Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.
Los que lo sentían con claridad eran los niños, pues para ellos nadie tenía tiempo.
Pero el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón. Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía.
N
o sé —dijo Momo un día—, me da la impresión de que nuestros viejos amigos vienen cada vez menos a verme. A algunos hace tiempo que no los he visto.
Gigi Cicerone y Beppo Barrendero estaban sentados a su lado en los escalones de piedra cubiertos de hierba, y miraban la puesta de sol.
—Sí —opinó Gigi, pensativo—, a mí me ocurre lo mismo. Cada vez son menos los que escuchan mis historias. Ya no es como antes. Pasa algo.
—Pero, ¿qué? —preguntó Momo.
Gigi se encogió de hombros y borró con saliva, pensativo, unas letras que había escrito en una vieja pizarra. El viejo Beppo había encontrado la pizarra hacía algunas semanas en un cubo de la basura y se la había traído a Momo. Claro que ya no era demasiado nueva y tenía una gran raja en el medio, pero todavía se podía aprovechar. Desde entonces, Gigi le enseñaba a Momo, cada día, cómo se escribía ésta o aquella letra. Y como Momo tenía muy buena memoria, a esas alturas ya sabía leer bastante bien. Sólo fallaba un poco todavía en la escritura.
Beppo Barrendero, que había reflexionado sobre la pregunta de Momo, asintió lentamente y dijo:
—Sí, es verdad. Se acerca. En la ciudad está ya en todos lados. Ya hace tiempo que vengo observándolo.
—¿El qué? —preguntó Momo.
Beppo pensó un rato, para responder entonces:
—Nada bueno.
Al cabo de otro rato añadió:
—Empieza a hacer frío.
—¡Qué va! —dijo Gigi, y rodeó con su brazo, consolador, los hombros de Momo—. Cada vez vienen más niños.
—Precisamente por eso —dijo Beppo—. Precisamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Momo.
Beppo reflexionó largo rato y contestó, finalmente:
—No vienen por nosotros. Sólo buscan un refugio.
Los tres bajaron la mirada al centro del anfiteatro, cubierto de hierba, donde varios niños jugaban a un nuevo juego de pelota que se acababan de inventar esa tarde.
Había entre ellos algunos de los viejos amigos de Momo: el chico de las gafas, que se llamaba Paolo, la niña María con su hermano Dedé, el niño gordo de la voz aguda, cuyo nombre era Massimo, y el otro chico, que siempre parecía un poco dejado y se llamaba Blanco. Pero había, además, otros niños que hacía pocos días que venían, y un niño más pequeño, que hoy había venido por primera vez. Parecía verdad lo que había dicho Gigi: cada día eran más.
En el fondo, a Momo le habría gustado poder alegrarse por ello. Pero la mayoría de esos niños simplemente no sabían jugar. Se limitaban a sentarse, aburridos, y miraban a Momo y sus amigos. A veces molestaban, porque sí, y lo estropeaban todo. No pocas veces había gritos y peleas. Eso no duraba mucho rato, porque la presencia de Momo también hacía efecto en estos niños, que pronto empezaban a tener sus propias ideas y a jugar con entusiasmo. Pero cada día había niños nuevos, que venían incluso de barrios lejanos. De modo que todo volvía a empezar de nuevo porque, como es sabido, muchas veces basta con un solo aguafiestas para estropearlo todo.
Y había una cosa más que Momo no acababa de entender. Había empezado hacía muy poco. Cada vez era más frecuente que los niños trajeran toda clase de juguetes con los que no se podía jugar de verdad, como, por ejemplo, un tanque de mando a distancia, que se podía hacer dar vueltas, pero que no servía para nada más. O un cohete espacial, que daba vueltas alrededor de una torre, pero con el que no se podía hacer nada más. O un pequeño robot, que se paseaba con los ojos encendidos y giraba la cabeza a uno y otro lado, pero que no se podía aprovechar para nada más.
Está claro que eran juguetes muy caros, como nunca los habían tenido los amigos de Momo, y no digamos la propia Momo. Sobre todo, esas cosas eran tan perfectas hasta el menor detalle, que uno no se podía imaginar nada. De modo que los niños se sentaban durante horas y miraban atentos y, al mismo tiempo aburridos, una de esas cosas que corría por ahí, daba vueltas o se paseaba, pero no se les ocurría nada. Por eso acababan volviendo a sus viejos juegos, para los que les bastaban un par de cajas, un mantel roto o un puñado de guijarros. Entonces podían imaginárselo todo.
Había algo que impedía que esa tarde el juego saliera bien. Los niños dejaban de jugar uno a uno, hasta que al final todos estaban sentados alrededor de Gigi, Beppo y Momo. Esperaban que, con un poco de suerte, Gigi comenzara a contar una historia. Porque el niño pequeño que hoy había venido por primera vez se había traído una radio portátil. Estaba sentado un poco aparte de los demás y había puesto el aparato a todo volumen. Era una emisión de publicidad.
—¿No podías poner esa tontería un poco más bajo? —preguntó el niño un poco dejado, que se llamaba Blanco, en tono amenazador.
—No te entiendo —dijo el niño extraño con una mueca—, mi radio está demasiado alta.
—¡Bájala en seguida! —dijo Blanco, mientras se levantaba.
El otro niño se puso un tanto pálido, pero contestó, tozudo:
—Ni tú ni nadie tiene que mandarme nada. Puedo poner mi radio tan alto como quiera.
—Tiene razón —dijo el viejo Beppo—. No podemos prohibírselo. En todo caso se lo podemos pedir.
Blanco volvió a sentarse.
—Que se vaya a otro sitio —dijo, amargado—. Lleva toda la tarde estropeando todo.
—Su razón tendrá —contestó Beppo, mientras miraba al niño nuevo con amabilidad y atención a través de sus pequeñas gafas—. Seguro que la tiene.
El niño nuevo calló. Después de un instante bajó su radio y miró a otro lado.
Momo fue hacia él y se sentó, callada, a su lado. El niño apagó la radio.
Durante un ratito hubo silencio.
—Cuéntanos algo, Gigi —pidió uno de los niños nuevos.
—¡Sí, por favor! —gritaron los demás—. Un cuento divertido.
—No, una historia de aventuras.
—No, una historia de risa.
Pero Gigi no quería. Era la primera vez que pasaba.
—Preferiría —dijo finalmente— que vosotros me contaseis algo a mí, sobre vosotros y vuestras casas, lo que hacéis y por qué venís aquí.
Los niños se quedaron callados. Sus caras, de repente, se habían puesto tristes.
—Ahora tenemos un coche muy bonito —dijo por fin uno de ellos—. El sábado, cuando mi mamá y mi papá tienen tiempo, lo lavan. Si he sido bueno, también me dejan ayudarlos. Más adelante yo también quiero tener un coche así.
—Yo —dijo una niña pequeña—, yo puedo ir cada día al cine sola, si quiero. Allí piensan que estoy bien guardada, porque ellos no tienen tiempo para ocuparse de mí.
Después de una breve pausa añadió:
—Pero no quiero estar guardada. Por eso vengo aquí a escondidas, y me guardo el dinero. Cuando tenga bastante dinero me compraré un billete para ir al país de los siete enanitos.
—¡Eres tonta! —dijo otro niño—. Si no existen.
—¡Sí que existen! —dijo, tozuda, la niña—. Lo he visto incluso en un folleto de viajes.
—Yo ya tengo once discos de cuentos —dijo un chico pequeño—, que puedo escuchar cuantas veces quiera. Antes me contaba cuentos mi papá, por la noche, cuando volvía de trabajar. Eso sí que era bonito. Pero ahora no está nunca. O está cansado y no tiene ganas.
—¿Y tu mamá? —preguntó María.
—También está fuera todo el día.
—Sí —dijo María—, en mi casa pasa igual. Pero por suerte tengo a Dedé —y le dio un beso a su hermanito, que estaba sobre su falda—. Cuando vuelvo del colegio, caliento la comida que nos han dejado. Entonces hago mis deberes. Y entonces… —se encogió de hombros—, bueno, entonces nos vamos a pasear, hasta que oscurece. Casi siempre venimos aquí.
Todos los niños asintieron, porque más o menos les ocurría lo mismo a todos.
—En realidad me alegro —dijo Blanco, aunque no parecía nada alegre—, de que mis padres no tengan tiempo para mí. Porque si no, empiezan a pelearse y me pegan.
De repente se dirigió hacia ellos el niño de la radio y dijo:
—Pues a mí me dan mucho más dinero que antes.
—¡Claro! —contestó Blanco—. Lo hacen para librarse de nosotros. Ya no nos quieren. Pero tampoco se quieren a sí mismos. Nada les gusta ya. Eso creo.
—¡Eso no es verdad! —gritó, airado, el niño nuevo—. Mis padres me quieren mucho. No es culpa de ellos que ya no tengan tiempo. Por eso me han regalado la radio portátil. Es muy cara. Eso es una prueba, ¿no es verdad?
Todos callaron.
Y, de pronto, este niño, que durante toda la tarde había sido un aguafiestas, empezó a llorar. Intentó ocultarlo y se frotó los ojos con los puños sucios, pero las lágrimas corrían en rayas claras por sus mejillas manchadas.
Los demás niños le miraban comprensivamente o miraban al suelo. Ahora lo entendían. En realidad, todos estaban en el mismo caso. Todos se sentían dejados en la estacada.
—Sí —volvió a decir el viejo Beppo después de un rato—, empieza a hacer frío.
—Puede que pronto ya no me dejen venir —dijo Paolo, el niño de las gafas.
—¿Y por qué? —preguntó Momo, sorprendida.
—Mis padres dicen —explicó Paolo— que no sois más que gandules y vagos que perdéis el tiempo. Y por eso tenéis tanto. Y porque hay demasiados como vosotros, los demás tienen cada vez menos tiempo. Y yo no tengo que volver por aquí, porque si no me volveré como vosotros.
Volvieron a asentir algunos niños, a los que también habían dicho ya cosas parecidas.
Gigi miró a los niños de uno en uno.
—¿Acaso creéis eso de nosotros? ¿O por qué venís?
Después de un corto silencio dijo Blanco:
—A mí me da igual. Cuando sea mayor seré un bandido, dice siempre mi padre. Yo estoy de vuestro lado.
—¿Ah, sí? —preguntó Gigi, alzando las cejas—. ¿Así que vosotros también nos tenéis por vagos y maleantes?
Los niños miraron al suelo, confusos. Finalmente, Paolo miró a Beppo a la cara.
—Mis papás no dicen mentiras —dijo en voz baja. Y preguntó, en voz más baja todavía—. ¿No lo sois?
Entonces el barrendero se estiró en toda su altura, no demasiado grande, levantó tres dedos y dijo:
—Nunca, jamás en mi vida le he hecho perder a nadie ni un poquito de tiempo. ¡Lo juro!
—Yo tampoco —añadió Momo.
—Y yo tampoco —dijo Gigi, serio.
Los niños callaron impresionados. Ninguno de ellos dudaba de las palabras de los tres amigos.
—Voy a deciros algo más —prosiguió Gigi—. Antes, a la gente también le gustaba venir a ver a Momo, para que les escuchara. Se encontraban a sí mismos, ¿entendéis lo que quiero decir? Pero ahora, eso ya no les importa. Antes, a la gente le gustaba venir a escucharme. Se olvidaban de sí mismos. Eso tampoco les importa mucho ya. Dicen que ya no tienen tiempo para esas cosas. Para vosotros tampoco tienen tiempo ya. ¿Os dais cuenta? Resulta curioso ver para qué no tienen tiempo ya.
Entrecerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Hace poco me encontré en la ciudad con un viejo conocido, un barbero. Se llama Fusi. Hacía tiempo que no le veía ya y casi no le reconocí, de tan cambiado que estaba, nervioso, gruñón. Antes era un tipo agradable, cantaba muy bien y tenía sus propias ideas sobre las cosas. Pero, de repente, ya no tiene tiempo para ello. El hombre ya no es más que la sombra de sí mismo, ya no es Fusi, ¿entendéis? Si sólo fuera él, pensaría que se había vuelto un poco loco. Pero dondequiera que se mira, se ve gente igual. Y cada vez son más. Ahora les toca a nuestros viejos amigos. Me pregunto si hay una locura contagiosa.
—Seguro —asintió el viejo Beppo—, tiene que ser una especie de contagio.
—Entonces —dijo Momo, asustada— tenemos que ayudar a nuestros amigos.
Esa noche estuvieron todos juntos discutiendo mucho rato qué podrían hacer. Pero no sabían nada de los hombres grises y su incansable actividad.
Durante los días siguientes, Momo se dedicó a buscar a sus viejos amigos para saber qué pasaba con ellos y por qué ya no iban a verla.
En primer lugar fue a ver a Nicola, el albañil. Conocía bien la pequeña buhardilla en la que vivía. Pero no estaba. Los demás habitantes de la casa sólo sabían que ahora trabajaba en uno de los barrios nuevos, al otro lado de la ciudad, y que ganaba un montón de dinero. Pocas veces volvía a casa y, cuando volvía, solía ser muy tarde. Con frecuencia no estaba del todo sereno y resultaba bastante difícil entenderse con él.
Momo decidió esperarle. Se sentó en la escalera, delante de la puerta de su habitación. Iba oscureciendo, y Momo se durmió.
Debía de ser muy tarde cuando la despertaron unos ruidosos pasos vacilantes y un canto turbio. Era Nicola, que oscilaba escaleras arriba. Cuando vio a la niña, se paró sorprendido.
—¡Eh, Momo! —dijo, y estaba claro que le turbaba el que lo viera en ese estado—. ¿Todavía vives? ¿Qué haces por aquí?
—Te espero a ti.
—¡Mira qué chica! —dijo Nicola, mientras agitaba sonriente la cabeza—. Viene aquí, en medio de la noche, para ver a su viejo amigo Nicola. Sí, hace tiempo que tenía ganas de ir a verte, pero no tenía tiempo para esos asuntos… particulares.