Yo armaba trampas para cazar pájaros y cavaba en el jardín, pero más a menudo los celos me mantenían quieto entre la fronda, atisbando.
Hasta que una tarde Bernarda dejó de hablar. Desde entonces, protegidas por el tapiz que las separaba de todo, ella y mi hermana no hicieron más que mirarse, mientras las horas se desgranaban con perezoso ritmo. El pecho de Asunción pujaba bajo el vestido tenso. A partir de ese instante comenzó a producirse la inexplicable transformación. Tan sutil fue el desarrollo del proceso que jamás, aunque varié el escondite y me arrimé cuanto pude, me fue dado captar un signo de la mudanza en el segundo mismo en que ella ocurría. Pero lo cierto es que esa mudanza tenía lugar. Insensiblemente, las cejas de Asunción se curvaron en la copia del trazo de las de Bernarda, en tanto que las de ésta se alisaban y extendían como las de mi hermana. Fue luego —o antes, porque esto, la exactitud de cada evolución de la embrujada metamorfosis no lo sabría precisar— la boca de la mulata la que pareció sumirse hasta trocarse en delgada línea, mientras que la de Asunción se redondeaba y enriquecía con el voluptuoso dibujo de los labios de Bernarda Velazco. Y luego fueron los ojos. Yo estudiaba a mi hermana en casa, cuando pedíamos a mi padre la bendición y la luz de los candelabros le daba de lleno. Una noche discerní en el fondo de sus ojos algo nuevo, como si otros ojos fueran surgiendo, aflorando, de la profundidad de los suyos, y entintándolos con reflejos verdes.
Por fin no pude más y, angustiado, interrogué a Asunción, pero se echó a reír de lo que le dije, con una risa ronca, extranjera, y por otra parte lo dije mal, a tropezones, pues era imposible que expresara cabalmente la idea que tenía, o sea que Bernarda la iba devorando. O no, no es eso, tampoco es eso, pues se devoraban la una a la otra, se
trasladaban
la una a la otra —si tal descripción tiene sentido— en viaje de etapas inubicables. Y lo peor es que nadie se daba cuenta. Traté de hacerlo comprender a mi padre quien, con un corto ademán, como se ahuyenta a un moscardón, me mandó a que jugara en el patio.
—Pero, ¿no lo ve usted? —grité, exasperado por mi impotencia.
Mi padre la escudriñó un instante y se encogió de hombros:
—¡Qué disparate! —comentó—. Asunción crece; ya es una señorita. Eso es lo único que sucede. Mejor fuera que estudiaras tu latín y no te trastornaras el seso con fantasías.
Mi entrometimiento me privó del resto de confianza que mi hermana depositaba en mí. Ya no me dirigió la palabra y vivimos el uno junto al otro como extraños.
Entre tanto, en la huerta de la casa de Mendoza, que el verano poblaba de abejas y de cigarras, el maleficio proseguía. Asunción empezó a dorarse, como si el reflejo del oro acumulado alrededor se transmitiera a su piel, y la mulata palidecía, como si se estuviera desangrando.
Un día —recuerdo la fecha: fue el 26 de febrero de 1817; el capitán Mariano de Escalada acababa de entrar en Buenos Aires con noticias de haber reconquistado nuestras tropas el reino de Chile— resolví hablar con tía Paula. Llegué al estrado tumultuoso, pero la señora no me quiso atender. Ella y sus amigos estaban absorbidos por las nuevas magníficas. En la plaza atronaban las salvas de los artilleros. A poco, la sala se vació. Se encaminaban todos a la Casa Consistorial, a ver la bandera tomada al enemigo que habían colocado en el balcón central, caída, entre las nuestras enarboladas. Corrí a invitar a mi hermana para que gozáramos del espectáculo y de las músicas militares, pero ni siquiera me contestó.
Bernarda me miró por primera vez en mucho tiempo y me costó reconocerla; me costó distinguir cuál de las dos era Asunción y cuál la servidora, aunque esta última, si bien no sólo su rostro sino también su cuerpo delicado correspondían a los de Asunción, debía ser la que, con ademanes armoniosos, bruñía el marco de un pequeño espejo de plata. La otra, mi hermana en verdad, era ya idéntica a Bernarda Velazco. Unidas las manos, en actitud reverente, dijérase que la adoraba.
Entonces me tocó asistir a la escena en la cual culminaba el hechizo. La mulata se puso de pie y tendió a mi hermana el espejo que pulía; ésta lo tomó y reanudó la tarea iniciada por la otra, quien, de nuevo en cuclillas, juntó las manos.
No me contuve y exclamé con voz quebrada: ¡Asunción! ¡Asunción!
Fue Bernarda Velazco quien me dio respuesta, Bernarda que había terminado de apoderarse de mi hermana, de trasvasarla toda a ella:
—¿Qué quieres? —me interrogó ásperamente.
—No, tú no, tú no, mi hermana…
—Yo soy tu hermana, Beltrán.
Y entre tanto mi hermana Asunción frotaba el marco exhornado de ángeles y medialunas, sin osar mirarnos.
Esa noche, cuando regresé a casa, quien me acompañó fue la mulata, lo juro.
Creí que mi padre, alertado por el instinto, adivinaría confusamente el engaño y recordaría mis palabras anteriores, pero al requerir Bernarda que la bendijera (Bernarda que ya no era Bernarda, sino Asunción), mi padre le sonrió y dijo:
—¡Qué bella estás, muchacha! —y le acarició la mejilla.
No dormí. Recé con atormentada congoja, pidiendo ayuda al Cielo. De mañana, corrí a lo de Mendoza. Asunción se hallaba en la huerta, sentada en la alfombra azul, entre los metales que se caldeaban al sol del estío.
—Asunción —le rogué—, Asunción…
Y ella rehuyó mis ojos y clavó los suyos, los ojos verdes de Bernarda, en el sahumador de oro del Marqués de Loreto que iba cubriendo de suave ceniza.
Quedé junto a ella, hablándole, hablándole como se habla a los niños muy pequeños para que no se asusten, pero no quiso contestar. Apareció por el jardín tía Paula, a buscar unos jazmines.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —me preguntó riendo detrás del velo, pues pretendía que el sol la manchaba de pecas. Y añadió—: ¿Te habrás enamorado de Bernarda?
Reía y cortaba los frescos jazmines, y yo no sabía qué hacer, no atinaba más que a cubrirme la cara con las manos temblorosas.
Por la tarde, la que había asumido los rasgos de mi hermana vino a la huerta. Ocupó su lugar en la alfombra, el lugar de Asunción, y el día transcurrió, infinito…
Pero al siguiente se negó a regresar a lo de Mendoza. A mí no me replicaba; en cambio no cesaba de platicar con mi padre, y pronto advertí que lo encantaba, que lo seducía como había hecho con nosotros, y en tanto pasaba la semana letal fue evidente que en el ánimo de mi padre se desperezaba una desazón provocada por esa hija que no era su hija, cuya hermosura le trastornaba…
Mi hermana —porque volví a la huerta solo— dejó el tejido y me preguntó con su voz distinta:
—¿Y Asunción, no la traes contigo?
—No mientas, bien sabes que no es Asunción; que Asunción eres tú.
—¿No vendrá? ¿Estás seguro de que no vendrá?
—No vendrá. Está enloqueciendo a nuestro padre.
Asunción movió la cabeza negativamente y hundió las agujas en la guarda del tejido:
—Te ruego que le digas que venga.
Pero Bernarda rehusó hacerlo. Salía ahora mucho con mi padre. Juntos fueron al teatro de comedias y a la recepción de los estandartes traídos de Santiago de Chile y a la fiesta con castillo de fuego que hubo en la Plaza Mayor.
Yo no me alejaba durante todo el día del naranjal de los Mendoza.
—Asunción —imploraba—, dime que tú eres Asunción…
Y le besaba llorando las manos morenas.
Yo era un niño, un niño de doce años. No se me ocurría qué hacer, a quién recurrir. Las pesadillas me torturaban de noche.
—¿No vendrá Asunción? —gemía mi hermana recostándose entre la orfebrería olvidada.
—Asunción eres tú…
Acosado, me humillé y supliqué a Bernarda que volviera aunque fuera una vez. Me espió con los ojos de mi hermana, en cuya hondura, como un pez veloz en lo hondo del agua revuelta, cruzó la chispa cruel de los otros ojos agoreros, y retrocedí:
—No iré nunca.
Tuve que transmitir el mensaje despiadado. Asunción carecía ya de voluntad. Sus brazos pendían sobre la alfombra. A la madrugada siguiente, impulsado por un presentimiento, acudí temprano a la huerta. La hallé acurrucada sobre el tapiz. Corrí hacia ella, desparramando las fulgurantes platerías, y la abracé. Entreabrió los ojos verdes y murmuró:
—¡Beltrán! ¡Beltrán!
Di grandes voces, llamando a los negros. Con ellos irrumpió, destrenzada, la tía Mendoza.
—¡Ha muerto! —sollocé.
Tenía entre los brazos el cadáver de mi hermana Asunción, mi hermana Asunción como había sido cuando su belleza me detenía en mitad de los juegos para sonreírle; mi hermana Asunción con sus ojos oscuros, sus manos blancas, sus labios finos que mojaron mis lágrimas.
A Bernarda nadie la vio más. En su cuarto, en el cuarto de Asunción descubrí que la imagen de la Virgen María había sido atravesada con siete alfileres. Debajo de la almohada, en el lecho, encontré unas hojas de aruera, el árbol de las brujas del litoral.
Meses más tarde, le pedí a mi tía que me regalara la alfombra azul. Quizás pensó que desearía guardarla, en memoria de la que había muerto allí. Encendí una gran hoguera en el patio de la casa. Largos años me persiguió el recuerdo de la forma encrespada, cuando se erguía y retorcían los flecos en medio de las llamas crepitantes, rugiendo como un animal de presa que se quema vivo.
D
e todo hay en la extravagante Corte de Río de Janeiro: hasta un cazador de fantasmas, hasta un hombrecito calvo, muy viejo, muy movedizo, que vive cazando fantasmas. Es un antiguo criado de la Reina doña María de Braganza, la loca. Se llama Silvestre y vino con ella de Portugal hace trece años. Ya en aquel viaje vergonzoso, en aquella fuga, dicen que cazó un espectro que se escondía en la cubierta de la nao, dentro de una de las sacudidas carrozas de la recepción de doña Mariana de Austria, bajo los almohadones de terciopelo. Lo encerró en una bolsa de esas que él mismo asegura y remienda, y durante el largo viaje lo guardó celosamente. Las infantas y los emigrados que se apretujaban en la sofocación del navío —el Rainha—, distraíanse de las incomodidades de la travesía preguntándole por su prisionero:
—¿Tienes siempre cautivo al fantasma?
—Lo tengo, Alteza; lo tengo, Serenísimo Señor.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—Pero, ¿no le hablas?
—No puedo oírle dentro del saco.
Y Silvestre reía, mostrando la boca desportillada. Luego se acercaba a la Reina demente, vestida de negro, enredado el rosario en las manos blanquísimas, que de tanto en tanto agitaba las tocas monjiles para exclamar: ¡Ay, Jesús!
Adoraba a su señora. Sólo se separaba de ella para lanzarse de aventura por los puentes, a la noche, con breves pasos furtivos, lista bajo el brazo su bolsa de cazador. Durante el resto de la odisea, no consiguió nada.
Los hidalgos no paraban con sus preguntas. La broma disfrazaba su ridícula debilidad de fugitivos. Acaso Silvestre les hiciera olvidar, con su persecución de miedos fantásticos, los otros miedos, los reales: el miedo que les causara el fragor de las espuelas de Junot al entrar en los desiertos salones de Lisboa; el miedo de la sombra inmensa de Napoleón, volcada sobre la flota angloportuguesa en la que disparaban hacia el Brasil quince mil cortesanos.
—Silvestre, ¿traemos muchos duendes con nosotros?
—Silvestre, ¿vienen también los del palacio de Queluz, los del monasterio de Mafra?
—Silvestre…
El criado a todos respondía:
—Señores, los oigo alrededor como un zumbido de abejas.
Y las infantas y los nobles callaban un instante, hechizados por el tono del viejo, para escuchar el chapoteo del agua contra el casco de la embarcación.
En Río de Janeiro no cambió de tarea. Solían hallarle, a altas horas, por los corredores de Bõa Vista. Llevaba en una mano un farol de vidrios azules y en la otra su bolsa. Un día topó con don João, el Príncipe Regente. Detúvole el grueso señor, que caminaba con dificultad, arrastrando los pies. El soberano tendió hacia él su carota espesa, papuda:
—Y, Silvestre, ¿cuántos has cazado ya?
—Ocho, Alteza.
—¿Dónde los guardas?
—Arriba, Alteza, en mi desván.
—Iré a verles alguna noche.
Pero nunca fue. En el desván, alrededor del lecho del criado, pendían los ocho bultos colgados de las vigas, como perniles. Cuando entraba un soplo de aire, se balanceaban.
Otra vez, luego de un besamanos, Silvestre hizo su reverencia en el jardín de la quinta ante la infanta Carlota Joaquina, la Princesa. Llameaban en torno las orquídeas fabulosas. Eso fue el año 1809.
La española sonrió. La gente sonreía siempre, cuando se dirigía al cazador de fantasmas:
—Silvestre, ¿te gusta tu oficio?
—No, señora, no me gusta.
—¿Por qué lo haces, entonces? Nadie te obliga.
—Alguien tiene que hacerlo.
—¿Es verdad que los oyes como si fueran abejas?
—Es verdad, señora.
—Cuando yo sea reina del Río de la Plata te llevaré conmigo a Buenos Aires. Allí no hay fantasmas y podrás descansar.
El criado se pasó la diestra por la cabeza monda, de marfil chino:
—¿No los hay, Alteza?
—No. Aquello es muy joven, muy nuevo para que lo habiten las ánimas.
Desde entonces Silvestre soñó con Buenos Aires, donde podría descansar.
Transcurrió un tiempo y la Princesa le dijo:
—Las cosas andan bien; Silvestre, pronto iremos a Buenos Aires.
Y él, soñando, soñando…
Pero las cosas anduvieron mal y la Princesa no logró su trono. Opusiéronse don João —el marido receloso— y el embajador de Inglaterra. Se le esfumó entre las manos, como otro espectro. Ya nadie pensaba en esa corona mitológica y Silvestre seguía recordándola, esperándola. Nadie la recordaba, ni los conspiradores porteños de la rua do Ouvidor, a quienes traicionó la serenísima señora; ni todos aquellos con quienes mantuvo una correspondencia astuta: los Rodríguez Peña, Belgrano, Hipólito Vieytes, Beruti, Irigoyen; ni el almirante Sir Sidney Smith, ni el bello Felipe Contucci… Nadie…
Después de la muerte de la Reina loca, Silvestre creyó que él también iba a morir. Le salvó el espejismo de Buenos Aires.
—¿Cuántos fantasmas tienes ahora, Silvestre?
—Doce, Majestad.
—¿Cómo los cazas?
Él se sonreía débilmente, enseñando las desdentadas encías: —Es difícil, Majestad. Debo aguardar a que estén muy quietos.