos. El primero es todo buena fe y el segundo todo fe mala. El primero enseñó a la Emperatriz Josefina a clasificar sus rosas y el segundo enseñó a los hijos de Joaquín Murat, caracoleante Rey de Nápoles, los rudimentos de la traición maquiavélica. Bonpland vivió entre árboles y pájaros; Angelis, entre bufones y periodistas que se vendían al mejor postor. El único lazo auténtico que entre uno y otro distingo es su común pasión por la cultura.
¿De qué le ha servido el estudio a Pietro de Angelis? ¿De qué le han servido las obras raras y estéticas que decoran este caserón, hoy tan funesto, y la biblioteca más importante del país y las colecciones de manuscritos? ¿De qué le ha servido poseer cinco o seis idiomas vivos y dos muertos, amén de dominar el vocabulario toba, el quichua, el pampa, el tamanaca, el aymará y el mapipure? ¿De qué le ha servido la elegancia inmaculada de su corbatón, el ademán con que estira la caja de rapé, y la coquetería con que revolea el gran pañuelo de la India? ¿Dirá la verdad Monsieur de Saint-Pierre y la educación que nos aparta de la naturaleza nos precipitará en el cultivo técnico de los vicios?