L
evanta los ojos don Bruno de los papeles y mira hacia afuera por la ventana con viruela de moscas. Es la hora de la siesta y el calor se aplasta sobre el campo. Vapores dorados oscilan en los confines de la llanura, como un largo y tenue incendio. Para descansar de la vibración quemante, toma un trozo de cristal verde y observa al través los manchones de vacunos que motean los pastos. Esas manchas rojizas, terrosas, esos cueros y ese sebo y esas astas, son su fortuna. Luego gira hacia el interior de la habitación. Aplaca el ardor de los párpados sobre la frialdad de los muebles oscuros y reanuda la lectura con un gesto malhumorado. ¿Qué más le dirá el hermano en su carta?
Y así, toda mi vida, harto lo sabes, fue averiguar de la Ciudad Encantada, entre viajeros y frailes de misión. Desde niño…
Desde niño, es cierto, desde niño. Cuando jugaban en la casa paterna, en Buenos Aires, lo que más atraía a Jayme era organizar expediciones en pos de la Ciudad Encantada. Pronunciaba los nombres mágicos como si paladeara dulces: Trapalanda, Elelín… En cambio él insistía para que fueran a un lugar concreto, determinado: a ver llegar las carretas y las mulas, por la calle de los Mendocinos, donde rodaban y rodaban las obesas barricas; o a asistir al desembarco azaroso de los que venían por el río; o a asomarse a las casas episcopales, en cuyos patios se soleaban las casullas bordadas con ángeles y flores, con papagayos y monos.
—Vamos a buscar la Ciudad Encantada —rogaba Jayme.
Y allá se partían, con un niño negro, hijo de un esclavo. Bruno iba a regañadientes, protestando: —¡Si no hay tal Ciudad Encantada! Pregúntaselo a Padre y te lo dirá.
Aprovechaba la caminata juntando semillas que luego le vendía a su madre por monedas, para que ensartara rosarios. Cruzaban Buenos Aires, hacia el cercano ejido. Más allá de las dehesas, la pampa desnuda, letárgica, soportaba el peso de las anchas nubes.
—¿Para dónde piensas que está tu ciudad? —inquiría Bruno en son de mofa.
—Hacia allá… hacia allá…
Unas veces indicaba un rumbo, en la vaguedad del horizonte; otras, escogía una dirección opuesta. Sacaba del bolsillo un papel en el cual esa tarde misma había garabateado un plano. Andaban, andaban… Una vizcacha aparecía aquí, bigotuda; allí era un hornero o un gavilán; allí un hombre a caballo, anudado el pañuelo a la cabeza.
—¿Y la ciudad?
—Por allá… más allá… (Como si pudiera surgir de repente, encendida como una inmensa lámpara en los secos pastizales.)
Desde niño he vivido poseído por el afán de alcanzar sus muros. ¿Te acuerdas cuánto reías de mí? O, si no, te irritabas. Siendo muy muchachos, presentóse en casa un soldado viejo que había ido con Don Jerónimo Luis de Cabrera a la conquista de los Césares. Le brillaban los ojos. Fue él quien más me entusiasmó con su relato de maravillas. ¿Lo recuerdas? Padre meneaba la cabeza y tú no hacías más que sonreír, pero Leonor y yo pendíamos de su cuento extraño. Si los indios no hubieran metido fuego a los carros, si no se hubiera perdido todo seguro estoy de que hubieran avistado la ciudad y entrado en ella…
Leonor… Ella sí creyó en la Ciudad Encantada. Como Jayme. Lo que los vinculaba era aquella quimera, aquel imposible. A menudo sorprendió a los primos en conciliábulo secreto. Hablaban de la ciudad. Escapaban de Buenos Aires y su chatura hacia la ciudad misteriosa. Él no podía entrar en esas conversaciones. Su escepticismo le daba categoría de intruso y aunque hubiera querido volver sobre sus pasos, ya era tarde.
Leonor… Levanta los ojos nuevamente y la ve pasar por la galería frontera de la ventana entre las jaulas de cotorras. Un sombrero de paja la protege del sol. Camina con desgano. Conserva todavía la gracia aérea con la cual le dominó desde chico.
¿Qué quiere Jayme? Casi le había olvidado. No… no es verdad… no conseguirá olvidarle jamás… ¿Por qué diablos remueve estas antiguas historias inútiles? Lo único real es que Leonor es suya, suya, de Bruno. Lo demás son sueños, diversión de perezosos, como la Ciudad Encantada.
Lee una página más. Jayme le refiere en ella detalles insulsos, monótonos, de su vida. El puesto que desempeña en la Real Hacienda…
No hay nada más triste y sin sustancia; nada más distante de mi condición. Me sofoca, me abruma; la grosería de mis compañeros me desespera. Veinte años he sufrido así, aunque nunca te lo dije. Si no tuviera mi Ciudad, no sé qué haría. He estudiado cuanto a ella se refiere, comparando cuidadosamente las memorias de los viajeros, y cada vez me convenzo más de que la ciudad que buscó el capitán César existe. Sólo que se esconde al sur, muy al sur, donde la construyeron los primeros náufragos. Oro y plata la pavimentan y piedras azules y rojas. La gobierna un patriarca emperador. El santo Padre Mascardi creyó en ella y llegó a sus cercanías, atravesando los grandes lagos. Le guiaba una princesa a quien convirtió al cristianismo. Matáronle los indios cuando poco le faltaba para llamar a sus puertas de diamante. Ahora…
Ahora… aquí en el corazón mismo del mamotreto, debe hincarse la raíz de todo el asunto.
Ahora un hombre valiente, Silvestre Antonio de Rojas, declara que la ha descubierto por fin, a dos leguas del mar, y traza el derrotero por el Tandil y el Volcán, hacia el sudoeste…
Don Bruno imagina a su hermano escribiendo en la habitación del Fuerte. Lo rodean espesos libracos de la Real Hacienda. Nada le ha vencido. Ha sido más recio que la miseria y que la burla. ¿Cuántos años tendrá? Araña la cincuentena. Y sin embargo ha salvado de los embates, como un endeble, multicolor navío, su ilusión, su estúpida ilusión. Soñar… ¿por qué no hizo como él, que hoy es opulento y bien mirado? La estancia le pertenece, otra, en Córdoba del Tucumán. Y los vacunos que en ellas se multiplican, como torrentes de agua parda, revuelta, en la que sobrenadan los cuernos feroces. La Ciudad Encantada ¡bah!… eso no lleva más que a vaciar el cerebro, a roerlo, a enloquecer… ¿Gozaría don Bruno de la amistad del gobernador don Manuel de Velazco y Tejada, el almirante, si en lugar de vigilar el negocio de cueros que juntos realizan con ganancia tan pingüe, se dedicara a la invención de ciudades con cúpulas de esmeralda y calzadas de turquesa?
… quisiera, con toda el alma, irme con él a la Ciudad Encantada, a rendirla para el Rey Nuestro Señor. Por eso te pido que influyas ante Su Señoría para que me ayude con algún dinero, del cual ando escasísimo, pues es empresa de riesgo y que exige preparación. Sé que el gobernador te considera como a ninguno y no te negaría favor tan pequeño, que redundará en su gloria. Esta vez te juro que no me equivoco. De lo que pueda obtenerse, en metales y joyas, recibirás la parte justa. Más aún, te daré de la mía lo que quieras; me conoces y sabes lo poco que me importa el dinero. Lo que sí me importa es llegar a la Ciudad de los Césares, probarme que mi vida no ha sido vana. Si consultas con Leonor…
¡De nuevo Leonor, Leonor, su mujer! Claro que si consultara con ella se pondría del lado de Jayme, como cuando conspiraban juntos, excluyéndole de su Ciudad. Esa ciudad absurda, esa patraña, ha sido para él una enemiga; el bastión dentro del cual Leonor y Jayme se encerraban; el sitio prohibido… Leonor… ¿Acaso tuvo Bruno la culpa de que el padre se la entregara a él en matrimonio? ¿Acaso tiene la culpa de ser el mejor de ambos, el triunfador, el que encaró la existencia con seriedad, el de las estancias ricas y no el empleado de la Real Hacienda a quien un mito trastorna?
Los años y las circunstancias nos han alejado, hermano mío, pero nunca podrán separarnos. No te incomodé antes por prudencia y respeto, pues comprendo la gravedad de tus obligaciones. Esta vez la voluntad que desde la infancia me mueve ha avasallado mi discreción. Perdona a quien todo lo espera de ti. La Ciudad Encantada está ahí, al alcance de nuestras manos.
Sobre la mesa, rozando los papeles de Jayme, reposa la carta a medio escribir que don Bruno dirigía al gobernador, cuando le trajo el mensajero la de su hermano. Le informa en ella detalladamente acerca de los cueros que en breve le enviará. Toma la pluma y añade un párrafo:
Barrunto que Su Señoría recibirá un memorial de mi hermano Jayme, requiriendo su socorro para intervenir en la expedición a los Césares que mandaría Don Silvestre Antonio de Rojas y que por descabellada no puede contar con el apoyo de Su Señoría. Ruego a Su Señoría no le escuche, pues cuanto haga en ese sentido significará para mí angustias y tormentos. El saberle en peligro quebrantará mi ánimo.
Don Bruno queda con la pluma en el aire. Por primera vez en tantos años, titubea. ¿Y si Jayme tuviera razón? ¿Si la ciudad se hallara ahí? La ve crecer en el vaho de oro que cubre el horizonte con su neblina. Ve su espejismo de torres, los tapices deslumbrantes volcados en las murallas, los centinelas cuyas corazas relampaguean. ¿Y si Jayme tuviera razón? ¿Si la conquistara? Críspanse los dedos del estanciero en los folios. Moja la pluma:
Es menester que continúe en la Real Hacienda en el desempeño de su cargo.
El caballero levanta el cristal verde. Al través mira los vacunos que ondulan en la pampa. Leonor pasa bajo el cristal, prisionera del acuario turbio. Al ponerse de pie, siente don Bruno que algo cruje bajo su bota. Es uno de los rosarios que su madre ensartaba con las semillas que le daba él a cambio de monedas.
P
or el ventanuco enrejado, Bingo espía a los negreros ingleses. Sus figuras se recortan en la barranca del Retiro, con fondo de crepúsculo, más allá de las higueras y de los naranjos. Fuman sus largas pipas de tierra blanca, con los sombreros echados hacia atrás, y sus casacas color pasa, color aceituna, color miel y color tabaco se empañan y confunden sus tonos frente al esclavo que llora. Bingo vuelve los ojos hacia su hermana muerta, que yace junto a él sobre el suelo duro. A lo largo de la habitación, apíñanse los cuerpos sudorosos. Hay treinta o cuarenta negros, hombres y mujeres, los unos sobre los otros, como fardos. Su tufo y sus gemidos se mezclan en el aire que anuncia el otoño, como si fueran una sola cosa palpable.
En la barranca, los ingleses de la South Sea Company pasean lentamente. Rudyard, el ciego, tantea la tierra con su bastón. Ríe de las bromas de sus compañeros, con una risa pastosa que estremece sus hombros de gigante. Se han detenido frente a la fosa que cavan los africanos, más allá de la huerta. Ya sepultaron a doce apestados. Basta por hoy.
Bingo salmodia con su voz gutural, extraña, una oración por la hermana que ha muerto. Su canto repta y ondula sobre las cabezas de los esclavos como si de repente hubiera entrado en la cuadra una ráfaga del viento de Guinea. Incorpóranse los otros encarcelados y mientras la noche desciende suman sus voces a la melopea dolorosa.
Pero a los empleados de la South Sea Company poco les importan los himnos lúgubres. Están habituados a ellos. Tampoco les importa la peste que diezma a los cautivos. Mañana fondeará en el Riachuelo un barco que viene de África con cuatrocientos esclavos más. Los negocios marchan bien, muy bien para la Compañía. Hace siete años que adquirió el privilegio de introducir sus cargamentos en el Río de la Plata, y desde entonces más de una fortuna se labró en Londres, más de un aventurero adquirió carroza y se insinuó entre las bellas de Covent Garden y del Strand, porque en el otro extremo del mundo, en la diminuta Buenos Aires, los caballeros necesitan vivir como orientales opulentos, dentro de la sencillez de sus casas de vastos patios.
Rudyard, el ciego, muerde la pipa blanca. Pronto llegará la hora de buscar a su favorita, a Temba, la muchachita frágil que lleva en la muñeca su pulsera de cobre con tres cascabeles. Ignora que Temba ha muerto también. Ignora que en ese mismo instante Bingo, su hermano, la está despojando del brazalete.
Desnúdase la noche, velo a velo. El edificio de la factoría comienza a fundirse con las sombras. Los negreros se enorgullecen de él. Es uno de los pocos de Buenos Aires que cuenta con dos pisos. Se levanta en las afueras de la ciudad, entre enhiestos tunales, en un solar que antes perteneció al gobernador Robles, al general don Miguel de Riglos y a la Real Compañía portuguesa, y que se extiende con más de mil varas de frente, sobre el río, y una legua de fondo, hacia la llanura.
A esa casa regresan los ingleses. Junto a la fosa, sobre la tierra removida, las palas quedaron espejeando, abandonadas a la luz de las estrellas. En la galería los hombres se separan de Rudyard. Ríen obscenamente porque saben a dónde va. Palmean las anchas espaldas del ciego, quien se aleja, vacilando, hacia la cuadra hedionda.
Su mujer de la pulsera… su mujercita de la pulsera… Bajo los ojos incoloros, inmóviles, terribles, apagados para siempre por la enfermedad cruel de Guinea, se le frunce la nariz y le tiembla la papada colgante. Esto de la pulsera de cascabeles es invención suya, sólo suya. Cuando descargan en el Retiro una remesa de África, Rudyard anda una hora entre las hembras, manoseándolas o rozándolas apenas con las yemas sutiles. Hasta que escoge la preferida y le ciñe, para reconocerla entre el rebaño oscuro, la pulsera de cobre. Nunca se equivoca en la elección. Sus compañeros lo comentan chasqueando la lengua, maravillados. Ni tampoco osará la mujer quitarse la ajorca. Una lo hizo y recibió cien azotes, a la madrugada. Había muerto ya cuando iban por la mitad de la cuenta. Su cabeza pendía a un costado, como una gran borla crespa, y seguían azotándola.
El ciego palpa los muros. Titubea su bastón. Su mujercita de la pulsera, miedosa, fina… Será su última noche, porque mañana aparecería por la factoría, después de atravesar la ciudad por el camino del bajo, desde la barraca del Riachuelo, la caravana de carne nueva.
Descorre el cerrojo y empuja la puerta. Su enorme masa ventruda bloquea la entrada. Llama, impaciente:
—¡Temba! ¡Temba!
En el rincón le responde el son familiar de los cascabeles, asustado. El ciego sonríe. Noche a noche repite la escena que le divierte. Se hace a un lado para que la muchacha pase. La cazará al vuelo, al cruzar la puerta, como si fuera un pájaro veloz, y la arrastrará al jardín.
Bingo se alza y toca en silencio la mejilla de su hermana. Sesenta ojos están fijos en él. Brillan en la inmensa habitación, como luciérnagas. Sólo los ojos de Rudyard, espantosamente claros, no relampaguean. Todo calla en torno suyo. Se oyen las respiraciones jadeantes. El olor es tan recio que, con estar acostumbrado a él, el inglés se lleva una mano al rostro.