Misteriosa Buenos Aires (4 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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Lo único que al teniente de gobernador importa es que sus obligados huéspedes sean súbditos de la soberana herética. Se mesa las barbas patricias y exclama: ¡Herejes!

—¡Herejes! ¡Herejes! —chilla una mujer que le ha oído, y entre los mirones corre un estremecimiento.

—Habrá que avisar al Adelantado, a Charcas, y a los señores inquisidores, en Lima.

Don Rodrigo Ortiz de Zárate da la orden de marcha. Va caviloso. Es hijo del Cerero Mayor de la Emperatriz y no juega con las cosas que atañen a la religión. Le siguen, custodiados, los tres piratas. Chisporrotean las alabardas, como si fueran de fuego. Cuando pasan junto al rollo de justicia, donde los criminales son expuestos al escarnio público, Ortiz de Zárate titubea. No sabe si debe hacerles encadenar allí, pero recapacita que ésos son asuntos que incumben a autoridad más alta, y se interna con la comitiva en la ciudad. A la zaga, discuten los vecinos.

—A estos luteranos —dice uno— hay que hacerles arder como paja.

Dispone don Rodrigo que por ahora les encierren en la casa que Pablo de Xerez hace construir frente a la suya, en el solar que Garay le asignara dentro de los repartimientos de la fundación. Ya hay en pie dos habitaciones y una tiene una pequeña ventana dividida en cruz. Allí quedará el sobrino del Dráquez, el sobrino del Dragón, como le llaman en América. A los otros se les señalará por cárcel la habitación contigua.

Inés, la mestiza, ha permanecido inmóvil mientras se aleja la tropa. Aunque se empeñara, no podría moverse. En sus dieciséis años, nunca ha sentido tan confusa emoción. ¡Cómo se asombrarían los muchachos que sin cesar la requieren de amor, si consiguieran leer en su ánimo! Para ellos es la esquiva, la secreta, la que no se da.

Inés está como hechizada. Por más que baja los párpados, la tiniebla se aclara con las llamas del pelo de John. Le ve en todas partes, volandero, como una madeja que se enreda a los cercos de tunas y que envuelve con su trama fina las fachadas pobres. Ella misma siente, tras los ojos cerrados, que la hebra de oro y miel gira y se enrosca en torno de sus piernas firmes, de su cintura escurridiza, de sus pechos nuevos, y asciende hasta su boca. No acierta a moverse, maniatada, desconocida. Drake se ha vuelto a mirarla, una vez.

En el patio del teniente de gobernador, mientras don Rodrigo garabatea sus cartas altisonantes para don Juan Torres de Vera y Aragón, el Adelantado, y para el Tribunal del Santo Oficio del Perú, Inés ha escuchado muchos pormenores de la vida del joven corsario. Los relatos la hacen soñar. Es cosa de maravillarse, pensar que en tan cortos años haya corrido tantas aventuras.

Fue de los que dieron la vuelta al mundo, con Sir Francis; de los que apresaron paños de Holanda en las Islas de Cabo Verde, y vino en Valparaíso, barras de plata en Arica, sedas y jubones en el Callao y más y más oro en los puertos del Pacífico, a punta de espada; de los que recibieron parte en la distribución de vajillas lujosas; de los que navegaron por los mares de monstruos que bañan a las Islas del Maluco y fueron de allí a Guinea y a Sierra Leona, trocando el metal por clavo de olor, por pimienta y por jengibre. Al oír las narraciones fabulosas, parécele a Inés que los galeones avanzan por la plaza de Buenos Aires, amenazadores los leopardos en las banderas, inundándolo todo con el perfume de las especias exóticas. Y eso no bastó. Después de que la Reina Isabel armó caballero a Sir Francis, John volvió al océano a las órdenes de Edward Fenton. Comandaba una nave. ¡Y sólo cuenta veinte años! En la boca del Río de la Plata, los bancos de arena les cerraron el paso. Una noche, arrastrado por la tormenta, el patache de John Drake se alejó del resto de la armada. Tras de bogar a la deriva se hundió frente a la costa. Los marineros ganaron la playa a nado y allí les descubrieron los charrúas a causa del humo de las fogatas. Más de un año les privaron de libertad, con la duda constante de cuándo les devorarían. Por fin lograron huir John Drake, Richard Farewether, su piloto, y Daclos, otro luterano.

Inés se dice que aunque John no fuera sobrino del Dragón famoso, aquel cuyo azote fue anunciado por la aparición de un cometa; aunque no hubiera andado por tierras de tanto sacrificio; aunque no hubiera metido los brazos hasta el codo en el oro y las perlas, lo mismo la hubiera subyugado así. Sabe ya que le ama sin razón y sin fortuna, desesperadamente, que le ama por esa masa de pelo que para ella brilla más que el oro de los cofres, por sus piernas largas y nerviosas, por ese mirar.

Dos soldados vigilan la puerta de la casa de Xerez que guarda a los cautivos. Durante el día, los vecinos la rondaron. ¡Hay tan poco que hacer en Buenos Aires! Buscan de espiar hacia el interior, como si fuera aquella una jaula de animales raros. Y raros son, en verdad: ingleses, piratas y heréticos. Deberían tener cuernos y pezuñas. Los disimularán. El mocito que los manda disfraza los cuernos, de seguro, debajo de tanto pelo de miel.

Al atardecer Inés se acerca. Los soldados la conocen. Uno la requiebra, pero no la dejan llegarse, como hubiera deseado, hasta la ventana en cruz. Órdenes del señor Ortiz de Zárate. Se aposta, pues, al otro lado de la calle, a la sombra del alero de su amo, allí donde un sauce vuelca torrentes negros y la oculta. Y mira y mira, angustiada. Minutos después, la ventana se ilumina. Es que él está ahí, dorado como los dioses que se alzan, esculpidos, en las proas de las galeras. Y la ha visto también. Ha visto, a diez metros, la silueta de una mujer graciosa, toda trenzas y ojos verdes y boca frutal. Más de una hora quedan el uno frente al otro. No pueden hablarse y si se hablaran no se comprenderían. Sólo pueden mirarse y callar, él subido en un escaño por lo alto de la abertura. En el medio, por la calle de barro, se persiguen las gallinas grises y los patos solemnes, redondos.

Don Rodrigo Ortiz de Zárate ha anunciado que los prisioneros partirán para Santa Fe, en el plazo de cinco días, a que se les tome declaración jurada, y que de allí seguirán viaje al Paraguay.

¡Cinco días! Inés llora echada de bruces en su cuja. Llora con el cabello destrenzado. Su sangre dormida hasta hoy clama por el corsario adolescente. En su inocencia, no define qué le pasa. Lo único que sabe es que quisiera más que nada, más aún que poseer el broche de rubíes de su señora doña Juana de la Torre, tener ahí con ella al pequeño Dragón y estrecharle contra el pecho. Le duele el pecho de amarle así.

John Drake también la recuerda. En los días transcurridos desde su arribo a Buenos Aires, se ha esforzado en no pensar en otra cosa. Se convence, con argumentos apasionados, para diluir el miedo, que si por algo le importa que lo saquen de allí y le envíen hacia el norte y hacia las misteriosas torturas inquisitoriales, que los predicadores de la corte inglesa describen con tal minucia, es porque tendrá que dejarla, porque ya no la volverá a ver, elástica, aceitunada, a la sombra familiar del sauce antiguo. Se revuelve como un cachorro de león en su cárcel diminuta. No quiere darse tiempo para otras memorias, ni siguiera para aquélla, fascinante, que le muestra a la Reina Isabel en el esplendor barroco de su falda rígida, titilante de joyas, y a él de hinojos, detrás de Sir Francis, oscilándole una perla en el lóbulo izquierdo, al cuello el collar de esmalte y oro macizo. La Reina les estira la mano a besar… ¡Pero no, no quiere pensar en eso, ni en los arcones abiertos, colmados hasta el tope de cálices, de incensarios, de casullas y de aguamaniles que centellean! Ni tampoco en el Támesis sereno, que fluye entre castillos, tan distinto de este río de maldición; ni evocar la estampa feliz de los perrazos de Lancashire y de los galgos esbeltos, cuando disparan entre el alegre clangor de las trompas; ni el bullicio de las riñas de gallos, con la elegancia de los gentileshombres que arrojan escarcelas de monedas sonoras; ni los duelos y el jubiloso escapar embozado, ante los faroles de la guardia; ni los jarros desbordantes de cerveza, que se alzan hacia las vigas de las hosterías, en los coros de los brindis… Nada… nada… Nada: ni pensar en las islas remotas, amodorradas bajo las palmeras y los árboles de alcanfor. Otras mujeres ha conocido, muchas otras, sumisas como esclavas entre sus brazos… Y no quiere pensar en ellas, ni en nada, ni en Sir Francis sobre todo, su verdadero rey, su auténtico dios, a quien ve, en un relámpago, con un fondo de mascarones pintados y de velámenes hermosos como cuerpos de mujer. No, no quiere… Sería terrible pensar en esas cosas y en las cosas del mañana, las que se agazapan, camino del Perú, donde le colgarán por los pulgares en una cámara subterránea y le abandonarán hasta que se pudra. Es necesario olvidarlas para no enloquecer. No hay que guardar en la mente más imagen que la de la mestiza que diariamente, cuando se insinúa la noche, acude a su apostadero, frente a la ventana. Eso sí, eso es una realidad bella y dolorosa, y lo demás son sueños.

Tres días; no restan más que tres días. Inés ha resuelto que esta noche hablará con él, aunque no le entienda. Su amor la transfigura. La muchacha tímida, recelosa, está pronta a correr cualquier riesgo. Corta un racimo de uvas, en la viña de la huerta, y cruza con él la calle. Lo muestra de lejos a los soldados, quienes se encogen de hombros: ¡Para el prisionero!

Después de todo, poco falta para que los ingleses abandonen a Buenos Aires.

Ahora están frente a frente, separados por el muro: de un lado John Drake, todo luz; del otro Inés, toda sombra. Ella se empina, porque la ventana está muy alta, y tiende el racimo. Él se encarama en el escabel, pero en lugar de tomar la fruta, se aferra a la muñeca de la mestiza. Las uvas ruedan para el suelo. La muchacha, aplastada contra la pared, siente la aspereza de la tapia mojada de rocío, punzándole los pechos y el vientre. El pirata habla atropelladamente, jadeando, y ella advierte, en el borbotón de palabras desconocidas, el tono de ruego angustiado. A poca distancia, sobre su cabeza, se enciende el pelo sutil que se muere por acariciar. Drake guarda silencio; sólo se oye su respiración anhelosa. Le suelta el brazo y de un manotón lanzado en la noche, ciego, le arranca el vestido tenue y descubre un hombro moreno. Esa fruta sí; a esa fruta sí la quisiera, que debe ser tibia y lisa y dulce.

Pero ya se aproximan los soldados con los arcabuces, e Inés huye hacia la casa de don Rodrigo. Mañana, las gallinas picotearán en el fango, sorprendidas por el inesperado banquete, las primeras uvas del señor Ortiz de Zárate.

Inés no ha regresado durante dos días a la tapia desde la cual suele atisbar al preso. Doña Juana de la Torre se ha enterado, por chismes de las esclavas que hilan en sus ruecas, de que la mestiza llevó un regalo de su fruta al capitán cismático, y la ha amenazado con decírselo al teniente de gobernador si se repite el episodio. Es muy piadosa; a la Reina de Inglaterra la llama «la Diabla»; se persigna tres veces antes de acurrucarse en el lecho marital.

La muchacha solloza en su habitación. ¡Mañana, mañana mismo, el pequeño Dragón se esfumará para siempre! No le verá y los días transcurrirán, monótonos, entre los rezongos de don Rodrigo y la charla mareante de los esclavos. Se pasa la mano, suavemente, sobre el hombro. Cierra los ojos e imagina que es él quien la roza con los dedos de filosa delgadez. Aguarda a oír los ronquidos de su amo y sale.

Es noche de luna llena; la embalsama el aire liviano. La ciudad reposa. A veces, el chillido de una lechuza solitaria ahonda la quietud. Los soldados velan delante de la puerta de Pablo de Xerez. Ortiz de Zárate es muy riguroso: no vayan a volársele los pájaros, cuando les tienen lista la jaula en Asunción del Paraguay.

Inés corre hacia su refugio, bajo el sauce, en puntas de pie. Los carceleros no notan su presencia. Chista muy bajito y en seguida surge en la ventana la cara de John. Nunca le ha parecido tan hermoso a la mestiza, nunca tan leve el pelo de oro. La luna lo enciende en la cruz de los barrotes.

La niña da un paso, dos, tres, hasta que el resplandor lunar se vuelca sobre ella como un torrente de plata. Desprende entonces su vestido y lo deja caer despacio, con un ademán ritual. Queda completamente desnuda ante el infiel. John Drake muerde el barrote. Inés le brinda lo que puede brindarle, lo único que puede brindarle: esa desnudez de sus dieciséis años celosos; todo lo que tiene.

El pirata, deslumbrado, lanza un grito. Los soldados ven, un segundo, la forma ágil, saltarina, que desaparece. Y en la ventana, los ojos celestes, dilatados.

Al alba, a caballo, con escolta, John Drake, Richard Farewether y Daclos, partieron para Asunción, etapa en su rumbo al Santo Oficio de Lima.

VI
EL LIBRO
1605

—¡Un par de pantuflos de terciopelo negro!

El pulpero los alza, como dos grandes escarabajos, para que el sol destaque su lujo.

Bajo el alero, los cuatro jugadores miran hacia él. Queda el escribano con el naipe en alto y exclama:

—Si gano, los compraré.

Y la hija del pulpero, con su voz melindrosa:

—Son dignos del pie del señor escribano.

Éste le guiña un ojo y el juego continúa, porque el flamenco que hace las veces de banquero les llama al orden.

—¡Doce varas de tela de Holanda! ¡Dos sobrecamas guarnecidas, con sus flocaduras!

A la sombra del parral, Lope asienta lo que le dictan, dibujando la bella letra redonda.

Están en el patio de tierra apisonada. A un lado, en torno de una mesa que resguarda el alerillo, cuatro hombres —el molinero flamenco, el escribano, un dominico y un soldado— prueban la suerte al lansquenete, el juego inventado en Alemania en tiempos de Carlos V o antes aun, cuando reinaba su abuelo Maximiliano de Habsburgo, el juego que las tropas llevaron de un extremo al otro de los dominios imperiales. Más acá, cerca de la parra, la hija del pulpero se ha ubicado en una silla de respaldo, entre dos tinajones. Es una muchacha que sería bonita si suprimiera la capa de bermellón y de albayalde con los cuales pretende realzar su encanto. Entre tanta pintura ordinaria, brillan sus ojos húmedos. Viste una falda amplísima, un verdugado, cuyos pliegues alisa con las uñas de ribete negro. Sobre el pecho, bajo la gorguera, tiemblan los vidrios de colores de una joya falsa. Su padre, arremangado, sudoroso, trajina en mitad del patio. Un negro le ayuda a desclavar las barricas y las cajas, de donde va sacando las mercaderías que sigilosamente desembarcaron la noche anterior. Son fardos de contrabando venidos de Porto Bello, en el otro extremo de América. Se los envió Pedro González Refolio, un sevillano. Buenos Aires contrabandea del gobernador abajo, pues es la única forma de que subsista el comercio, así que el tendero apenas recata el tono cuando dicta:

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