Ésta se estremecía como si estuviera sobre una gran hoguera, lanzaba al aire sus hervores y sus gases, y luego corría hacia el arroyo por un canalillo que ya había cavado. Oriol, con una sonrisa de orgullo en los labios, dijo de pronto:
—Anda, y que no hay hierro, ¿eh?
Todo el fondo estaba rojo ya efectivamente, e incluso los guijarros que bañaba al correr parecían cubiertos de una capa de moho púrpura.
El doctor Latonne contestó:
—Sí, pero eso no quiere decir nada, lo que hay que conocer son sus demás virtudes.
El campesino prosiguió:
—Para empezar,
Colosho
y yo
nosh bebimosh
un
vasho
cada uno anoche, y
nosh
ha tenido el cuerpo
freshco
. ¿A que
shí
, hijo?
El muchachote contestó muy convencido:
—Ya lo creo que
nosh
ha tenido el cuerpo
freshco
.
Andermatt estaba inmóvil, de pie al borde del hoyo. Se volvió hacia el médico.
—Necesitaríamos más o menos seis veces este volumen de agua para lo que querría hacer yo, ¿verdad?
—Sí, más o menos.
—¿Cree usted que se podrá encontrar?
—¡Huy! Yo no tengo ni idea.
—Pues así están las cosas: sólo podría comprar los terrenos de forma definitiva tras haber realizado los sondeos. Haría falta primero una promesa de venta ante notario, en cuanto se conozcan los análisis, pero esta promesa no sería efectiva más que si los sondeos consecutivos dieran los resultados esperados.
El tío Oriol empezó a preocuparse. No entendía. Andermatt le explicó entonces que no bastaba con un único manantial, y le demostró que no podía comprar, en realidad, más que si encontraba otros. Pero no podría buscar los demás manantiales hasta que no se hubiera firmado una promesa de venta.
Ambos campesinos se mostraron en el acto convencidos de que en sus campos había tantos manantiales como cepas. Bastaba con cavar, y ya verían, ya verían.
Andermatt se limitó a decir:
—Sí, ya veremos.
Pero el tío Oriol metió la mano en el agua y declaró:
—Carajo,
she
podrían cocer
huevosh
.
Eshtá
mucho
másh
caliente que la de Bonnefille.
Latonne metió un dedo, a su vez, y reconoció que era posible.
El campesino siguió diciendo:
—Y
ademásh
tiene
másh shabor
, y
shabe
mejor; no huele a
falsho
, como la otra. ¡Huy! De que
éshta esh
buena,
reshpondo
yo. Ya me conozco yo
lash aguash
del
paísh
, que llevo cincuenta años
mirándolash
correr. ¡Nunca he
vishto
otra
másh hermosha
, nunca, nunca!
Estuvo unos segundos callado, y siguió diciendo:
—Y no
esh
que lo diga yo para hacerle propaganda, ya lo creo que no. Me
gushtaría
hacer la prueba delante de
ushtedesh
, la prueba de verdad, no la prueba de botica de
ushtedesh, shino
la prueba con un enfermo. Me
apueshto
lo que
shea
a que
éshta
cura a un paralítico, de caliente que
eshtá
y de bien que
shabe
, me
apueshto
lo que
shea
.
Hizo como si le diera vueltas a algo en la cabeza, luego como si mirara a la cumbre de los montes vecinos a ver si descubría al paralítico deseado. Al no vislumbrar ninguno, bajó la vista hacia la carretera.
A doscientos metros de allí, se divisaban, a la orilla del camino, las dos piernas inertes del vagabundo, cuyo cuerpo quedaba oculto por el tronco del sauce.
Oriol se hizo pantalla con la mano encima de los ojos y le preguntó a su hijo:
—¿No
esh éshe
el compadre Clovish, que todavía anda por aquí?
Coloso contestó riéndose:
—Ya lo creo que
esh
él, que no corre tanto como
lash liebresh
.
Entonces Oriol dio un paso hacia Andermatt y le dijo, con una convicción seria y honda:
—Oiga, caballero, mire lo que le digo. Hay allí un paralítico al que el
sheñor
doctor conoce bien, uno de verdad, que lleva diez
añosh shin
dar un
pasho
. ¿A que
shí, sheñor
doctor?
Latonne afirmó:
—¡Huy! Si lo curan a éste, le pago su agua a franco el vaso.
Luego, volviéndose hacia Andermatt, añadió:
—Se trata de un viejo aquejado de gota reumática, con una especie de contractura espasmódica en la pierna izquierda y una parálisis completa en la derecha; en fin, que lo creo incurable.
Oriol lo había dejado hablar. Empezó a decir despacio:
—Bueno,
sheñor
doctor, ¿quiere
ushted
probar con él un
mesh
? Yo no digo que
shalga
bien, yo no digo nada, yo
shólo
digo que
vamosh
a hacer la prueba. Mire,
Colosho
y yo
íbamosh
a cavar un hoyo para
lash piedrash
, bueno,
puesh cavaremosh
un hoyo para
Clovish
; que
she
meta dentro una hora
todash lash mañanash
; y ya
veremosh
, ya
veremosh
…
El médico dijo a media voz:
—Pueden ustedes probar, pero yo les aseguro que no conseguirán nada.
Pero Andermatt, seducido por la esperanza de una curación casi milagrosa, acogió gozoso la idea del campesino; y volvieron los cuatro junto al vagabundo, que seguía inmóvil al sol.
El viejo cazador furtivo, percatándose de la argucia, hizo como que no quería, se resistió mucho rato, luego se dejó convencer a condición de que Andermatt le diera dos francos diarios por la hora que se iba a pasar en el agua.
Y se cerró el trato. Se tomó incluso la decisión de que, en cuanto estuviera cavado el hoyo, el tío Clovis tomaría el baño ese mismo día. Andermatt le proporcionaría ropa para que se vistiera a continuación, y los dos Oriol le traerían un antiguo chozo de pastor, que tenían guardado en el corral, para que el inválido se pudiera cambiar encerrado en él.
Luego el banquero y el médico se volvieron al pueblo. Se separaron a la entrada del mismo, pues el segundo volvía a su casa a pasar consulta, y el primero iba a esperar a su mujer, que tenía que acudir al balneario a eso de las nueve y media.
Llegó casi enseguida. Vestida de rosa de pies a cabeza, con sombrero rosa, sombrilla rosa y rostro sonrosado, parecía una aurora, y bajaba la cuesta del hotel, para no dar la vuelta por el paseo, con saltitos de pájaro que va de piedra en piedra sin abrir las alas. Nada más ver a su marido, dijo a voces:
—¡Pero qué sitio tan bonito! Estoy encantada de la vida.
Los escasos bañistas que deambulaban melancólicamente por el parquecillo silencioso se volvieron al verla pasar, y Petrus Martel, que estaba fumando en pipa, en mangas de camisa, asomado a la ventana del billar, llamó a su compadre Lapalme, sentado en un rincón ante un vaso de vino blanco, y dijo chasqueando la lengua.
—¡Caray, qué ricura!
Christiane entró en el balneario, saludó con una sonrisa al cajero sentado a la derecha de la entrada, le dio los buenos días al antiguo carcelero, sentado a la izquierda; luego le alargó un vale a una empleada que iba vestida como la de la fuente y la siguió por un corredor al que daban las puertas de los cuartos de baño.
La hicieron entrar en uno de ellos, bastante amplio, de paredes desnudas, donde no había más que una silla, un espejo y un calzador, mientras que un hoyo grande y ovalado, cubierto de cemento amarillo como el suelo, hacía las veces de bañera.
La mujer abrió una llave semejante a la de las bocas de riego de las calles, y el agua salió por un abertura pequeña, redonda y con rejilla, que estaba en el fondo de la cubeta. No tardó ésta en llenarse hasta los bordes y el sobrante corría por un canalillo que se metía por la pared.
Christiane, que había dejado a su doncella en el hotel, rechazó la ayuda de la auvernesa para desnudarse y se quedó sola diciendo que llamaría si necesitaba algo y para que le trajeran la ropa.
Se desnudó despacio, mirando los movimientos casi invisibles de aquella agua que se estremecía en la cubeta clara. Cuando estuvo desnuda, metió un pie, y una agradable sensación de calor le subió hasta la garganta: luego hundió en el agua tibia primero una pierna, después la otra, y se sentó en medio de aquel calor, de aquella suavidad, en aquel baño transparente, en aquel manantial que le corría por encima y en torno cubriéndole el cuerpo de burbujillas de gas, por las piernas, por los brazos, por los pechos también. Miraba sorprendida aquellas innumerables y finísimas gotas de aire, que la vestían de pies a cabeza con una coraza completa de perlas menudas. Y aquellas perlas, tan pequeñas, salían volando sin parar desde su blanca carne y acudían a evaporarse a la superficie del baño, expulsadas por otras que le nacían del cuerpo. Le nacían de la piel como frutos livianos, inasibles y encantadores, los frutos de aquel lindo cuerpo sonrosado y lozano que hacía nacer perlas en el agua.
Y Christiane se encontraba tan a gusto allí dentro, tan suave, blanda y deliciosamente acariciada, ceñida por el agua en movimiento, por el agua viva, el agua animada del manantial, que brotaba del fondo de la cubeta, bajo sus piernas, y huía por el agujerito del borde de la bañera, que habría querido quedarse allí para siempre, sin moverse, casi sin pensar. La invadía, junto con el calor exquisito de aquel baño, la sensación de una dicha reposada, en que se mezclaban descanso y bienestar, pensamientos tranquilos, salud, alegría discreta y regocijo silencioso. Y soñaba, vagamente mecida por el gorgoteo del agua sobrante, que corría; pensaba, como si soñara, en lo que haría dentro de un rato, en lo que haría al día siguiente, en los paseos que daría, en su padre, en su marido, en su hermano, y en aquel muchacho alto ante el que se sentía algo violenta desde la aventura del perro. No le gustaban las personas arrebatadas.
Ningún deseo le agitaba el alma, sosegada como el corazón en aquella agua tibia, ningún deseo, salvo aquella confusa esperanza de un hijo, ningún deseo de vivir una vida diferente, de sentir emoción o pasión. Se encontraba bien, feliz y contenta.
Se asustó porque alguien abría la puerta. Era la auvernesa que le traía la ropa. Ya habían transcurrido los veinte minutos, ya había que vestirse. Aquel despertar fue casi un disgusto, casi una desdicha; sentía deseos de rogarle a aquella mujer que la dejase aún unos minutos, luego pensó que todos los días disfrutaría de nuevo de aquella satisfacción, y salió a regañadientes del agua para envolverse en un albornoz caliente, que la quemaba un poco.
Cuando estaba a punto de irse, el doctor Bonnefille abrió la puerta de su consulta y le rogó que entrase, saludándola de forma ceremoniosa. Le preguntó qué tal estaba, le tomó el pulso, le miró la lengua, se interesó por su apetito y su digestión, le preguntó qué tal dormía y luego la acompañó hasta la puerta repitiendo:
—Bueno, bueno, todo va bien, todo va bien. Le ruego que transmita mis respetos a su señor padre, uno de los hombres más distinguidos que me he encontrado durante todos mis años de ejercicio.
Salió al fin, fastidiada ya por aquella obsesión, y, ante la puerta, divisó al marqués, que estaba charlando con Andermatt, Gontran y Paul Brétigny.
Su marido, en cuya cabeza cualquier idea nueva zumbaba sin descanso como una mosca en una botella, estaba contando la historia del paralítico, y quería volver a ver si estaba bañándose el vagabundo.
Para complacerlo, fueron todos.
Pero Christiane, con suavidad, hizo que su hermano se quedara atrás con ella, y, cuando estuvieron un poco alejados de los demás, le dijo:
—Oye, quería hablarte de tu amigo; no me gusta demasiado. Explícame exactamente quién es.
Y Gontran, que conocía a Paul desde hacía varios años, habló de aquel carácter apasionado, brutal, sincero y bueno, al albur de sus arrebatos.
Decía que era un muchacho inteligente, cuya alma brusca se lanzaba impetuosamente hacia las ideas. Como cedía ante todos sus impulsos, y no sabía contenerse, ni dirigirse, ni combatir una sensación mediante un razonamiento, ni gobernar su vida siguiendo un método basado en meditadas convicciones, obedecía a aquello que lo arrastraba, ya fuera excelente o detestable, en cuanto un deseo, un pensamiento, una emoción perturbaban su exaltado carácter.
Se había batido ya siete veces en duelo, tan dispuesto a insultar a las personas como a convertirse a continuación en amigo suyo; había sentido arrebatos de amor por mujeres de todas las categorías, a las que había adorado con igual pasión, desde la obrera recogida en el umbral de la tienda, hasta la actriz raptada, sí, raptada una noche de estreno, en el momento en que se estaba subiendo a su cupé para regresar a casa, y que se había llevado en brazos, por entre los transeúntes estupefactos, y a la que había arrojado dentro de un coche que desapareció al galope sin que nadie pudiera seguirlo o darle alcance.
Y Gontran acabó diciendo: «Ahí lo tienes. Es un buen muchacho, pero es un loco. Como, además, es muy rico, es capaz de todo, de todo, de todo, cuando pierde la cabeza».
Christiane siguió diciendo:
—Qué perfume tan curioso lleva, huele muy bien. ¿Qué es?
Gontran contestó:
—No tengo ni idea. No quiere decirlo. Creo que es algo que viene de Rusia. Fue la actriz, su actriz, ésa de la que lo estoy curando ahora, la que se lo regaló. Sí, es verdad que huele muy bien.
Se vislumbraba en la carretera una aglomeración de bañistas y campesinos, pues había la costumbre de dar una vuelta por aquel camino todas las mañanas antes del almuerzo.
Christiane y Gontran se reunieron con el marqués, con Andermatt y con Paul, y no tardaron en ver, en el lugar en que la víspera aún se erguía el peñasco, una cabeza humana, muy rara, tocada con un harapo de fieltro gris, cubierta de una gran barba blanca, que asomaba del suelo; una especie de cabeza de decapitado, que parecía que había crecido allí, como una planta. A su alrededor, unos estupefactos viñadores miraban, impasibles, pues los auverneses no son burlones, mientras que tres señores gordos, clientes de los hoteles de segunda categoría, reían y bromeaban.