Momo (11 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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—Muy buena idea —repuso Gigi—. Tendríamos que movilizar a todos nuestros viejos amigos. Y a los niños que ahora vienen siempre. Propongo que nos vayamos, ahora mismo, para informar a todos los que podamos encontrar. Y que ésos se lo digan a los demás. Nos encontraremos todos aquí mañana a las tres de la tarde, para una gran asamblea.

De modo que todos se pusieron en camino. Momo en una dirección, Beppo y Gigi en otra.

Los dos hombres llevaban ya un rato caminando cuando Beppo, que hasta entonces había callado, se paró repentinamente.

—Escucha Gigi —dijo—, estoy preocupado.

Gigi se volvió hacia él, asombrado:

—¿Por qué?

Beppo miró durante un tiempo a su amigo y dijo entonces:

—Creo a Momo.

—¿Y qué?

—Quiero decir —siguió Beppo—, que creo que es verdad lo que nos ha contado Momo.

—Bien, ¿y qué más? —preguntó Gigi, que no entendía lo que Beppo quería decir.

—¿Sabes? —explicó Beppo—, si es verdad lo que Momo ha contado, tenemos que pensar bien lo que hacemos. Si de verdad se trata de una terrible banda de criminales, uno no se enzarza por las buenas con ellos, ¿entiendes? Si nos limitamos a retarlos, eso puede poner en peligro a Momo. Y no quiero hablar de nosotros, pero si metemos en el asunto a los niños, quizá los pongamos en peligro a todos. De verdad que tenemos que pensar bien qué hacemos.

—¡Qué va! —dijo Gigi, riendo—. ¡No te preocupes! Cuantos más seamos, mejor.

—Me parece —respondió Beppo, serio— que no crees que sea verdad lo que dijo Momo.

—¡Y qué significa verdad! —contestó Gigi—. No tienes fantasía, Beppo. Todo el mundo es un gran cuento y nosotros actuamos en él. Sí, Beppo, sí: creo todo lo que ha contado Momo, igual que tú.

A esto, Beppo no supo qué contestar, pero la respuesta de Gigi no le había dejado menos preocupado.

Entonces se separaron, y cada uno tomó una dirección para informar a los amigos y a los niños de la reunión del día siguiente. Gigi iba con el corazón alegre; Beppo, preocupado.

Durante esa noche, Gigi soñó con su futura fama como salvador de la ciudad. Se veía vestido de frac, a Beppo de levita y a Momo con un vestido de seda blanca. Y a los tres les ponían collares de oro y les daban coronas de laurel. Sonaba una música magnífica, y la ciudad organizaba en su honor un desfile de antorchas tan largo y maravilloso como no se había visto nunca antes.

Al mismo tiempo, Beppo estaba en su cama sin poder dormir. Cuanto más pensaba, más claro se le aparecía el peligro de la empresa. Está claro que no dejaría que Gigi y Momo cayeran solos en la desgracia, él los ayudaría, pasara lo que pasara. Pero tenía que intentar, por lo menos, retenerlos.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, las viejas ruinas del anfiteatro resonaban con el parloteo excitado de muchas voces. Lamentablemente, no habían venido los amigos adultos (aparte de Beppo y Gigi, claro está), pero sí unos cincuenta o sesenta niños, de cerca y de lejos, pobres y ricos, bien y mal educados, mayores y menores. Algunos, como la niña María, llevaban a sus hermanitos de la mano o en brazos, que miraban la sorprendente escena con ojos muy abiertos y con un dedo en la boca. Está claro que estaban allí Blanco, Paolo y Massimo, mientras que los demás niños eran casi todos de los que habían ido viniendo en los últimos tiempos. Éstos, claro, se interesaban especialmente por el asunto que se iba a tratar en asamblea. Por cierto que se había presentado también el chico de la radio portátil, aunque sin radio. Estaba sentado al lado de Momo, a la que había dicho, antes que nada, que se llamaba Claudio y que le hacía mucha ilusión que le dejaran participar.

Cuando por fin se vio que no llegarían más retrasados, Gigi se levantó e impuso silencio con un gran gesto. Las conversaciones y el parloteo cesaron, y en el gran círculo de piedra se hizo un silencio expectante.

—Queridos amigos —comenzó Gigi, con voz sonora—, todos sabéis más o menos, de qué se trata. Eso ya se os ha dicho en la convocatoria de esta asamblea secreta. Hasta hoy, la cuestión era que cada vez más gente tenía menos tiempo, aunque todos se dedicaban a ahorrar tiempo por todos los medios. Pero precisamente ese tiempo que ahorraban, la gente lo perdía. ¿Por qué? ¡Momo lo ha descubierto! El tiempo es robado literalmente por una banda de ladrones. Para desenmascarar a esa fría organización del crimen necesitamos, precisamente, vuestra ayuda. Si todos estáis dispuestos a colaborar, toda esa miseria que ha caído sobre la gente se acabará de golpe. ¿No creéis que merece la pena luchar?

Hizo una pausa, y los niños aplaudieron.

—Después discutiremos —continuó Gigi— sobre lo que haremos. Pero antes, Momo ha de contaros cómo se encontró con uno de esos tipos y cómo éste se traicionó.

—Un momento —dijo, levantándose, el viejo Beppo—, escuchad un momento, niños. Yo me opongo a que Momo hable. Eso no puede ser. Si Momo habla, se pone en peligro ella y todos vosotros…

—¡Sí! —gritaron algunos niños—. ¡Que hable Momo!

Otros los apoyaron y acabaron gritando todos, a coro:

—¡Momo! ¡Momo! ¡Momo!

El viejo Beppo se sentó, se quitó las pequeñas gafas y se frotó, cansado, los ojos.

Momo se levantó, trastornada. No sabía bien a qué deseo acceder, si al de Beppo o al de los niños. Finalmente comenzó a hablar. Los niños escuchaban, tensos. Cuando hubo acabado, siguió un largo silencio.

Durante el relato de Momo, todos habían cobrado un poco de miedo. No se habían imaginado tan terribles a los ladrones del tiempo. Una niña pequeña comenzó a llorar a gritos, pero pronto la consolaron.

—¿Y bien? —preguntó Gigi en medio del silencio—. ¿Quién de vosotros se atreve a luchar con nosotros contra esos hombres grises?

—¿Por qué no quiso Beppo —preguntó Blanco— que Momo nos contara su historia?

—Él cree —explicó Gigi, mientras sonreía animador— que los hombres grises consideran un enemigo a todo aquél que conoce su secreto, por lo que le perseguirán. Pero estoy seguro de que es exactamente al revés, que todo aquel que conoce su secreto está inmunizado contra ellos y que ya no le pueden hacer nada. Esto está claro, reconócelo, Beppo.

Pero éste sólo movió la cabeza.

Los niños callaron.

—Una cosa está clara —volvió a tomar la palabra Gigi—. Ahora tenemos que mantenernos unidos pase lo que pase. Tenemos que tener cuidado, pero sin permitir que nos den miedo. Por eso os vuelvo a preguntar: ¿Quién quiere unirse a nosotros?

—¡Yo! —gritó Claudio, levantándose. Estaba un poco pálido.

Unos pocos siguieron su ejemplo tímidamente, después otros, y más, y más, hasta que al final se presentaron todos.

—Y bien, Beppo —dijo Gigi señalando a los niños—, ¿qué dices a esto?

—Está bien —dijo Beppo, y asintió con tristeza—, yo también me apunto.

—Así que —Gigi se volvió de nuevo a los niños— ahora discutiremos lo que tenemos que hacer. ¿Quién tiene una idea?

Todos pensaron. Por fin preguntó Paolo, el niño de las gafas:

—Pero, ¿cómo lo hacen? Quiero decir, ¿cómo se puede robar el tiempo de verdad? ¿Cómo se hace esto?

—Sí —gritó Claudio—, ¿qué es el tiempo?

En el otro lado del ruedo de piedra se levantó María, con su hermanito Dedé, y dijo:

—Acaso sea algo así como los átomos. Éstos también pueden apuntar las ideas que sólo están en la cabeza de uno. Lo he visto por televisión. Hoy hay especialistas para todo.

—Tengo una idea —gritó el gordo Massimo con su voz de niña—. Cuando se toman imágenes con una filmadora, todo queda en la película. Y en las cintas magnetofónicas también todo queda en la cinta. Puede que tengan un aparato con el que se puede registrar el tiempo. Si supiéramos dónde está grabado, simplemente podríamos pasar de nuevo el tiempo, y volvería a estar.

—En cualquier caso —dijo Paolo, empujándose las gafas nariz arriba—, tenemos que encontrar, en primer lugar, un científico que nos ayude. Si no, no podemos hacer nada.

—¡Ya nos sales tú con tus científicos! —gritó Blanco—. De ésos no se puede fiar nadie. Suponte que encontramos uno que sabe de qué va la cosa; ¿cómo sabrás que no trabaja con los ladrones de tiempo? Entonces sí que estaríamos fastidiados.

Éste era un argumento de peso.

Entonces se levantó una niña, a la que se veía que estaba bien educada, que dijo:

—¿Y si se lo contamos todo a la policía?

—¡Lo que nos faltaba! —protestó Blanco—. ¿Qué puede hacer la policía? Si ésos no son ladrones corrientes. O bien la policía hace tiempo que está enterada del asunto, y no puede hacer nada, o bien todavía no se ha dado cuenta de nada, y entonces no merece la pena decirle nada. Ésta es mi opinión.

Le siguió un silencio de desasosiego.

—Pero tenemos que hacer una cosa u otra —dijo Paolo al fin—. Y lo antes posible, antes de que los ladrones de tiempo se enteren de nuestra conjura.

Entonces se levantó Gigi Cicerone.

—Queridos amigos —comenzó—, he pensado a fondo toda la cuestión. He concebido y desechado cientos de planes hasta que, por fin, he encontrado uno que nos llevará, con seguridad, a nuestro objetivo. ¡Si todos os apuntáis! Sólo que antes quería escuchar por si alguno de vosotros tenía un plan mejor. Así que os voy a decir lo que vamos a hacer.

Hizo una pausa y miró lentamente a su alrededor. Más de cincuenta caras de niños estaban dirigidas a él. Hacía mucho que no tenía tantos oyentes.

—El poder de los hombres grises —continuó— consiste, como vosotros sabéis ahora, en pasar desapercibidos y poder trabajar en secreto. Así que el modo más sencillo y eficaz de aniquilarlos es que la gente sepa la verdad sobre ellos. Y, ¿cómo conseguir esto? Organizaremos una gran manifestación de niños. Pintaremos pancartas y carteles e iremos con ellas por todas las calles. Así atraeremos la atención sobre nosotros. E invitaremos aquí, al anfiteatro, a toda la ciudad, para explicárselo todo. La gente se entusiasmará. Vendrán aquí a miles. Y cuando se haya reunido aquí una multitud increíble, desvelaremos el terrible secreto. Y entonces el mundo cambiará de golpe. Ya no le podrán robar el tiempo a nadie. Cada uno tendrá tanto tiempo como quiera, porque volverá a haber bastante. Y eso, mis queridos amigos, lo podemos hacer todos juntos, si queremos. ¿Queremos?

La respuesta fue un unánime grito de júbilo.

—Compruebo, pues —concluyó Gigi su discurso—, que hemos decidido por unanimidad invitar a toda la ciudad al anfiteatro el próximo domingo por la tarde. Pero hasta entonces, nuestro plan debe quedar en el más estricto secreto, ¿entendido? Y ahora, amigos, ¡manos a la obra!

Durante este día y los siguientes reinó una febril actividad en las viejas ruinas. Se trajo (mejor no preguntemos cómo ni de dónde) papel y tarros de pintura y pinceles y cola y tablones y cartón y todo lo demás que necesitaban. Y mientras los unos fabricaban pancartas y carteles, los otros, que sabían escribir bien, se pensaban frases imponentes y las pintaban en ellos.

Se trataba de frases que decían, por ejemplo, lo que esas pancartas.

Y en todas ellas ponía, además el lugar y la fecha de la invitación.

Cuando todo estuvo listo, los niños se dispusieron en el anfiteatro con Gigi, Beppo y Momo a la cabeza, y fueron en un largo desfile hacia la ciudad, con sus carteles y pancartas. Al mismo tiempo, hacían ruido con planchas de hojalata y silbatos, recitaban sus frases y cantaban la siguiente canción, que Gigi había compuesto expresamente para esta ocasión:

Oíd todos qué decimos;

casi es tarde, vigilad,

que os roban vuestro tiempo;

no seáis tontos, despertad.

Oíd todos qué decimos:

no os dejéis engañar más,

el domingo a las tres,

no seáis tontos, acudid.

Claro que la canción tenía más estrofas, veintiocho en total, pero no hace falta ponerlas aquí todas.

Un par de veces intervino la policía y disolvió a los niños, cuando entorpecían el tráfico. Pero los niños no se asustaban. Volvían a reunirse en otro sitio y empezaban de nuevo. Por lo demás, no pasó nada y, a pesar de toda su atención, no pudieron ver a ninguno de los hombres grises.

Pero muchos otros niños que vieron la manifestación y que hasta entonces no habían sabido nada del asunto, se unieron a ella, de modo que después fueron muchos cientos y al final más de mil. Por todos lados de la ciudad, los niños iban por la calle en largas procesiones e invitaban a los adultos a la asamblea que cambiaría el mundo.

Una buena asamblea, que no
tiene lugar, y una mala
asamblea, que sí tiene lugar

L
a gran hora había pasado.

Había pasado y no había venido ninguno de los invitados. Precisamente aquellos adultos a quienes más importaba apenas se habían dado cuenta de la manifestación de los niños.

Así que todo había sido en vano.

El sol ya se acercaba al horizonte y se ponía, grande y rojo, en un mar de nubes. Sus rayos sólo rozaban los escalones superiores del viejo anfiteatro, en el que los niños, sentados, esperaban desde hacía horas. No se oía ya ninguna charla. Todos estaban tristes y callados.

Las sombras se alargaban con rapidez, pronto sería de noche. Los niños empezaban a tiritar, porque hacía fresco. Una campana, a lo lejos, sonó ocho veces. Ya no cabía duda de que todo había sido un gran fracaso.

Los primeros niños se levantaron y se fueron en silencio, otros los siguieron. Nadie decía una palabra. La decepción era demasiado grande.

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