Yo me divertí vichando
a la gente de copete
que en ese lugar se mete
cacariando y faroliando.
Había un famoso hembraje,
don Laguna, todo luces;
andaban como avestruces,
moviendo el fino plumaje.
Áhi estaba, algo caliente
por la ausiencia de mi socio,
¿y quién, en vez del negocio,
se apareció redepente?
A ver… ¿quién pudo bajar
por la calle de Cangallo?
¿Fue López, el paraguayo?…
No lo podrá devinar…
Eran tres. Vaya contando:
una mujer y dos hombres,
y si le digo sus nombres
creerá que estaba soñando.
Los vide doblar la esquina.
Dejuro, si no soy tal,
áhi mesmito me da el mal
y mi cuento se termina.
Los conocí, abatatao,
y me persiné, Laguna.
¡Voto a cristas! por fortuna
estaba a pie y no montao.
Porque si estoy en mi flete,
el colorao que ya sabe,
hoy sería herido grave
del corcovo que me mete.
A usté que es hombre projundo,
trabajao de tanto andar,
se lo puedo reclarar:
no era gente de este mundo.
¿A qué alargaré su cuita?
Sepa de una vez lo pior:
eran el Diablo, el Dotor
y la rubia Margarita.
¿Se almira? Yo no me almiro
de nada ya, don Laguna,
y si me bajan la luna
la uso de espejo y me miro.
Ella llevaba una capa
llena de moños azules,
con cintajos y unos tules
y con más tules de yapa.
Hacía unos golgoritos
la rubia, como un canario,
y perlas de millonario
le adornaban los deditos.
Ellos, los dos paquetones;
uno gordo y otro flaco;
las levitas color naco
y zapatos con tacones.
—¿Y cómo? —me dirá usté
¿la rubia no se murió?
Eso mismo pensé yo,
pero viva la encontré.
¡Y qué viva! ¡vivaracha!
Si se venía riyendo
de algo que le iban mintiendo
los hombres a la muchacha.
¿Hombres? Ansina les digo
pa facilitar lo que hablo,
aunque uno era el mismo Diablo,
y el otro, del Diablo amigo.
Visto de cerca, Mandinga
es petiso, no usa barba,
tiene el pelo como parva
y un airecito de gringo.
Se me había disfrazao
pero le pesqué el detalle:
no puede andar por la calle
con su traje colorao.
¿Y don Fausto? ¡vieraló
cuando llegaba a la fonda,
con una cara redonda
como vidrio de reló!
El Diablo nunca retoza
cuando algo persigue, m’hijo;
habían arreglao de fijo
comilona con la moza.
Ansina que se dentraron
y se me hicieron perdiz
en el Café de París,
y yo me quedé rezando.
Pensé dir a ver qué hacían,
dispués de cobrar mi lana,
pero se iba la mañana
y los gringos no volvían.
Me retobaba la idea
de la pobre rubiecita,
abandonada guachita
a una esistencia tan fea.
Ansí que, pa no hacer ruido,
áhi la rodaja empiné
de la espuela, y al Café
me largué como un suspiro.
Es un gran patio con una
fuente cantora lucida,
y una palmera metida
en un macetón, Laguna.
Pa disimular la cosa,
guardándome el entripao,
me puse medio al costao
de la palmera graciosa.
No había mucho parroquiano,
lo siento por el pulpero,
aunque colijo, aparcero,
que lo esquilan a un cristiano.
Vide unas mozas lindazas
sentaditas a una mesa,
con una doña muy gruesa
de dientes como tenazas.
Más allá vi un barrigón
que me pareció mamao,
y que anda siempre apurao
las mañanas de eleción.
Por fin, al lao de la fuente,
vi mi rubia y sus dos liones,
devorando sus porciones
y charlando a lo insolente.
Me acerqué despacio, ¡ah Cristo!
pronto a defender mi vida,
y buscando en qué comida
había puesto el Diablo el misto.
Porque yo estaba siguro,
y usté me dará razón,
que el Diablo en esa ocasión
iba a hacer algún conjuro;
o a mezclarle a la muchacha
algún polvito secreto.
¿Por qué no se estará quieto
en vez de enseñar la hilacha?
Atrás de cuatro tablones
forraos en seda rubí,
felizmente me escondí
pa oír las conversaciones.
En eso empezó una balsa
que un violonista tocó,
y el Demonio le sirvió
a la inocente una salsa.
Áhi mesmo un brinco pegué
con gran chas-chás de lloronas,
y ante el Malo y las personas
redepente me planté.
—¡No pruebe ese beberaje!
Le rogué a la pobre rubia,
y la salsa como lluvia
se le derramó en el traje.
Don Fausto estiró una mano
y soltó una chillería,
en algo que parecía
francés, inglés o italiano.
Se me pasaron los miedos,
si lo agarro, lo apuñalo;
y cuadrándomele al Malo
le hice la cruz con los dedos.
¡Ahijuna! ¡Viera, compadre,
cómo reculó en su silla,
con una jeta amarilla,
llamándome hijo de… madre!
¡Qué modo de andar la bola
y qué lío el Diablo armó,
gimiendo como si yo
le hubiera pisao la cola!
—¡Viva Mitre! —en su vecina
mesa gritaba el mamao,
y yo que ya estaba alzao
le retruqué: —¡Viva Alsina!
A la rubia le dio el mal
y se tumbó, toda blanca.
El barrigón de la tranca
patiaba como bagual.
Alguno habrá dao parte,
Laguna, porque al segundo
con cara de fin del mundo
se presentó un Comendante.
Traiba un corvo su mercé
y a más una milicada
con la que cerró la entrada,
y me ordenó: —¡Entrieguesé!
Quise ablandarlo al milico,
pero la razón del pobre
¡ya se sabe! vale cobre
y vale oro la del rico.
Áhi no más me puso preso,
mientras el Diablo canalla
revoliaba una pantalla
y comentaba el suceso.
Me hierve la sangre, hermano
si pienso que todo el día
me tuvieron en crujía.
¿Pa qué seré ciudadano?
Al otro que pené ansina
vino Estanislao del Campo,
llegao recién del campo
de orden del Dotor Alsina.
Me dio tabaco y papel,
me dijo: —Estáte tranquilo,
no seás bruto, guardá estilo,
vi a hablar con el Coronel.
Salí una hora más tarde,
y el propio Ño Estanislao
se riyó y dijo: —Cuñao,
pucha que el Diablo es cobarde…
Ya no quise saber más
del asunto de la lana,
quedará para mañana
o nunca, ¡déjenme en paz!
Ensillé mi parejero
y apunté rumbo a la Sierra.
Aquí a lo menos la guerra
no es con el Diablo, aparcero.
Hay malevos, más de tres,
y su trato no conviene,
pero si Mandinga viene
no podrá llamar al juez.
Creamé: güelva al Bragao,
dispare de Buenos Aires
que hay chamusquina en el aire;
monte en su overo rosao.
Ya se me termina el rollo.
Si el Diablo es autoridá,
¿quién se queda en la ciudá?
Lo abraza:
ANASTASIO EL POLLO
L
os dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
—Esta noche será la crisis.
—Sí —responde el doctor Eduardo Wilde—; hemos hecho cuanto pudimos.
—Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente, el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules como él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían; ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
—¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas «calaveras, ejemplos y corridos» ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar, y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.