Misteriosa Buenos Aires (11 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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Hace más de cuatro meses que la impaciencia roe a Fray Joseph en el convento de Santo Domingo. Sólo una desgraciada tempestad y el naufragio de su barco pudieron llevarle a playa de tanta miseria. Cuando le condujeron desde las toscas, medio muerto, sobre una parihuela, entreabrió los párpados y vio desfilar a su lado la infinita pobreza de Buenos Aires que clamaba por la lluvia. Seguían su camilla, haciendo ademanes de teatro, el gobernador don Francisco de Robles, tres o cuatro oficiales reales, algunos soldados, y el extraño séquito del arzobispo: un paje inglés y los dos frailes agustinos, un español y un napolitano, que había recogido en sus andanzas. Detrás zozobraban los restos del navío y el lento olear del Río de la Plata batía contra unos pocos cajones tumbados en el barro. Todo se había perdido.

Días complicados aguardaban al griego. Naturalmente, nadie comprendía quién era. El comisario porteño del Santo Oficio estudió sus papeles dándose aires de sabiduría, pero fue en vano. Dio vueltas y vueltas a las dos bulas escritas con letras ilegibles sobre pergaminos en forma de media luna, por medio de las cuales el Gran Turco despojaba a Fray Joseph del arzobispado de la Isla de Samos. El comisario resoplaba sobre las iniciales de oro, fruncía las narices y aspiraba el sospechoso olor de la herejía.

Los dos agustinos salvaron su responsabilidad de inmediato. Arguyeron que le habían conocido recientemente, y, abriendo las manos en abanico sobre la boca, apuntaron que se dedicaban a ordenar sacerdotes cobrando por ello buenas monedas de plata. El arzobispo mascullaba en griego, en latín, en turco, barajando los vocablos. Su criado sólo hablaba inglés. Era imposible comprenderles y ellos mismos alimentaban la confusión adrede con tanto sonido ronco. Pero el comisario inquisitorial buscaba su pista dentro del laberinto. Iba arremangado, congestionado, repitiendo las preguntas.

Unas veces creía deducir que Fray Joseph Georgerini, griego de nación, cismático que había abjurado, había obtenido el permiso del Papa Clemente X para decir misa según el rito griego. Deducía otras que el forastero había vagado de Samos a Roma y de allí a Florencia, a París, a Marsella, a Londres, a Lisboa; que los ingleses le habían reducido a prisión; que había ambulado por Madrid con el hábito desgarrado, como un profeta antiguo. Y por fin, cuando estaba seguro de que Su Majestad vería con agrado que las autoridades de Buenos Aires procedieran contra el intruso, el griego sagaz lograba torcer el expediente y dar la impresión de que el monarca le había autorizado a pedir limosna en sus dominios por tiempo de un año.

El comisario don Sebastián Crespo y Flores se mesaba los escasos mechones y volvía a empezar. Desesperado, cerró las carpetas, escribió al Santo Oficio de Lima y ordenó que el arzobispo de Samos, o lo que fuera la jerarquía de su obligado visitante, se encerrara bajo custodia en el convento de los hijos de Guzmán. Allá se fue Fray Joseph Georgerini, aleteantes las mangas de su ropón. Le quedaba su esmeralda, con el grabado mochuelo de las viejas monedas atenienses. Seduciría con ella a sus guardianes y podría escapar. Y ahora Walter se la había robado…

—Satán, Leviatán, Elioni, Astarot, Baalberit…

El arzobispo de Samos llama al Demonio en su socorro; al Diablo a quien Erasmo vio en las pulgas de Rotterdam, a quien el ermitaño San Antonio escupió en la cara, a quien el Papa San Silvestre metió en una cueva, a quien San Cipriano abrazó en su juventud.

Y la celda se ilumina con el color del azufre en torno del brujo que semeja un macho cabrío.

Walter escapa a uña de caballo camino de Córdoba. En su anular izquierdo fulge la esmeralda con la pequeña ave rapaz que se nutre de reptiles y de roedores. El paje se detiene a pasar la noche bajo un espinillo. En la soledad que le oprime y le asusta, piensa, para distraerse y darse ánimo, en el mal rato que estará viviendo su señor. Una leve sonrisa asoma a sus labios pero pronto se borra. La imagen iracunda del arzobispo de Samos, a quien supone entregado a quién sabe qué ritos nefandos en el convento de Buenos Aires, basta para invadirle de zozobra. Durante los últimos meses, en el barco, ha espiado a Fray Joseph en más de una ocasión por el ojo de la cerradura, y le ha visto modelando figurillas de cera en las que luego clavaba alfileres agudos, o inclinado con el rostro descompuesto sobre sus libros arábigos. Pero por más que el griego quiera, no podrá alcanzarle hasta aquí con sus mañas. Hay muchas leguas entre ambos.

El muchacho enciende una fogata y se tumba a dormir arrebujado. Allá cerca, su caballo pasta en los cardales.

La noche pesa encima con su terrible negrura.

Horas más tarde, Walter despierta bruscamente. Algo, quizá un insecto, le ha picado el anular, en la mano donde lleva la sortija. La hoguera se ha extinguido casi y al tímido resplandor de las brasas el paje distingue, sobre el anillo, en la segunda falange, una diminuta mancha azul.

Alrededor la noche acentúa su desamparo. La pampa no goza ni de una estrella ni de un grillo. Sólo rompe el silencio, en las tinieblas cercanas, el balido de un animal que podría ser una cabra salvaje. Temeroso, Walter silba a su caballo y como respuesta oye, dentro de la fronda del árbol que le cobija, el grito de un ave oculta, quizás un mochuelo, como una risa falsa, destemplada. El muchacho se esfuerza por divisar algo en la sombra, pero la masa del espinillo se funde con las tintas nocturnas. Se pone de pie y, extendiendo los brazos como un ciego, sale en busca de su alazán. Lo silba de nuevo, lo llama, y entretanto el balido responde a la risa agorera que parte del tronco.

El dedo le quema como si lo hubiera arrimado al rescoldo. Acaso le haya mordido una víbora. Lívido de terror, Walter se quita la esmeralda y la coloca en el anular derecho. Mientras las palpa con angustia, siente que las falanges izquierdas se le hinchan y que el dolor se insinúa hacia la muñeca, hacia el brazo.

Entre los cardos roza por casualidad un fragmento de la brida de su cabalgadura. Se oprime la mano envenenada que al tacto parece algo monstruoso y caliente. A la distancia, escucha el alegre relincho del caballo que huye por la llanura desierta.

Walter regresa a los tropezones al refugio del fuego. Ahora le arde la otra mano, el otro anular, a la altura de la sortija. Saca también de allí el anillo y lo desliza en su faltriquera. Acerca los dedos a las brasas y ve que los de una mano, tumefactos, agarrotados, con las uñas irreconocibles, comienzan a cubrirse de una transpiración verde y mohosa. En la otra ya avanza la gangrena azul.

El paje llora de miedo y se echa a correr entre las matas. Bajo su faltriquera, en el muslo, la misma mordedura le irrita la carne. Toma el anillo griego, el anillo maldito, y lo arroja a la noche. La piedra brilla en el aire como un carbunclo. Pronto, los brazos de Walter penden, inertes, perdidos. Arrastra la pierna que le pesa como si fuera de plomo. Comprende que no podrá continuar así por mucho tiempo. Y en tanto vaga cayendo y levantándose, por el llano cruel, gimiendo como un loco, le persigue la risa del mochuelo invisible, que revolotea en la oscuridad y le golpea la cara con las alas duras.

XVI
EL EMBRUJO DEL REY
1699

Fragmento de una carta enviada desde Buenos Aires al enano milanés don Nicolasito Pertusato, criado de los reyes Felipe IV y Carlos II.

«… y sin duda asombrará a vuesa merced recibir esta carta mía, pues me habrá echado en olvido después de tanto tiempo; por ello refrescaré su memoria y le recordaré que tuve el honor de conocerle en Madrid ha veinte años, gracias a una casualidad feliz.

Hallábame en las cocinas del Real Alcázar, con mi amigo el enano inglés Bodson, aquel que el Duque de Villahermosa trajo de Flandes y regaló a Su Majestad cuando vuesa merced llegó en busca de la vianda, en cumplimiento de su función de Ayuda de Cámara. De inmediato vuesa merced y el inglés comenzaron a disputar por unas codornices, y Bodson la hubiera pasado muy mal, pues vuesa merced medio le había metido en un ojo la llave del cuarto regio, de no haber intervenido para separarles este visitante curioso y Mari-Bárbola, la enana de la Reina. Con el fin de hacer las paces, sugirió esta última que, siendo yo forastero y recién venido de Segovia, me mostraran el cuadro de la Infanta Margarita, la que casó con el Emperador, y en el cual el pintor Velázquez incluyó también las figuras de vuesa merced y de la enana. La idea fue del gusto de todos y allá nos dirigimos.

Conservo en la mente como una de las escenas más preciosas de mi vida vagamunda el cruce de tantos aposentos tendidos de tapices y adornados de maravillas, hasta alcanzar el cuarto bajo de Su Majestad, la pieza del despacho, donde el cuadro me tuvo buen espacio boquiabierto. ¡Ay, señor don Nicolasito, paréceme estarlo viendo ahora, con aquella luz que despedían el rostro y el traje de la Infanta, y aquella reverencia de las meninas, y a un lado el pintor, y al otro la Mari-Bárbola, pesada, robusta, feísima, y vuesa merced, tan fino, tan delicado, tan pequeñito, el pie apoyado graciosamente sobre el lomo de un mastín! Veinte años de penurias y mudanzas han transcurrido desde entonces y nada se me perdió.

En aquel instante oímos pasos y mi corazón golpeó desordenadamente, pues temí que fuera el Rey quien venía a sentarse a aquella mesa del despacho, que colmaban las carpetas, los papeles, los sellos y las plumas. Echamos a correr por las mismas salas vacías, sonoras, y la mona vestida de raso amarillo, plantada sobre la cabezota de Mari-Bárbola, lanzaba unos chillidos agudos, mientras el inglés se defendía de los topetazos contra las sillas que le obligaba a dar con sus brincos un negro y revoltoso lebrel. Por una de las puertas que a ambos lados se abrían, desapareció vuesa merced secretamente y ya no torné a verle en mi vida. Le narro el lance tan por lo menudo, pues sé que, así como yo lo he guardado en la mente, vuesa merced lo habrá olvidado, con tantos episodios memorables como le habrá ofrecido su larga experiencia palaciega.

No detallaré a vuesa merced lo que mis andanzas fueron desde entonces. Estuve en Mallorca, en Brujas y en el Milanesado, siempre con adversa fortuna, probándolo todo, a v veces de volatinero, pues he sido diestro en ejecutar piruetas y saltos de payasería, otras de paje de algún hidalgo pobre, de marinero, de vihuelista y hasta de sacamuelas. Encontrándome en Sevilla con una agujereada bolsa por hacienda, decidí desgarrarme hacia estas malditas Indias alabadas, movido por la tentación de la gloria y del oro. Ni oro ni gloria llovieron sobre mí, sino sinsabores infinitos. Conocí las ciudades de México, de Panamá y del Brasil, donde puse las botas como flecos y ejercí tantas profesiones que ni yo mismo acertaría a enumerarlas, y por fin mis huesos maltrechos y roídos (he cumplido cincuenta y seis años) rodaron hasta este desgraciado Puerto de Santa María de los Buenos Aires, donde ni es bueno el aire ni María nos alivia con el dulzor de su sonreír.

El destino aciago, ya que no la bienandanza que de muchacho soñé, me ha brindado algunas amistades fieles. Una de ellas es la del estudiante Felipe Blasco, llamado el Cojo, que es quien escribe esta carta, porque tan luengos trajines y la urgencia de aprender la ciencia de la vida y del pan diario no me dejaron asueto para estudios de universidad. Otra, es la del perrero de la Catedral, Marcelino Peje, cuya función finca en echar los canes del templo, que siempre hay algunos merodeando por los altares. Y otra, finalmente, la de Sebastián Milagros, un negro maestro en el arte de curar lo incurable. Juntos hemos formado una cofradía para venirnos en mutua ayuda. Por eso la carta que vuesa merced tiene en sus nobles manos se compone en nombre de los cuatro.

Trazado este exordio, diré a vuesa merced don Nicolasito que mi modo de lograr el cotidiano mantenimiento, compartido con el estudiante que mencioné, consiste por ahora en el humilde oficio de sopista, o sea que ambos acudimos muy de mañana a los conventos de San Francisco y de Santo Domingo y a la Compañía, provistos de sendas escudillas, en pos de la ración de sopa que la caridad de los Padres provee, con más agua que otras especies, a quienes la solicitan por el amor de Dios y de la Virgen. Este año la ración se ha debilitado, pues sabrá vuesa merced que la Divina Majestad prueba nuestra paciencia con una terrible sequía por la falta de lluvias. De vez en vez alternamos la pitanza conventual, insuficiente para los reclamos de un estómago inquieto, con otros auxilios habidos honestamente. Así, por ejemplo, guiamos en la ciudad a los escasos viajeros, conduciéndoles a las mejores pulperías, o servimos de correo a señores y damas, cuando han menester de mensajeros de especial discreción.

Ayer quiso nuestra estrella que el gobernador don Agustín de Robles agasajara en el Fuerte a varios cabildantes y funcionarios y que el Cojo y yo fuéramos llamados para atenderles. Entre plato y plato (no fueron muchos y regresaban tan limpios que defraudaron nuestras esperanzas), nos fue dado escuchar la conversación de esas personas principales, departiendo con autoridad. Fue así como nos enteramos del hechizo de Su Majestad a quien Dios guarde.

Su Señoría don Agustín había recibido pliegos de la Corte y a media voz comunicó a sus huéspedes compungidos la novedad que, según revelaciones hechas por un demonio a Fray Antonio Álvarez de Argüelles, dominico del convento de Cangas y conjurador famoso, Su Majestad padece desde la edad de catorce años un hechizo que se le dio en una taza de chocolate, dentro de la cual se deshicieron entre otros ingredientes que no me atrevo a citar, los sesos de un hombre muerto de mala muerte. Ya podrá imaginar, señor Pertusato, cómo temblaron en nuestras manos las jícaras y los jarros de plata al oír tan espantosos pormenores, y más aun al saber que, en opinión del mismo diablo informante, se debieron a la ambición de la Reina Madre doña Mariana de Austria, que en gloria esté.

Terminado el yantar y recogida la vajilla, nos reunimos como solemos hacerlo en la choza de Marcelino Peje, perrero catedralicio: el Cojo, el negro Sebastián Milagros y este indigno servidor de vuesa merced. Comentamos, como era justo, lo que habíamos escuchado contra nuestra voluntad en el Fuerte, y resolvimos de común acuerdo, validos de la circunstancia de haber tratado yo pasajeramente a vuesa merced veinte años ha, enviarle la carta que estoy dictando y que el Cojo adereza con donaire más sutil.

Tiene ella por objeto comunicar a vuesa merced, Señor Ayuda de Cámara, una fórmula que en casos graves aplica Sebastián Milagros y cuyas virtudes han sido hasta hoy infalibles. Consiste en una cocción de palma, romero y olivo tostados en una vasija de arcilla, con los cuales se sahumará la alcoba del embrujado, asperjando también los rincones con agua sacra. Quien realice el exorcismo deberá revestir una capa y aletear con ella, a manera de quien espanta, en dirección a la puerta. En ésta se habrá enterrado previamente un cuí negro, clavado con alfileres. Acaso vuesa merced ignore que el cuí o cuy es un conejillo de tierras cálidas.

Nuestro deseo, como buenos vasallos, es que la razón de este remedio, cuya eficacia podría salvar al Imperio de daños crueles, llegue a oídos de nuestro glorioso Monarca. ¿Qué embajador más titulado que vuesa Merced, don Nicolasito, con su privanza en la cámara de Su Majestad? Le encarecemos por ello que nos facilite su concurso.

Marcelino Peje ha apartado algunas economías en años de duro rigor y ha dispuesto que si vuesa merced accede a transmitir al regio Amo la fórmula antes dicha, se honrará presentándole un bellísimo jubón de gamuza verde llegado por misteriosa equivocación a Buenos Aires, que tiene faldillas a lo francés y un ancho pasamanos de hebras de oro, y que luciría a las mil lindezas sobre la figura de vuesa merced.

A cambio de nuestra voluntad nada pedimos, que sólo cumplimos un deber y nos inspira la ahincada lealtad del súbdito hacia quien es dueño de nuestras vidas por gracia de Dios. Agradeceríamos tal vez se nos tuviera en cuenta para algún socorrillo, pues todos lo necesitamos en esta hora amarga, lo mismo Marcelino Peje que el moreno Sebastián Milagros y Felipe Blasco el Cojo y este criado de Vuestra Señoría, quien espera no cerrar los ojos para el sueño último sin que los acaricie el sol de Madrid y sin ver una vez más, en la pieza del despacho de Su Majestad, el cuadro donde el aposentador Velázquez pintó a Vuestra Señoría de pie en un ángulo, como si fuera un menudo Príncipe…».

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