—¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no… o no es un hombre… El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los bergantines. Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera. Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.
Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.
L
a vieja carabela y los dos bergantines vienen por el medio del soleado Paraná, con los repobladores de Buenos Aires. Los demás cubren la distancia desde Asunción por tierra, arreando la caballada y los vacunos. Entre tantos hombres —son más de setenta— sólo hay una mujer: Ana Díaz. Las otras bajarán del caserío poco más tarde, cuando la ciudad haya sido fundada de nuevo y comiencen a perfilarse las huertas y a levantarse las tapias. Un mes y estarán allí. Hasta entonces, Ana Díaz será la única mujer.
En el puente de la nao San Cristóbal de Buena Ventura, donde Juan de Garay conversa con los jefes, Ana remienda un jubón azul. Las voces patricias —la de Gonzalo Martel de Guzmán, la de Rodrigo Ortiz de Zárate, la de Alonso de Escobar— suenan en torno, robustas, discutiendo la traza del escudo que se otorgará a Buenos Aires. Ana corta una hebra con los dientes y mira el paisaje de la ribera. Pronto llegarán.
Han partido de Asunción en el mes de marzo; luego hicieron escala en Santa Fe y reanudaron el viaje en mayo, en la segunda quincena. Se les incorporaron algunos hombres, pero ella sigue siendo la sola mujer. Por eso está sentada como una gran señora en el puente de la carabela, entre los hidalgos.
Gonzalo Martel le muestra el diseño torpe de la heráldica: el águila negra de los Ortiz de Zárate y de los Torres de Vera; la cruz de los caballeros calatravos, los aguiluchos hambrientos… Escobar le detalla, dibujando en el aire con las manos, el lugar que ocuparán el Fuerte, la Plaza Mayor y los conventos. Parece, tanto le inflan la boca las palabras espléndidas, que hablara de la catedral de Burgos y de San Lorenzo del Escorial.
Y Ana sonríe.
Juan de Garay le indica la variación del paisaje solitario. A los bosques inmensos, volcados sobre el agua, donde los ojos de los jaguares y los pumas se encendían de noche como luciérnagas, sucedieron las altas barrancas rojas en cuyo flanco se calentaban los yacarés. Ahora empieza la llanura bordeada de sauces. El río se bifurca. Navegan por el Paraná de las Palmas. Dos meses hace que dejaron Asunción.
Los caballeros visten para Ana, que no es bonita ni fea, sus ropas de lujo, y la nave se ilumina con los terciopelos púrpuras y las dagas españolas.
Ana sonríe. Piensa que por la costa, con la gente que avanza al mando de Alonso de Vera y Aragón, a quien dicen «Cara de Perro» por la torva facha, viene su pequeña tropa de vacas y de caballos. No olvida que a principios de ese mismo año de 1580, cuando levantó el estandarte real llamando a la población de Buenos Aires, Garay prometió que distribuiría entre sus acompañantes las yeguas y caballos cimarrones que inundan la pampa. En Buenos Aires se podrá vivir.
Detrás de la carabela, en su estela que se abre en abanico, cabecean los dos bergantines, las embarcaciones menores, las balsas, las canoas. Es una flota diminuta la que marcha río abajo.
Y los señores cuentan sus proezas y se mueven como si bailaran, agitando las plumas de los birretes como crestas de gallo, para que Ana, la labradora, sonría.
El sábado 11 de junio, con harta ceremonia, funda Garay a Buenos Aires, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Está armado como para un torneo y en su coraza fulgura el sol. Dijérase un caballero andante, un Galaor, un Amadís de Gaula, mientras recorre el descampado, alrededor del árbol de justicia que acaban de erigir. De acuerdo con el rito antiguo, desnuda la espada, corta hierbas y tira unos mandobles terribles, hacia el norte, hacia el sur, hacia el este y hacia el oeste. A su vera aguardan los setenta hombres, algunos de pie y otros de hinojos, con atavíos de fiesta, y entre ellos, henchida la falda crujiente sobre la cual reposan sus manos ásperas, Ana Díaz, la única mujer.
Juan de Garay, tremebundo como un enorme crustáceo de plata, bracea penosamente, mientras repite las fórmulas de la toma de posesión. Alza la visera del yelmo, mira hacia el río triste y hacia el cielo de nubes quietas y sus ojos descansan en Ana, que está rezando por lo bajo.
Y Ana sonríe.
Esa noche se embriagaron los señores y los villanos venidos de Asunción. Casi todos los pobladores eran muy jóvenes y criollos: apenas unos muchachitos que daban vueltas y vueltas, girando alrededor del rollo de justicia como en torno de un tótem. Desde su cámara de la carabela, Ana escucha los cantos hasta muy tarde. Algunos acuden a ofrecerle una serenata con vihuelas. Otros, avanzada la noche, merodean cerca de su habitación, como lobos, porque es la sola mujer y el vino y la fiesta aguzan sus ansias de amar.
Y Ana, tendida en el lecho angosto, cierra los ojos y sonríe.
El general Juan de Garay, cuando repartió los solares, adjudicó uno para Ana Díaz, frente al de Ambrosio de Acosta, el santafesino. Ella se aplicó en seguida a limpiar la maleza. Como es joven y fuerte, se basta para el trabajo. Ordeña las vacas, planta la huerta, cuida las gallinas. En una jaula parlotea el loro que Gonzalo Martel de Guzmán cazó para ella en la arboladura de uno de los bergantines, desafiando el peligro con la capa al viento.
Los mozos la continúan requiriendo, haciendo sonar las espuelas danzarinas. ¿Acaso no es la única mujer? Al atardecer, les oye que rondan su choza, conteniendo la respiración, como lobos.
Hasta que las otras mujeres comienzan a llegar a Buenos Aires. Rodrigo Ortiz de Zárate y Gonzalo Martel son alcaldes, y regidor Alonso de Escobar. Andan muy orondos, la espada al cinto, entre los cercos vagos. La aldea se ha llenado de mujeres de ojos verdes y negros, morenas y blancas. Cuando los señores topan en su camino con Ana Díaz, arqueada por el peso de los cubos de agua, la saludan apenas.
Los mozos van del brazo de mestizas de pelo lacio. A veces se esconden detrás de un algarrobo y las besan y les muerden el cuello. Sacude a Buenos Aires un estremecimiento de pasión.
Ana riega su huerta bajo el chillido de los teros o el largo grito de los chajaes. Recuerda a Juan de Garay, alzando la visera relampagueante y brindándole la ciudad con una inclinación cortesana del busto de hierro, como si fuera una flor.
Se frota las manos que la tierra oscurece, y sonríe.
I
nés, mestiza de la casa de don Rodrigo Ortiz de Zárate, corre en pos del amo para observar a los tres prisioneros que avanzan entre picas y espadas desnudas. Tan corpulento es su señor que no le deja ver cuanto quisiera. Además, la reverberación que irisa de escamas el río la obliga a hacer visera con la mano. Los tres hombres se aproximan lentamente, hendiendo el grupo de curiosos. Ahora sí, ahora puede detallarles a su gusto. Se han detenido ante el teniente de gobernador, a pocos metros. Dos de ellos llevan las barbas crecidas, sucias, espinosas, sobre las ropas desgarradas; el otro, lampiño, parece un adolescente. Una masa de pelo color de miel le cae sobre el rostro y a cada instante la aparta con un movimiento brusco de la cabeza: entonces la cara se le ilumina con la luz de los grandes ojos celestes. Inés no vio jamás ojos como ésos. La gente de aquí los tiene renegridos, tenebrosos, o de un verde profundo. Los de Isabel son así, verdes como piedras verdes, como cristales verdes.
El menor se adelanta y hace su reverencia, la diestra en la cintura. A la legua se le advierte el señorío, a pesar del traje miserable cuyos jirones dejan transparentar, en las piernas y en el pecho, su carne justa, ceñida, tostada por el sol. Don Rodrigo tose por dignidad y le interroga: ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? Alza el muchacho la mano delgada y responde en lengua extranjera, gutural. El hidalgo se impacienta. Detrás, las mujeres atisban y los hombres del pueblo comentan por lo bajo. Extiéndese alrededor la chatura de Buenos Aires, con unas contadas casucas, con unas huertas, con algún árbol, asomado sobre las tapias. En el río se balancea la canoa indígena en la cual llegaron los forasteros. Por fin hay uno que entiende a medias ese idioma y que explica al funcionario del Rey: los recién venidos son ingleses y el capitán que los encabeza se llama John Drake.
Demúdase Ortiz de Zárate y se le marca en la frente la lividez de la cicatriz:
—¿Drake? ¿Dráquez? ¿Cómo el pirata Francisco Dráquez?
Torna a parlamentar el intérprete y con mil dificultades traduce: el joven es sobrino de Sir Francis Drake, corsario de la Reina Isabel de Inglaterra. Lo mismo que sus compañeros, se ha fugado a través del río, por milagro, en esa frágil canoa. Los charrúas les tuvieron presos durante trece meses.