Cien veces, mil veces, he observado a Angelis, en esta misma habitación que custodian los libros alienados, escribiendo hasta el amanecer sus panfletos soeces, sus editoriales mentirosos, su correspondencia de extorsión. Ha elogiado a Rivadavia, a Lavalle, a Rosas, a Viamonte, a Balcarce… Me lo han referido mis compañeros o yo mismo he sido testigo de su venalidad. Y siempre temblando, siembre temblando. A medianoche llamaban a la puerta y el napolitano se ponía a temblar. Traían una esquela de Rosas, el dictador: dos palabras altaneras al pie del original de su artículo denso de adulación: «Vuelve aprobado». Las necesitaba para que sus insultos pudieran publicarse al día siguiente en
El Restaurador de las Leyes
, en
La Gaceta Mercantil
.
Ahora mismo, mientras hablo en el silencio de mis amodorrados colegas, le veo sentado a su escritorio, junto a la lámpara encendida. ¡Qué confusión reina en torno suyo! Escribe y escribe… Su mujer ha entrado hace un instante, y le ha comunicado la derrota de las fuerzas de Rosas en Caseros, por el general Urquiza, y la fuga de don Juan Manuel. El italiano nada dijo. Se limitó a sonarse la nariz con el pañuelo de la India. Luego hundió la cabezota entre las manos de uñas cuadradas.
Su mujer es una rusa que ha residido en Francia largamente; una señora alta y bella. Se ha dejado caer en un sillón y le estuvo espiando durante un rato sin una palabra de consuelo. Hasta me pareció adivinar en sus ojos una chispa maligna, la chispa del desquite: o quizás la haya inventado yo para completar el cuadro. Después se alejó, arrastrando el vestido lujoso.
Pietro de Angelis escribe y escribe. Mi vecino de la izquierda, un ejemplar del
Ariosto
de Leipzig (1826), con quien estoy enfriado pues barrunto que le debo mi polilla, engoló la voz retórica para dirigirse al cortapapel que sestea en el bufete y preguntarle:
—¿A quién le escribe ahora?
—Le escribe al general Urquiza, para ofrecerle sus servicios.
¡Dios mío! ¡Jamás he escuchado una carcajada tan unánime como la que brotó de los anaqueles! Por lo menos con ello la biblioteca evidenció su solidaridad. Rieron los libros de historia y de geografía, de política y de arte, de filosofía y de legislación; rieron los documentos que ilustran sobre el Paraguay y sobre las Malvinas; los mapas y los planos; las poesías francesas; hasta los que nunca ríen, como la
Descripción de la Patagonia
, del Padre Falkner y el agobiante engendro del arcediano Centenera. ¡Qué sano modo de reír! Tanto reímos, que las cortinas se contagiaron y se movieron. Es asombroso que don Pietro no se diera cuenta, que no arrojara de una vez por todas la pluma, la caja de rapé, el pañuelo y los anteojos, y la emprendiera con nosotros a golpes. Pero no… ¡qué va a golpear! Está temblando y escribe…
¡Ay!, la risa no me ha convenido. Ya me lo recetó el diccionario: quietud y paciencia es lo que necesito. Y ¡cómo me duele el corazón!
Mañana o pasado irrumpirá aquí el enemigo victorioso. Posiblemente nos llevarán como rehenes. Y yo moriré. Me desharé en polvo amarillo, cuando me toquen; mis hojas caerán en fragmentos, como si fuera un arbusto estremecido por el aire de otoño. Quedarán mis tapas con la corona y el escudo, a manera de una piedra tumbal a la que exhorna un nombre aristocrático: Lord Gerald Dunstanville, y la escueta inscripción latina: «Fari quae sentias».
¡Lord Gerald! ¡Sir Clarence! ¡A mí! ¡Ay, el balcón, el balcón bajo la hiedra y los pámpanos! ¡Jaén blanca, los caseríos, mi Perpiñán natal y la torre de los reyes de Mallorca! ¿Nadie, nadie me escuchará? Nadie… ¿ni tú, Petrarca, ni tú, La Fontaine? ¿A quién le confiaré ahora lo más difícil? ¿A quién le diré que antes de morir hubiera dado lo que no poseo porque una niña me tomara en brazos y llorara sobre mí, sobre mis páginas finales, sobre Virginia, sobre mi pobrecita Virginia?
M
i madre murió cuando éramos muy niños. Desde entonces el carácter de mi padre se ensombreció. Su viudez, al coincidir con los acontecimientos revolucionarios de 1810, produjo trastornos considerables en su casa y en su vida. Era mi padre un hombre aferrado a la añeja tradición: bajo el régimen español había desempeñado la auditoría de guerra de varios virreyes, y su fortuna, sumada a la que le aportó la herencia de su suegro, prosperó hasta destacarle entre los vecinos más acaudalados de Buenos Aires. He conservado su testamento, en el cual detalla con orgullo melancólico la lista de las propiedades perdidas: porque las perdió, embargadas por el gobierno patrio, que sospechaba de su contribución a los levantamientos destinados a abolirlo. Nunca he logrado saber qué hubo de cierto en la desconfianza del doctor Moreno y de don Bernardino: la verdad es que muy poco se recobró de las estancias familiares (había una en Corrientes, de casi setenta leguas), y que mis imágenes infantiles y adolescentes se vinculan con una insoportable hojarasca papelera; con el rasgueo de las plumas de ave sofocado por las cortinas; con las conferencias enlutadas de leguleyos y eclesiásticos, y con la sensación de que algo no paraba de roer, bajo el piso, entre las vigas y dentro de los muros de nuestra casa vecina de la Catedral.
La presencia de mi madre, según averigüé, había colmado ese macizo caserón. Muerta ella y desaparecidos los cortesanos que a cualquier hora acudían a interesar a mi padre, para que insinuara «media palabra» en su favor, ante Arredondo, Olaguer Feliú o Sobremonte; zozobrante también y luego desvanecida la opulencia que permitía mantener el trajín de esclavos y servidores, la casa pareció más grande aun, más anchas sus habitaciones y más vacías, a pesar de los muebles enormes y severos que las trocaba en sacristías conventuales y a pesar de los testigos fastuosos que mes a mes se esfumaban y cuya huida, muy niños, no advertíamos, hasta que preguntábamos: ¿dónde está la yerbera con el pavo de oro?, ¿dónde están las bandejas de abuelo?, y mi padre, con un gesto desesperadamente duro, nos hacía callar.
Durante los primeros años de orfandad dependimos para todo de la negra Tomasa, que había sido nodriza de nuestra madre; pero Tomasa era vieja y cegatona; pronto se le paralizaron las piernas y con la chochera senil se transformó en algo semejante a los solemnes muebles negros que tanto temíamos: un mueble de ébano esculpido, arrimado a la pared de un aposento que perfumaban los hinojos cercanos, y cuyo piso de ladrillos —esto no lo olvidaré nunca— se diría adornado con alfombras listadas que producían las sombras de las altas rejas.
Mi padre no salía de su ensimismamiento. Como un taladro le trabajaba la idea fija. Sería injusto si le guardara rencor, pues la defensa de sus bienes le requería por completo. Si mi madre hubiera vivido, las cosas hubieran sucedido en forma diferente, a pesar del descalabro de la hacienda. Pero mi madre descansaba bajo una losa en la iglesia de Santo Domingo, y mi padre… mi padre ya no era tal, sino un anciano triste, agobiado, perplejo, que aun durante las comidas —comía solo— no cesaba de escribir y de rehacer cuentas, y respondía con un distraído beso en la frente a nuestro pedido de su bendición.
Para que no le importunáramos y dejáramos de vagar por las galerías, escondiéndonos al topar con frailes y abogados, y escondiéndonos sobre todo para no encontrarnos con él, que en seguida nos mandaba a repasar la lección de latín y el catecismo, se le ocurrió enviarnos diariamente, después del almuerzo, a jugar en casa de su prima Paula Mendoza.
Así lo hicimos durante mucho tiempo. Tía Paula era una de las señoras principales de la ciudad. Creía mi padre que, sola y sin hijos, nos dedicaría su tarde, pero tía Paula apenas disponía de unos minutos para nosotros. Siempre la rodeaban las visitas. Siempre había, en su estrado, gente mundana y alegre. Las mujeres se mostraban chales y peinetas traídos de Europa; y los hombres eran elegantes. Decían versos, tomaban mate y bebidas dulces, jugaban a las prendas, comentaban los menudos episodios de Buenos Aires, reían en el aleteo de los abanicos y el ofrecimiento modoso de las cajas de rapé y de los pastilleros, y sus risas campanilleaban hasta la huerta. En la huerta, más allá de los patios, nos refugiamos Asunción y yo, entre los criados de la casa de Mendoza.
Asunción dejaba ya de ser una niña. Cuando sucedió lo que voy a contar (acerca de lo cual pueden ustedes ser escépticos sin incomodarme, pues su extravagancia justifica no sólo el recelo sino también la incredulidad), mi hermana tenía trece años. Yo andaba por los doce y la adoraba. Nuestro aislamiento nos había alejado de otros chicos. Hoy mismo, después de cuarenta años, cuando indago en mis memorias de entonces, titubeo al esforzarme por calificar exactamente lo que por ella sentía. Lo indudable es que nunca he querido así a nadie. La adoraba y hubiera quedado durante horas sin más juego que trenzar y destrenzar la mata de pelo castaño que, deshecha, le caía hasta la cintura, o sin más distracción que mirarla correr y correr tras ella, fragilísima, levísima, aérea, en ese momento del desarrollo en que el cuerpo comienza a diseñarse y en que, por eso mismo, por eso que trasunta de ser y de no ser, de estar y de escurrirse, logra una calidad vibrante, fugaz y enternecedora.
En la huerta reinaba Bernarda Velazco, una mulata joven. Era una mujer realmente hermosa y ahora malicio, por cierta aristocrática semejanza, que mi tío Mendoza, don Cipriano, gran caballero andaluz, amigo del Virrey Marqués de Loreto, algo —y algo decisivo— tuvo que ver con su venida al mundo, porque poseía unas maneras naturalmente señoriles que contrastaban con su color y con sus labios gruesos, carnales.
Cuando la conocí no capté en seguida —no hubiera podido hacerlo— el enigmático influjo que emanaba de su personalidad. Pasaba con repentina rapidez del lánguido despego que, aun cerca de nosotros, la enclaustraba en una aparente lejanía, a una preocupación de animal que acecha. Los ojos verdes le chispeaban entonces y apretaba los dientes perfectos como los de Asunción, sin llegar a sonreír. Pero esto y mucho de lo que después se produjo y que he ido deduciendo, escapaba a la inconsciencia de mis cortos años. Lo único que a mí me importaba era retozar detrás de mi hermana, como un cachorro, y acosarla entre los melones y las sandías o en la penumbra anaranjada de los frutales, o arrancar puñados de jazmines para volcarlos sobre su pelo.
Las tardes de Bernarda Velazco se enhebraban sobre una alfombra que había sido azul y que la pátina del tiempo había desvaído hasta lavarla con tonos misteriosos, como de cielos muy pálidos, muy delicados, muy lueñes. Alrededor, como en una estampa de mercado asiático, esparcíanse los nobles objetos de metal de aquella casa rica. Bernarda Velazco cuidaba de ellos; los frotaba todas las semanas con ceniza; los pulía con retazos de terciopelo; los hacía brillar hasta que los candelabros de plata parecían de oro, y las salvillas de oro parecían de fuego y arrojaban llamas cuando las alzaba al sol.
De vez en vez, caía por la huerta algún enamorado suyo. Era en ciertos casos el encendedor de faroles Sansón, a quien apodaban así por su extraordinaria estatura y que, concurrente a cuanto velorio había en la ciudad, trataba de divertirla con el relato de sus lujos fúnebres. En otras ocasiones se deslizaba a través de los patios Martín, el aguatero, que había dejado a la puerta su carro arrastrado por una yunta de bueyes y coronado, encima del tonel y las canecas, encima de las ruedas colosales, por un muñeco de trapo, su santo patrono, sujeto a una estaca. Pero la charla de los galanes no la entretenía. Bernarda se encastillaba, distante, altanera. Levantaba una jícara entre los dedos finos y la limpiaba suavemente, mientras los muchachos la rondaban, erguidos para que valorara el garbo de sus figuras, o aparentaban no percatarse de su desdén y estiraban los perfiles mitad indios y mitad gitanos, una flor en la oreja, en la mano un junco.
Sería difícil precisar en qué momento Asunción empezó a apartarse de mí. Debió de ser al iniciarse la primavera del año 1816. Por entonces solíamos abandonar nuestras correrías y acercarnos a Bernarda para que nos contara cuentos. Nos sentábamos en la alfombra azul, rodeados por el tesoro de mates, sahumadores, palmatorias y aguamaniles, y la escuchábamos durante una hora o dos, fascinados por su voz musical y por el mundo que nos revelaba. Su seducción obró sobre mí al principio, como sobre mi hermana, pero al cabo de un tiempo se abrió camino en mi ánimo, lentamente, poderosamente, un indefinible horror, un miedo cuya esencia luego comprendí y que me mantenía a su lado, como un pájaro inmóvil sugestionado por una serpiente. No sé si esa sensación derivaba del carácter de sus relatos o de sus ojos verdes, cuyas pupilas recordaban las de ciertos animales malignos. Sus narraciones versaban siempre sobre aparecidos, sobre ahorcados, sobre luces vagabundas bailoteantes en torno de los solitarios rancheríos. Las refería sin adorno, con grandes pausas, y lograba transmitir el espanto con maravilloso vigor. Pero mi angustia no se nutría tanto, con ser yo un niño impresionable, del terror de los monstruos evocados por ella, como de la atmósfera siniestra —y simultáneamente cautivante— que envolvía a Bernarda Velazco.
Terminados los cuentos, cuando el aguatero o el encendedor de faroles se acercaban cimbrándose, yo me empeñaba en apartar de la mente de Asunción las fantasmagorías de la mulata, mas, si bien reanudaba conmigo los juegos, la sentía apartada, inaccesible, como si me la hubieran raptado y su alma siguiera, por espectrales caminos, a las visiones. Poco a poco advertí que se desasía de mí y que los lazos que nos ataban uno a uno se rompían. Entonces maduró en mí el temor, pues al suscitado por Bernarda, por su tenebrosa belleza y sus alucinaciones, se sumó el pánico de perder a la que quería tanto.
Traté de que recobráramos nuestra vida pasada y su feliz despreocupación, diciéndole que las consejas de la mulata eran patrañas locas, pero ante su callado encono, ante la forma en que se cerró para mí, clausurando toda comprensión, me di cuenta de cómo la había penetrado la influencia de Bernarda Velazco, y de que si deseaba conservar su amistad y su cariño debería transigir con una situación que se tornaba asfixiante.
Durante semanas la acompañé en la alfombra azul cuyo solo contacto me estremecía como el de una piel sensual. Avanzaba la primavera y las mariposas se posaban sobre las jarras y los platos repujados. De tanto en tanto, porque mi ansiedad me impulsaba a ganar a toda costa la simpatía de la mulata, yo le pasaba uno de esos objetos decorados con águilas y con escudos, para que lo puliera, y le elogiaba la destreza con que realzaba los arabescos de su cincel. Pero ella casi no respondía y yo, sentado entre ambas, sentía florecer y crisparse su aversión, que me atravesaba como un aire frío, y sentía que mi hermana la recogía también y la proyectaba sobre mí. Hasta que opté por dejarlas solas, en la exclusividad del dominio limitado por la alfombra cubierta de plata y de oro. Oculto por el naranjal, las espiaba. Quedaba la una sentada frente a la otra larguísimo rato. Bernarda hablaba despacio, con la mirada en la vinajera o en el mate o en el tejido que proseguía con habilidad, y de repente levantaba los párpados y fijaba en Asunción sus ojos gatunos. Cuando llegaban los cortejantes, apenas correspondía a su saludo, así que un día, acaso de común acuerdo, no regresaron.