El prestamista cruza maniatado el corro que se amasó frente a la puerta, dentro del cual hay chicos que le gritan judío y negras que le sacan la lengua. Se vuelve para ver a su mujer y al extranjero que permanecen ante su casa y que luego entran en ella, muy juntos, a recoger los restos del espejo veneciano, del espía muerto.
Huirán a Chile con su pasión desesperada, pero Simón no lo sabrá nunca. Su proceso ambulará por tribunales indiferentes, acumulando papelería, de Buenos Aires a Lima, de Lima a España, hojeado distraídamente por magistrados e inquisidores, que se devolverán la carpeta cada vez más abultada, hasta que nadie entienda cuál es la causa que se debate, ahogada en un mar de sellos y de rúbricas, los que se repiten como si el expediente se hubiera llenado de espejos laberínticos que copian las idénticas fórmulas latinas y los rostros iguales de los jueces. Y Simón del Rey perderá todas sus estancias. Le enviarán de una a otra celda, por tentativa de asesinato en la persona de un representante de Su Majestad; por ocultamiento sedicioso de armas a favor de los enemigos portugueses; y por herético judío, que no vaciló en arrojar un Cristo contra la pared, quebrando un espejo, después de jurar que ese Cristo —que llamó maldito— era el culpable de su desgracia. Y se transformará en un viejecito cuyo temblor hace tintinear su rosario, y que susurra a los carceleros sordos:
—Le pegaré… la llevaré a la estancia… le pegaré… me dolerán las manos…
H
ace tanto calor que el gobernador del Río de la Plata ha optado por quitarse la golilla incómoda y escapar del bochorno que se aplasta sobre las salas del Fuerte. Se ha acodado en uno de los parapetos, no los que vigilan el río sino las fronteras de la ciudad. El crepúsculo enrojece los techos. Por la plaza inmensa, entre nubes de polvo, avanza una carreta despaciosa como un escarabajo. No lloverá nunca más, nunca más. Ni Nuestra Señora del Rosario ni Nuestra Señora de las Mercedes escuchan las rogativas. Don Jerónimo escruta el cielo, en pos de un signo. Doquier, la misma calma, la misma serenidad de las nubes rojas y quietas, se mofa de los sembrados mustios.
El gobernador se hace aire con el abanico de su mujer. Un negrillo acude con el mate de oro.
Don Jerónimo Luis de Cabrera mira hacia abajo, hacia el foso seco que por esa parte circunda la mal llamada fortaleza. Las ranas no cejan en su desesperado clamor. Todo el mundo pide agua, agua, hasta su galgo negro que frota suavemente el hocico contra la diestra abandonada de su amo.
En el foso, sobre la hierba pálida, crujiente, tres soldados juegan a los naipes. El gobernador se asoma y les espía sin ser visto. Junto a ellos están los morriones que enciende el último sol como una fogata. Los tres son muy jóvenes, casi unos muchachos, y ríen.
El gobernador suspira. La cincuentena comienza a agobiarle, a modo de un fardo invisible que por momentos le tortura los hombros y le dobla. Pero él no es hombre de dejarse torcer sin resistir. Procede de casta de bravos y de rebeldes. Por eso murió agarrotado su abuelo, el fundador de Córdoba; por eso murió en el cadalso su padre, el levantisco. Se yergue, con el empaque de la estatura prócer. No hay en el Río de la Plata señor tan señor como Su Señoría. Le sobran blasones y estancias y parentescos principales. Y méritos también. Anduvo en la conquista de los Césares misteriosos y en la guerra contra los indios calchaquíes. Es digno de sus dos abuelos: de don Jerónimo Luis de Cabrera y de Juan de Garay.
Pero un nuevo suspiro delata su tristeza, que se confunde con la del crepúsculo que melancoliza a Buenos Aires. Palmea al perro y chupa la bombilla caliente. No, no lloverá nunca, ni sobre la ciudad ni sobre sus mechones grises.
Abajo las ranas prosiguen su serenata monótona: ¡agua!, ¡agua!, ¡agua! Los soldados terminan el juego. Ahora se echan de bruces sobre la tierra agrietada. El gobernador se abanica y oye su conversación.
—A las nueve —dice uno— iremos a ver a la paraguaya. Nos estará esperando.
—Mejor fuera —responde otro— llevar el vino.
Don Jerónimo piensa en esa paraguaya de la cual le ha hablado con fruncimiento hipócrita el alférez real. Es una hembra de perdición que vive en los arrabales, pero ¡tan hermosa!
—Tan hermosa… —murmura el gobernador, y por su mente pasan las mujeres bellas que conoció en Córdoba, en su mocedad. Recuerda las mestizas que iban por agua a la fuente, en su estancia de Costasacate, el cántaro al hombro. Recuerda una negra de la casa de su tío don Pedro, una esclava fina, arqueada, de fugaces caderas. Reía con los dientes y con los aros de plata. Se encontraban al atardecer, bajo un limonero. Recuerda…
Uno de los soldados se incorporó:
—La paraguaya me ha asegurado que nos aguardará sola.
Sola… El gobernador la imagina al amparo del alero de su chocita. Hay un papagayo en una percha y la muchacha se estira, casi desnuda, como las mestizas que iban a la fuente…
Y las indias… En su estancia de San Bartolomé había una india más delicada, más sutil que las blancas. Millares de vacunos pueblan hoy esa heredad cordobesa de San Bartolomé. ¿Para qué los quiere, si todo se reduce a hacerse aire con el abanico de su mujer y a soñar?
Y otro soldado:
—Tiene un lunar junto al pecho izquierdo, tan negro que se le advierte en seguida, a pesar de ser morena.
Y el tercero:
—También lo he visto. No lo ha visto Su Señoría don Jerónimo Luis. Lo único que le muestran son papeles y papeles, para la firma orgullosa que ha menester de dos líneas y alarga las letras como si su nombre portara casco y plumas.
El pardo le sirve otro mate. De oro el mate; de oro la yerbera; de oro los marcos de los espejos del Alto Perú que fulguran en el aposento sombrío de su mujer; de oro los relicarios, los platos heredados de sus mayores, la pasamanería de los trajes y mantos de su dama. Ella es una señora ilustre, hija de Hernando Arias de Saavedra. Quisiera que su silla de manos fuera de oro. De oro… ¿para qué?
—Yo llevaré el vino.
—Yo le llevaré una crucecita de coral.
—Yo nada poseo para llevarle.
—Si nada le llevas, no la verás…
El gobernador siente que se le nublan los ojos. Otea el cielo enemigo. Sobre su cabeza, en un hueco de la piedra del escudo real, un nido de hornero añade su florón a la corona. Algunas langostas saltan en torno. Mañana, una nube amarilla se abatirá sobre la ciudad. Vendrá a visitarle una comisión de vecinos, quejosa, llorona. Habrá que organizar las preces a las Once Mil Vírgenes, para conjurar el daño.
El gobernador se pasa los dedos por los pómulos que la fiebre entibia. Once mil doncellitas desfilan de la mano por la Plaza Mayor. Ondulan sus túnicas de cuadro antiguo. Ninguna es para él. Para él, los papelotes, las firmas, los sellos de cera roja con la cabra de Mosén Pedro de Cabrera.
¡Ay! ¡Si osara dar un brinco y aparecer en el foso, en medio de los hombres! ¡Qué magnífico sería; qué propio del buscador de los Césares, del vencedor de los calchaquíes! Ellos se pondrían de pie temblando, miedosos del castigo que les corresponde por holgar en vez de cuidar el Fuerte. Pero él les sosegaría de inmediato:
—¿A dónde vais, caballeros, cuando la guardia termine?
Los soldados guardarían silencio, por temor de ofenderle.
Y él, entornando los párpados:
—Ya lo sé. Todo lo sabe el gobernador. Vais donde la paraguaya.
¡Cómo se echaría a reír de su asombro!
—Y yo con vosotros, gentileshombres.
Juntos se alejarían de un galope, hacia los arrabales.
Soñar… Es lo que le queda.
¿Y por qué no hacerlo? ¿Por qué?
El negrito regresa con la golilla en una mano, como si trajera un pájaro de nieve. Permanece embobado, mirando al nido de hornero. Luego se sacude y recita:
—Su Señoría, ya está aquí el señor Vicario General.
—Díles que en un instante me reuniré con ellos.
Y allá abajo, en el foso, cerca de las ranas, de las lagartijas, de la cigarra y su canción:
—Te repito que será inútil que vengas con nosotros si no aportas algo. ¿Acaso no conoces a la paraguaya?
El gobernador se ajusta la golilla, como quien se ahorca. Se inclina un poco más en el parapeto y advierte la decepción del muchacho que con nada cuenta y que muestra las palmas desnudas… el muchacho que no podrá ir con los otros a la choza de esa mujer fresca como un pámpano.
Hurga en su faltriquera y la halla vacía. Impaciente, se desabrocha el jubón y sobre el pecho velludo, colgado de una cadena, surge el doblón que le sirve de talismán. Veinte años hace que le acompaña, desde el tiempo de la expedición a los Césares, cuando tuvo que convertir unas carretas en balsas para vadear el Río Negro. Sin titubear, lo arranca. Concluyó para él la época feliz de esperar en la gracia de los talismanes. El perfil de Felipe III se desdibuja sobre el oro. Arroja la moneda al foso, con tal suerte que choca contra un morrión con breve grito metálico.
Los soldados alzan las cabezas maravillados, pero don Jerónimo ya no está allí. Don Jerónimo va por las salas con su galgo negro, al encuentro de la gobernadora y del vicario general. A la distancia, bajo un dintel, oscila como una campana la silueta de la hija de Hernandarias, robusta, maciza, moviéndose en el cairelado de las perlas barrocas.
M
argarita cruza la Plaza Mayor en la silla de manos del gobernador del Río de la Plata. Va al Fuerte, a hacer su reverencia ante la señora Francisca Navarrete, la gobernadora. Su falda de raso amarilla es tan enorme que hubo que abrir las dos portezuelas, para albergar en el vehículo su rígida armazón. Los negros que transportan la caja, entre las varas esculpidas, caminan muy despacio, como si llevaran en andas una imagen religiosa, no sea que el lodo salpique el atavío de la niña. Ayer llovió y como siempre la Plaza se ha transformado en un pantano en el que las carretas emergen como lotes. Margarita se asoma y logra ver, detrás, la silla de su tía doña Inés Romero de Santa Cruz. Se balancea peligrosamente sobre los charcos.
Quisiera que llegaran de una vez; quisiera que la ceremonia hubiera terminado ya. Doña Inés, tan minuciosa en lo que atañe a la cortesana liturgia, la obsesiona hace diez días con su presentación en el Fuerte. Han sido días de intenso trabajo, desde que desembarcó en el puerto el maravilloso vestido enviado de España. Hubo que adaptarlo al cuerpo de la niña de trece años, y a Margarita la sofoca. ¡Pero qué hermoso es; qué hermoso el guardainfante hinchado, qué bella la pollera amarilla que lo cubre! Doña Inés parpadeó un minuto frente a la audacia del escote. La moda cambia en Madrid y ahora se muestra lo que antes se ocultaba; pero si la moda lo exige, así vestirá Margarita.
¡Y la reverencia, la complicación de la reverencia que no debe ser ni muy profunda ni muy leve; ni muy lenta ni muy rápida; ni muy sobria ni muy florida! Los ensayos nunca acababan. Las primeras veces, cayó sentada sobre el almohadón oportuno, llorando. Le resultaba imposible doblarse, quebrarse bajo la armadura que la oprime.
Ya marchan cerca de las tapias del convento de la Compañía de Jesús. Flota en el aire un perfume de naranjas y de limas; un alivio después del hedor de carroñas que llena los huecos de la Plaza. Sobre el muro asoman, flexibles, las palmeras de dátiles y el pino de Castilla.
Aquí está la entrada del Fuerte; aquí los bancos de piedra, donde el gobernador don Jacinto de Lariz duerme la siesta medio desnudo, las tardes calurosas, para escándalo de la población.
El corazón de Margarita acelera su latir asustado. La niña se lleva las manos a él y palpa sin querer, bajo el encaje, los pechos casi descubiertos, tímidos.
Tendrá que saludar a don Jacinto y eso será lo peor. Lariz goza de una fama terrible. Sus querellas con el obispo y sus constantes vejaciones al vecindario han tejido en su torno la leyenda de la locura. Es el ogro que vive en el Fuerte, que azota a los capellanes y que se acuesta semidesnudo, mitológico, en el ancho portal. A esta hora estará jugando a los naipes con los otros blasfemos. Ojalá consiguiera esquivarle, porque a doña Francisca Navarrete, su esposa, no la teme. Al contrario. La señora no habla más que de los dulces que prepara en unos tarros de porcelana suave, y del calor de la ciudad, y de su nostalgia de las diversiones de la Corte. Esas charlas iluminan la mirada de la tía Inés Romero. Ella también ambiciona ir a España, pues aunque criolla la tienta su lejano brillo. Es viuda de un gran caballero, el maestre de campo don Enrique Enríquez de Guzmán, y cuenta en la metrópoli con parientes de pro.
Ahora descienden en el patio de armas. Doña Inés alza el pañolito perfumado porque la marea la catinga de los negros de Angola. Con las puntas de los dedos endereza los moños color de fuego sobre los bucles dorados de la niña. Van por los corredores, nerviosas, crujiendo sus almidones. La señora se refresca con el abanico, el ventalle, orgulloso como un guión de cofradía. Murmura:
—No olvides: un paso atrás y entonces, sin esfuerzo, con naturalidad…
En el estrado resuenan las voces hirientes o gangosas. Ríe doña Francisca y se le nota la afectación. Hay varias damas allí. Las recién venidas las adivinan en lo oscuro de la sala.
¡Pobre Margarita, pobre pequeña Margarita, de palidez, de ojeras, con sus trece años y su vestido absurdo como un caparazón! En la espalda desnuda se le marcan los huesitos. No tiene ninguna gracia, ningún arte, mientras se dobla, flaqueándole las piernas, bajo la mirada de su tía.
Aplaude la gobernadora:
—¡Preciosa —dice—, preciosa! Y pronto, una mujer…
Las demás prolongan el coro.
La fragancia de las pastillas aromáticas es tan recia que Margarita piensa que se va a desvanecer. Cierra los ojos, y ya la rodean todas y le manosean el raso amarillo y los encajes y las cintas de fuego, y hablan a un tiempo, cacareando, suspirando, resollando. ¡Pobre Margarita!
Margarita quisiera estar a varias cuadras de ahí, en el patio de su casa, jugando con los esclavos. Para hacerlo debe esconderse, pues doña Inés no lo permite. La viuda desearía tenerla siempre a su lado, con una aguja en la diestra o un libro de historias de santos y de reyes. Y ella sólo es feliz entre los negros, trepando a los árboles de la huerta, corriendo como un muchacho. Parece un muchacho esmirriado y no una doncella principal. Aun hoy, con su escote y sus randas y el broche de corales, lo parece, y eso la hace sufrir.