Atraídos por el tumulto, acuden unos serenos de chiripá y calzoncillo cribado y una partida policial. El indio se entrega sin resistir. Cuando le conducen a la cárcel, avista, apoyado en un palenque vecino, al mancebo rubio. Las piezas de oro refulgen en su rastra y en su cinturón. Habría que mirarlas muy de cerca para distinguir lo que representan y habría que ser numismático avezado para descubrir las monedas de la costa de Tracia, labradas con Hércules, con Dionisos, con pámpanos, con delfines, con caballos, con cornucopias, que el dios luce acaso como una alusión señoril a su pelasga genealogía. Pero el indio Tamay ni siquiera esta enterado de que la ciencia numismática existe; ni tiene más ojos que para los ojos oscuros del muchacho que, repentinamente, le recuerdan otros ojos graves y bellos encendidos en un balcón de Lima y en un desfiladero de los Andes.
Y mientras el granadero camina hacia la prisión, todas las campanas de Buenos Aires empiezan a doblar, para él, para que sólo él las oiga: la del Cabildo, anunciadora de ocasiones memorables; las de la Catedral, que llevan nombres tan hermosos y se llaman la Santísima Trinidad, la Pura y Limpia Concepción y el nombre del obispo de Tours; las de San Ignacio, las de San Francisco, las de Santo Domingo; todas, todas las campanas porteñas, hasta las muy distantes de la espadaña del Pilar, y de tanto en tanto, a su himno solemne que asciende hacia el esculpido combate de nubes, se mezcla un rápido toque de clarín que, en medio del plañidero repique, se diría verde y dorado. El indio Tamay lo oye y se cuadra.
A
hora va a morir. Casi no puede moverse en el lecho, y sus labios, que tuerce la desesperación, no emiten más que un ronco gemido precursor de la agonía.
En las sombras del cuarto, su familia solloza bajo las acuarelas románticas de navíos, de puertos, de tormentas, de velámenes henchidos por el vendaval. Vibra en la oscuridad la mancha blanca de los planos y los dibujos encrespados sobre la mesa. De afuera, de la calle de Santa Rosa que luego será Bolívar, viene el pregón de un vendedor de naranjas. Monsieur Pierre Benoit va a morir.
Y, como otras veces, la escalinata de mármol levanta frente a él la nobleza arquitectónica de sus verdes, sus negros y sus rojos. La escalinata… Hay en lo alto una decoración, un grupo dorado de niños… pero ¿qué sostienen?… a menudo ha tratado de reconstruirlo… Se angustia y tortura su memoria, mientras las mujeres de la familia se deslizan por la habitación, como breves tanagras, con frascos en las manos trémulas…
De toda su infancia, de todo aquel misterio, lo único que salvó fue la escalinata. Súbitamente, como ahora, se yergue ante él. Arriba está la áurea escultura. ¿A dónde conducen los anchos escalones? ¿Los ha visto? ¿Los ha soñado? Lo único que recuerda es que esa escalinata divide su existencia: por un lado, un mundo mágico; por el otro, la cotidiana realidad; y de este lado, al principio, el terror…
Las mujeres cuchichean. Monsieur Benoit apenas las distingue. Se borran, se confunden, como los proyectos que le encargó el Departamento Topográfico de Buenos Aires, como sus cuadros de veleros, como su sable de marino que pende junto al lecho, cerca de las miniaturas pintadas por él.
En cambio la escalinata se perfila con nitidez maravillosa. Alza su orgullo de bronces y balaústres, como si fuera un manto pesado, de pliegues que se quiebran y refulgen con las estrías del verde y del púrpura, color del agua espesa, cargada de herrumbres de follaje, color del agua dormida en los hipnotizados estanques palaciegos. Y allá arriba…
¿No es una letra, una inicial, lo que los amores de carcaj sostienen, como si lo presentaran a quienes suben? Monsieur Benoit tiembla y las señoras le arropan bajo la suavidad de las vicuñas. Ha visto, enlazadas, las iniciales del Gran Rey. Quisiera poder decirlo a esas damas de su familia argentina, pero sus labios se niegan. Cierra los ojos, y cuando los reabre hay a su lado una señora de blanca peluca y falda ampulosa. De inmediato, le da un nombre: Madame de Tourzel, Madame la Marquise de Tourzel…
En la calle estalló un altercado soez entre un aguatero y la negra que vende mazamorra. Sus gritos gangosos atraviesan el patio hasta la cama del moribundo, y las señoras corren las cortinas de damasco rojo, sobre los postigos, para amortiguarlos.
Allá, los cortinajes eran azules y rosas. Madame de Tourzel… y el niño llevaba un traje celeste, con una faja y un gran moño al costado, como en el retrato… el retrato… aquel en que está con la adolescente rubia junto a un árbol del parque, y ambos juegan con un nido…
Madame de Tourzel… Madame de Tourzel…
¡Ay!, si continúa desvariando, enloquecerá antes de morir. Hay que defenderse de la imaginación, cuando anda suelta y embarulla las estampas. Hay que pensar en cosas graves, porque ahora los minutos valen años.
Hay que pensar… la vida… su vida…
Su vida es también como una escalera y Monsieur Benoit la desciende vertiginosamente hacia la niñez, salvando las etapas que son como descansos.
Primero recorre los últimos tres lustros, los que le inmovilizaron en el lecho, paralizadas las piernas. ¡Cuánto dibujó! ¡Cuántos planos nacieron bajos sus dedos hábiles! Desde que llegó a la Argentina, en 1818, no cesó de dibujar. Dibujó flores y animales extraños para el naturalista Bonpland; dibujó bellas fachadas para el Departamento Topográfico: edificios neoclásicos con frontones y columnatas, proyectos de canales, de muelles, de puentes, un mundo fantástico surgió de su pluma finísima, en la trabazón aérea de las cúpulas, de las torres, de los arcos. Antes, en Francia, había sido marino. Sirvió en las cañoneras del Emperador y en las goletas del Rey. Antes estuvo en muchas partes, en las Antillas, en Oriente, en Inglaterra, en Calais… Antes… antes había una terrible enfermedad, dolores agudos… una neblina que le sofocaba… Por más que se afanara en despejar las sombras que envolvían a su infancia, nada conseguía ver. Sin duda aquella enfermedad esfumó su memoria. Lo único que como un solitario peñón emergía en mitad del lago negro, era la escalinata de mármol.
Y ahora la escalinata vuelve a apoderarse de su delirio, a colmar todo su campo visual, como si sólo ella fuera real y el resto no existiera. En el centro de la habitación, redondea sus ángulos multicolores, gira sobre sí misma, como una dama que hace una reverencia en la espiral del vestido de larga cola, y se alza, coronada por el oro de los capiteles empenachados.
Pero esta vez hay algo más. Esta vez Monsieur Benoit ha descifrado el enigma de las iniciales de Luis XIV, y sabe que la mujer que junto a él está se llama Madame de Tourzel.
Haciendo un esfuerzo, se incorpora. Del cuarto vecino entra una ráfaga de la conversación de los hombres que discuten el Acuerdo de San Nicolás, firmado hace tres meses y cuyos artículos irritan a la opinión del país.
—Aceptar a Urquiza —dice uno— es volver a Rosas.
Monsieur Benoit no piensa ni en Rosas, ni en Urquiza, ni en Buenos Aires. Su voluntad se aferra a la escalinata del Gran Rey. Si no la sube ahora, antes de morir, no conocerá el reposo. Grada a grada, como los niños muy pequeños, inicia la ascensión. Su sombra infantil le precede sobre los peldaños. A su lado va la Marquesa de Tourzel.
¡La Marquesa de Tourzel, gobernanta de los hijos del Rey de Francia!
Es como si dos alas diminutas le hubieran crecido en los pies. Echa a correr hacia arriba, y detrás oye el jadeo del aya bonachona.
La distribución del palacio se presenta a su recuerdo con sus detalles menores, como si fuera un plano de los que le encargó el señor Rivadavia para su Departamento de Ingenieros. Corriendo, corriendo, flotante la faja celeste, cruza la Sala de Guardias, la Antecámara, el Salón del Oeil-de-Boeuf, e irrumpe en la inmensa galería donde el sol incendia los espejos infinitos, bajo los techos cubiertos de escenas mitológicas.
Es tal la excitación de Monsieur Benoit que los caballeros le rodean, en el lecho donde no puede hablar y donde sus uñas arañan los almohadones.
¡La Reina! ¡María Antonieta le tiende los brazos! Ahora reconoce a todo el mundo, a la Condesa Diane de Polignac, la fea, a la Duquesa Jules de Polignac, la hermosa, al Príncipe de Ligne, a la Princesa de Lamballe… Cada espejo es una hoguera quieta. En el parque se oculta un ejército de estatuas.
Todo, lo ha reconquistado todo: la ventura y la desventura, la risa de su madre cuando jugaba con él en Trianon; la pachorra de su padre, que forjaba llaves bonitas como flores; las aclamaciones al paso de la carroza, en las calles de París; y el odio, el miedo, los insultos rabiosos; el populacho con hoces y cuchillos; las cabezas cortadas, chorreando sangre en las puntas de las picas; la prisión del Temple; la fuga en un canasto de ropa; la enfermedad, Inglaterra, el silencio sagaz de los fieles… Todo… todo le esperaba en lo alto de la escalinata que sólo hoy pudo subir…
Una negra apareció en su cuarto y empezó a encender las velas en los fanales. En el patio, cantan los canarios de la pajarera.
Monsieur Benoit mueve los labios penosamente. Figuras llorosas se inclinan en torno. El moribundo se ahoga. ¡Tiene tanto que decir! Y de repente recobra la voz, firme, lúcida.
Pero entre las siluetas familiares apiñadas alrededor, asoman unos perfiles arcaicos, transparentes, de seres de flacura gótica, con espadas, coronas y cetros, unos seres rígidos y grises como estatuas de sepulcros. Uno le pone sobre la boca la mano abierta, que es como un ala de cristal.
—No digas nada —le murmura al oído.
Y en el aposento de Buenos Aires cuyas cortinas diluyen el pregón del naranjero, ondula el coro doloroso de los viejos reyes que vienen del fondo de los siglos, con su carga abrumadora de pesares, de ambiciones, de secretos, de crímenes:
—No digas nada, no digas nada… Ven a reinar…
Luis XVII no dice nada. Tira hacia él la cobija, como un manto, cierra los ojos azules y baja solo la escalinata que se interna en el parque espectral, el parque donde los lebreles del Delfín ladran a la luna de hielo y donde los monarcas temblorosos se cuentan sus desilusiones.
Carta de Anastasio el Pollo a su aparcero don Laguna, paisano de Bragado.
De la Sierra Tandilera
que por prudencia he ganao
y ande estoy a su mandao,
Laguna, siempre que quiera,
le lleva esta carta fiera
que he sudao al componer,
mi amigo el Rengo Soler,
pa que sepa que ando juido
y que mi disgracia ha sido
asunto de Lucifer.
El gaucho pobre no tiene
siguridá en esta tierra;
creamé, gane la Sierra,
es lo que más le conviene;
que si áura Mandinga viene
sin más a amostrar su cuerno
y a ordenar como Gobierno
y a toriar y a darse aires
por el propio Buenos Aires,
mejor se está en el Infierno.
Ya le conté la ocasión
en que vide a Satanás,
despachándose al compás
en el tiatro de Colón.
Por eso áura, de un tirón,
le escribo desde esta cueva,
pa referirle la nueva
ocasión en que lo vide,
y decirle que se cuide
no sea que el Diablo güelva.
¡Ay Laguna! ¿qué pecaos
negros hemos cometido
que Luzbel mesmo ha subido
y nos tiene acollaraos?
Yo vivía sin cuidaos
con mi tropa y mi majada,
áura no me queda nada,
¿por qué, voto a San Antonio?
por cruzarmelé al Demonio,
en un Café, de pasada.
Usté me conoce bien
y como sabe, amigaso,
soy incapaz de un bolazo;
creamé esta vez tamién.
Un día, en un almacén,
a un matrerito que hablaba
soltando cada guayaba
que a uno lo dejaba tieso,
casi le rompo el pescueso.
Pero le estoy dando taba.
Velay el caso, cuñao,
que me pasó en la ciudá.
Le juro que es la verdá.
Ya se me habrá santiguao.
Sucedió al día siguiente
de aquel en que nos topamos
y en el Bajo conversamos
cerquita de la corriente.
Nada más que una quincena
desde entonces se corrió
y mire qué güelta: yo
estoy como ánima en pena.
Perdí color, perdí peso,
discurseo como un loco,
y todo el cuerpo me toco
a ver si me falta un güeso.
Pues como le iba contando
ese día, de mañana,
me largué a cobrar mi lana
pa poder seguir tirando.
El negocio es con un gringo
lleno de güeltas, ¡canejo!
Si en mi inorancia lo dejo
me va a tomar por tilingo.
Siempre lo esperan visitas,
pero ese día, ¡zas! ¡tras!
me fui al Hotel de la Paz
a cobrar mis ovejitas.
¡Ah! ¡Cristo! ¡Me da una rabia
verlo florearse al inglés!
O dice: —Venga dispués,
o me abomba con su labia.
Esa vez cayó un Musiú
(que era el fondista barrunto),
con un jopo negro de unto
y me gritó: —¿Vulé vú?
Áhi me le puse amarillo
y mi asunto le espliqué.
Me contestó: —¿Vú vulé?
y yo le amostré el cuchillo.
¡Qué alfajor! Vale por cuatro.
Lo quiero como a mi potro.
Me refalaron el otro
de la cintura, en el tiatro.
En cuanto la lata vio,
el francés parló criollo.
Me dijo: —¿Musiú es el Pollo?
Espere aquí, cómo no…
Él se fue el gringo a buscar,
yo me quedé en la vedera.
¡Laguna, qué suerte fiera!
¿Por qué no pensé en dentrar?
Si dentro en vez de paviar
en la puerta de la fonda,
no tendría esta pena honda
ni este triste lagrimear.
Pero el destino es ansina:
siempre se burla del sonso
y le canta su responso
cuando usté ni lo imagina.
Aparcero, ¿no se acuerda
que frente al Hotel mentao
hay un Café muy sonao,
un poquitito a la izquierda?
Calle Cangallo, ¿la ve?
casi casi en Reconquista.
Afirme, cuñao, la vista y
encontrará mi Café.