Gontran los alcanzó de pronto.
—Volveos —dijo— y mirad al matrimonio Honorat.
Se volvieron y divisaron al doctor Honorat, que llevaba al lado a una anciana gruesa vestida de azul, cuya cabeza parecía el jardín de unos viveros, ya que llevaba reunidas en el sombrero todas las variedades de plantas y flores.
Christiane, pasmada, preguntó:
—¿Es su mujer? ¡Pero si le lleva quince años!
—Sí, sesenta y cinco tiene. Era comadrona, y se enamoró de ella entre dos partos. Y además, parece ser que se trata de uno de esos matrimonios que andan siempre a la greña.
Volvían hacia el Casino, atraídos por las clamorosas voces del público. En una mesa muy grande, delante del balneario, habían colocado los premios de la tómbola, que Petrus Martel, con ayuda de la señorita Odelin, del Odeón, una morena menudita, estaba rifando; cantaba los números acompañándolos de parrafadas de charlatán que divertían mucho a la muchedumbre. Volvió a aparecer el marqués, en compañía de las hijas de Oriol y de Andermatt, y preguntó:
—¿Nos quedamos aquí? Hay muchísimo ruido.
Y decidieron, entonces, dar un paseo por la carretera que va, a media ladera, de Enval a La Roche-Pradière.
Para llegar hasta ella, subieron primero en fila por una senda estrecha que cruzaba los viñedos. Christiane iba en cabeza, con paso flexible y rápido. Desde que había llegado a aquella comarca, tenía una sensación nueva de la propia existencia, con una vida y un gozo activos que antes no conocía. Quizá los baños, al mejorarle la salud, al librarla de esas leves perturbaciones de los órganos que molestan y ensombrecen el carácter sin causa sensible, la disponían para percatarse mejor, para disfrutar mejor de cuanto la rodeaba. Quizá, sencillamente, la estimulaba, la enardecía la presencia y la fogosa mente de aquel joven desconocido que la ayudaba a comprender las cosas.
Respiraba a bocanadas hondas y prolongadas, pensando en todo lo que él le había contado acerca de los perfumes que vagaban por el viento. «Es verdad —pensaba—, me ha enseñado a oler y sentir el aire». Y distinguía todos los aromas, el de la viña, sobre todo, tan liviano, tan delicado, tan huidizo.
Llegó a la carretera y se formaron grupos. Andermatt y Louise Oriol, la mayor, tomaron la delantera, charlando acerca del rendimiento del campo en Auvernia. Aquella auvernesa, digna hija de su padre, dotada de instinto hereditario, sabía todos los detalles concretos y prácticos de la agricultura, y hablaba de ellos con su voz formal, de tono agradable, con el acento discreto que le habían enseñado en el convento.
Andermatt, mientras la escuchaba, la miraba de reojo, y aquella chiquilla seria, dotada ya de tal instrucción y tan práctica, le parecía encantadora. Repetía a veces con cierta sorpresa:
—¡Cómo! ¿Qué la tierra vale hasta treinta mil francos la hectárea en la Limagne?
—Sí, señor, cuando son buenas pomaradas, de las que dan manzanas de mesa. Casi toda la fruta que se come en París procede de nuestra zona.
Él, entonces, se volvió para mirar con estima la Limagne, pues, desde la carretera que iban siguiendo, se divisaba, hasta donde se perdía la vista, la ancha llanura siempre cubierta de un ligero vaho azul.
Christiane y Paul se habían parado también, de cara a la inmensa región velada, tan suave para los ojos que se habrían quedado así, mirándola, por tiempo indefinido.
La carretera corría ahora al abrigo de enormes nogales, cuya opaca sombra refrescaba la piel. Había dejado de subir y serpenteaba a media ladera, cubierta, al principio, de viñedos, luego de hierba corta y verde, hasta la cresta, de poca altura en aquel paraje.
Paul murmuró:
—Qué hermosura, ¿verdad? ¡Qué hermosura! ¿Por qué me enternecerá este paisaje? Sí, ¿por qué? Desprende un encanto tan hondo, tan dilatado, tan dilatado sobre todo, que me llega al corazón. Al mirar esta llanura, es como si el pensamiento desplegara las alas, ¿a que sí? Echa a volar, planea, pasa, se aleja cada vez más, hacia todos los países soñados que nunca veremos. Sí, fíjese, es admirable porque parece, más que algo que se ve, algo que se sueña.
Ella escuchaba en silencio, aguardando, esperando, recogiendo cada palabra; y se sentía conmovida, sin saber muy bien por qué. Era cierto que veía a medias otros países, los países azules, los países rosa, los países inverosímiles y maravillosos que no se hallan y siempre se buscan, que hacen que todos los demás nos parezcan poca cosa.
Él siguió diciendo:
—Sí, es hermoso; porque es hermoso. Otros horizontes son más llamativos y menos armoniosos. ¡Ay, señora, la belleza armoniosa! No hay nada igual en el mundo. ¡Nada existe sino la belleza! ¡Pero qué pocos la comprenden! El perfil de un cuerpo, de una estatua, de una montaña, el color de un cuadro, o el de esta llanura, ese no sé qué de
La Gioconda
, una frase que cala hasta el alma, esa poca cosa que vuelve a un artista tan creador como Dios, ¿qué hombres se dan cuenta de ello?
»Mire, voy a recitarle dos estrofas de Baudelaire.
Y declamó:
¿Qué importa que del cielo o del infierno vengas,
Belleza, monstruo inmenso, ingenuo y espantoso,
si tus ojos, tu paso, tu risa abren la puerta
de un infinito que amo pero que aún desconozco?
De Satán o de Dios, da igual. ¿Ángel? ¿Sirena?
Da igual, si por tus ojos de terciopelo, maga,
ritmo, fulgor, perfume, oh tú, mi única reina,
es menos ruin el mundo, las horas menos largas.
Christiane lo contemplaba ahora, asombrada de su lirismo, interrogándolo con la mirada, sin acabar de comprender qué tenía aquel poema de extraordinario.
Él le adivinó el pensamiento, lo irritó no haber sabido hacerla partícipe de su exaltación, pues había recitado aquellos versos divinamente, y siguió hablando con un matiz desdeñoso:
—Soy un insensato al querer obligarla a usted a apreciar a un poeta de inspiración tan sutil. Día llegará, así lo espero, en que estas cosas le proporcionarán los mismos sentimientos que a mí. Las mujeres, que poseen más intuición que comprensión, no captan las intenciones secretas y veladas del arte más que si antes se recurre a su pensamiento mediante una llamada simpática.
Y, dirigiéndole un saludo, añadió:
—Me esforzaré, señora, en hacer que le llegue esa llamada simpática.
A ella no le pareció impertinente, sino peculiar; por otra parte, ya no estaba ni siquiera intentando comprenderlo, pues, de repente, le había llamado la atención una circunstancia en la que aún no había caído: era un hombre muy elegante, aunque, al ser demasiado alto y demasiado fuerte, de aspecto demasiado viril, costaba darse cuenta del exquisito rebuscamiento de su atuendo.
Y además, tenía en el rostro algo brutal e inacabado que prestaba a toda su persona un aspecto un poco tosco a primera vista. Pero, cuando se estaba acostumbrado a sus rasgos, se veía en ellos un encanto, un encanto poderoso y rudo que, a ratos, se tornaba muy suave, a tenor de las inflexiones tiernas de su voz siempre algo ronca.
Christiane se decía a sí misma, al notar por vez primera cuán pulcro era de pies a cabeza: «Está visto que en este hombre hay que descubrir las cualidades una a una».
Pero Gontran los seguía a toda prisa. Iba gritando:
—¡Hermana! ¡Eh! ¡Espera, Christiane!
Y, cuando los hubo alcanzado, les dijo, aún risueño:
—Venid a oír a la pequeña de las Oriol. Es saladísima, tiene un ingenio pasmoso. Papá ha conseguido al fin que coja confianza y nos está contando cosas de lo más divertido. Esperadlos.
Y esperaron al marqués, que venía con la más joven de las hermanas: Charlotte Oriol.
Ésta iba contando, con infantil y socarrón gracejo, las historias del pueblo, ingenuidades y artimañas de gente del campo. Y repetía los mismos gestos, la misma calma y la misma seriedad en el hablar, los «carape», los continuos «rediós», que ella convertía en «rediez», imitando todos los visajes de aquellos campesinos de forma tal que su lindo y despierto rostro adquiría gran encanto. Le brillaban los vivaces ojos; al abrir la boca, bastante grande, se le veían los hermosos dientes blancos; la nariz, algo respingona, le daba un aspecto ingenioso; y se la veía tan lozana, con una lozanía de flor, que hacía estremecer los labios de deseo.
El marqués, que se había pasado casi toda la vida en sus tierras, y Christiane y Gontran, criados en el castillo familiar, rodeados de altaneros y acaudalados granjeros normandos, a los que solían invitar a veces a comer, y a cuyos hijos, compañeros de primera comunión, trataban con confianza, sabían hablarle a aquella campesinita, ya mujer de mundo en sus tres cuartas partes, con una amistosa franqueza, un tacto cordial y certero que provocaba en el acto en ella una seguridad risueña y confiada.
Andermatt y Louise volvían hacia ellos, pues habían llegado hasta el pueblo y no querían entrar en él.
Y todos se sentaron al pie de un árbol, en la hierba de la cuneta.
Permanecieron allí mucho rato, charlando apaciblemente de todo en general y de nada en particular, envueltos en un lánguido entumecimiento de bienestar. A veces, pasaba una carreta, siempre tirada por una pareja de vacas a las que el yugo agachaba y torcía la cabeza, y siempre conducida por un labriego de vientre liso, tocado con el gran sombrero negro, que guiaba a los animales con la punta de la delgada vara como si fuera un director de orquesta.
El hombre se descubría, saludaba a las hijas de Oriol, y las chiquillas contestaban con un familiar «hola» de sus jóvenes voces.
Luego, como se iba haciendo tarde, volvieron.
Según se acercaban al parque, Charlotte Oriol exclamó:
—¡Ay! ¡La
bourrée
, la
bourrée
!
Estaban bailando, efectivamente, la
bourrée
, al son de una antigua música de Auvernia.
Los campesinos y las campesinas caminaban y saltaban, con ademanes primorosos, giraban y se saludaban; éstas pellizcaban y alzaban la falda con dos dedos de cada mano; aquéllos llevaban los brazos caídos o en jarras.
La melodía, agradable y monótona, también bailaba en el aire, que iba refrescando al caer la tarde; el violín repetía continuamente la misma frase, en tono agudísimo, y los demás instrumentos marcaban el ritmo, le daban una cadencia más saltarina. Era, sin lugar a dudas, la música sencilla y campesina, ágil y sin pretensiones, que le convenía a aquel rústico y torpón minué.
También los bañistas intentaban bailar. Petrus Martel brincaba frente a frente con la joven Odelin, amanerada como la bailarina de un cuerpo de ballet; el cómico Lapalme fingía un paso extravagante en torno a la cajera del Casino, a la que parecían estremecer recuerdos de Bullier
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Pero, de pronto, Gontran vio al doctor Honorat que bailaba con toda el alma y con todo el cuerpo, ejecutando la
bourrée
clásica, como buen auvernés de pura cepa.
La orquesta calló. Todos se pararon. El doctor se acercó a saludar al marqués.
Iba secándose la frente y resoplando.
—Qué bien sienta ser joven de vez en cuando —exclamó.
Gontran le puso la mano en el hombro y le dijo sonriendo con maldad:
—No me había dicho usted que estaba casado.
El médico dejó de secarse el sudor y contestó muy serio:
—Sí, estoy casado y mal casado.
—¿Cómo dice?
—Digo que estoy mal casado. No cometa usted nunca semejante locura, joven.
—¿Por qué?
—¿Qué por qué? Mire, llevo veinte años casado y todavía no me he hecho a la idea. Todas las noches, cuando vuelvo a casa, me digo: «¡Anda, todavía anda por aquí esta señora mayor! ¿No pensará marcharse nunca?».
Todo el mundo se echó a reír al verlo tan serio y convencido.
Pero las campanas del hotel llamaban a cenar. La fiesta se había acabado. Acompañaron a Louise y Charlotte Oriol hasta la casa paterna y, tras dejarlas allí, fueron hablando de ellas.
A todo el mundo le parecían encantadoras. El único que prefería a la mayor era Andermatt. El marqués dijo:
—¡Qué dúctil es la forma de ser de las mujeres! Sólo por tenerlo cerca, el oro paterno, que ni siquiera saben para qué vale, ha hecho de estas campesinas unas señoras.
Christiane le preguntó a Paul Brétigny:
—Y usted, ¿a cuál prefiere?
Él murmuró:
—Yo ni las he mirado. No es a ellas a quienes prefiero.
Había hablado muy bajo; y ella no contestó nada.
Los días que siguieron le resultaron encantadores a Christiane Andermatt. Vivía con el corazón ligero y el alma alegre. El baño de la mañana era el primer gozo, un delicioso gozo a flor de piel, media hora exquisita dentro del agua que corría, cálida, y que la hacía sentirse feliz hasta la noche. Pues, en efecto, todo lo que pensaba y todo lo que deseaba la hacía sentirse feliz. Se sabía rodeada, colmada de afecto, la embriaguez de la juventud le palpitaba en las venas, y todo ello, unido a aquel entorno nuevo, a aquella espléndida comarca, hecha para el sueño y el descanso, anchurosa y perfumada, que la envolvía como una amplia caricia de la naturaleza, despertaba en ella emociones nuevas. Todo lo que se hallaba cerca de ella, todo lo que la rozaba prolongaba aquella sensación de la mañana, aquella sensación de un baño tibio, de un dilatado baño de dicha donde se hundía en cuerpo y alma.
Andermatt, que tenía intención de pasar en Enval quince días cada mes, había regresado a París recomendándole mucho a su mujer que velara por que el paralítico no dejara el tratamiento.
Así que todos los días, antes de comer, Christiane, su padre, su hermano y Paul iban a ver lo que Gontran llamaba «la sopa del pobre». También acudían otros bañistas y formaban corro en torno al hoyo, charlando con el vagabundo.
Éste afirmaba que no caminaba mejor, pero que notaba un hormiguillo por las piernas; y contaba cómo le iba y venía el hormiguillo, cómo le subía hasta los muslos y le bajaba hasta la punta de los dedos. Lo sentía incluso de noche, como si fueran unos insectos que le hicieran cosquillas, que lo picasen y le quitasen el sueño.
Todos los forasteros, y los campesinos, divididos en dos bandos, los confiados y los incrédulos, se interesaban por aquella cura.
Después de comer, Christiane iba con frecuencia a buscar a las hijas de Oriol para dar un paseo juntas. Eran las únicas mujeres de la estación termal con las que podía charlar, con las que podía mantener relaciones gratas, a quienes podía otorgar cierta confianza amistosa y de quienes podía recibir cierta amistad femenina. Se había aficionado enseguida al sensato y sonriente sentido común de la mayor y, más aún, al ingenio socarrón y gracioso de la pequeña, y ahora buscaba la amistad de ambas jovencitas no tanto por complacer a su marido como por propio agrado.