Christiane se volvió hacia Paul:
—¿Qué le parece a usted, señor Brétigny?
Lo mismo lo llamaba señor Brétigny que Brétigny a secas.
Éste, siempre seducido por aquello en lo que creía ver grandeza, por las uniones desiguales que le parecían desinteresadas, por toda la teatralidad sentimental en que se arropa el corazón humano, contestó:
—A mí ahora me parece que tiene razón. Si le gusta, que se case con ella, no podría encontrar otra mejor…
Pero el regreso del marqués y de Andermatt los hizo cambiar de conversación; y los dos jóvenes se fueron al Casino a ver si la sala de juego aún no estaba cerrada.
A partir de aquel día, Christiane y Paul parecieron favorecer la corte que, abiertamente, le hacía Gontran a Charlotte.
Invitaban más a menudo a la joven, la hacían quedarse a cenar, la trataban, en fin, como si formara ya parte de la familia.
¡Ella se daba cuenta de todo aquello, lo entendía y la trastornaba! Su cabecita divagaba y hacía fantásticos castillos en el aire. Gontran, sin embargo, no le había dicho nada; pero su comportamiento, todo lo que le decía, la forma de tratarla, aquel aire de galantería más formal, aquella caricia de la mirada parecían repetirle a diario: «La he escogido; usted será mi mujer».
Y el tono de dulce amistad, de discreta confianza, de casta reserva que ahora adoptaba con él parecía responder: «Lo sé, y diré que sí cuando me pida la mano».
La familia de la joven andaba de cuchicheos. Louise ya casi no le hablaba más que para irritarla con alusiones ofensivas, palabras agrias y mordaces. El tío Oriol y Jacques parecían contentos.
Ella, sin embargo, no se había preguntado si amaba a aquel guapo pretendiente con el que era probable que se casara. Le gustaba, pensaba continuamente en él, le parecía apuesto, ingenioso, elegante; pensaba, sobre todo, en lo que haría cuando fuera su mujer.
En Enval, a todo el mundo se le habían olvidado las rencorosas rivalidades de los médicos y de los dueños de los manantiales, las suposiciones sobre el afecto que sentía la duquesa de Ramas por su protector, todos los rumores que corren al mismo tiempo que el agua en las estaciones termales, y nadie se ocupaba más que de aquel acontecimiento extraordinario: el conde Gontran de Ravenel iba a casarse con la pequeña de los Oriol.
Entonces Gontran pensó que había llegado el momento y, una mañana, al levantarse de la mesa, tomando a Andermatt del brazo, le dijo:
—Querido cuñado, la cosa está a punto de caramelo. La situación exacta es la siguiente: la jovencita espera una petición por mi parte sin que yo me haya comprometido en absoluto, pero no la rechazará, puede estar seguro. Hay que tantear al padre para sacar adelante, a un tiempo, los negocios de usted y los míos.
Andermatt contestó:
—No se preocupe, que de eso me encargo yo. Voy a sondearlo hoy mismo, sin comprometerlo a usted; y, cuando la situación esté bien clara, hablaré.
—Perfecto.
Luego, tras unos instantes de silencio, Gontran siguió diciendo:
—Hombre, quizá sea éste mi último día de libertad. Me voy a Royat, donde vi el otro día a unos cuantos conocidos. Volveré tarde y pasaré por su habitación para que me cuente lo que hay.
Mandó que le ensillaran el caballo y se fue por la montaña, aspirando el puro y liviano viento y galopando a ratos para sentir la rápida caricia del aire rozarle la piel lozana de las mejillas y hacerle cosquillas en el bigote.
La velada en Royat fue alegre. Se encontró con unos amigos a los que acompañaban unas chicas de vida alegre. Se entretuvieron mucho cenando; regresó muy entrada la noche. Todo el mundo estaba descansando en el hotel de Mont-Oriol cuando Gontran llamó a la puerta de Andermatt.
De entrada, no obtuvo respuesta; luego, cuando empezó a golpear la puerta con fuerza, una voz ronca, la voz de alguien que estaba durmiendo, masculló desde dentro:
—¿Quién es?
—Soy yo, Gontran.
—Espere, que le abro.
Apareció Andermatt en camisón, con la cara abotagada, los pelos de la barba tiesos y un pañuelo en la cabeza. Luego se volvió a meter en la cama, se sentó y, extendiendo las manos sobre las sábanas, dijo:
—Bueno, pues la cosa no va bien, querido cuñado. La situación es ésta. He sondeado a ese viejo zorro de Oriol, sin mencionarlo a usted, diciendo que un amigo mío —quizá he dado a entender que se trataba de Paul Brétigny— le podría convenir a una de sus hijas, y le he preguntado qué dote tenían. Me ha contestado con otra pregunta. Quería saber qué fortuna tenía el joven; la he calculado en trescientos mil francos, más una posible herencia.
—Pero si yo no tengo nada —murmuró Gontran.
—Se los presto, amigo mío. Si hacemos juntos este negocio, sus terrenos me darán lo suficiente para resarcirme.
Gontran dijo burlonamente:
—Muy bien. Yo me quedo con la mujer y usted, con el dinero.
Pero Andermatt se enfadó mucho:
—Si me molesto por usted para que me insulte, se acabó, hasta aquí hemos llegado…
Gontran se disculpó:
—No se enfade, querido cuñado, y perdóneme. Sé que es usted un hombre sumamente honrado, de irreprochable lealtad en los negocios. No le pediría propina si fuera su cochero, pero le entregaría mi fortuna con toda confianza si fuera millonario…
William, calmado, siguió diciendo:
—De eso ya hablaremos después. Ahora, vamos a acabar con la cuestión principal. El viejo no se ha tragado el anzuelo de mis artimañas y me ha contestado: «Según de cuál de las dos se trate. Si es de Louise, la mayor, ésta es su dote». Y me ha enumerado todas las tierras que rodean el balneario, las que unen los baños con el hotel y el hotel con el Casino, las que nos son indispensables, vamos, las que tienen para mí un valor inestimable. En cambio, le da a la segunda el lado opuesto del monte, que también valdrá mucho dinero más adelante, sin duda, pero que para mí no vale nada. He tratado por todos los medios posibles de hacerle modificar ese reparto e invertir las partes. Me he tropezado con una terquedad de mulo. No cambiará, está decidido. A ver, ¿qué le parece?
Gontran, muy turbado y perplejo, contestó:
—¿Y a usted qué le parece? ¿Cree que ha pensado en mí al hacer las partes así?
—No me cabe la menor duda. El patán se ha dicho: «Puesto que le gusta la pequeña, mantengamos cerrados los cordones de la bolsa». Tiene la esperanza de darle a su hija y no desprenderse de sus mejores tierras. Y además, es posible que haya querido mejorar a la mayor… Es su preferida… quién sabe… se le parece más… es más astuta… más hábil… con más sentido práctico… Creo que esa chiquilla es muy lista… yo que usted… apuntaría a este otro blanco…
Pero Gontran, estupefacto, murmuraba:
—¡Demonios… demonios… demonios!… Y las tierras de Charlotte… ¿usted no las quiere?…
Andermatt exclamó:
—Yo… no… ¡mil veces no!… Necesito las que unen mis baños, mi hotel y mi Casino. Es así de sencillo. Por las otras, que no podrán venderse hasta más adelante en parcelas pequeñas, a particulares, no daría un cuarto…
Gontran seguía repitiendo:
—Demonios… demonios… qué asunto tan enojoso… Entonces, ¿qué me aconseja?
—No le aconsejo nada. Creo que debería pensarlo antes de decidirse por una de las dos hermanas.
—Sí… sí… es cierto… lo pensaré… primero me voy a la cama… lo consultaré con la almohada…
Ya estaba levantándose; Andermatt lo retuvo diciendo:
—Permítame, querido cuñado, que le diga dos palabras sobre otro asunto. Yo hago como si no me enterara, pero me entero perfectamente de las alusiones que me hace sin cesar, y no quiero que vuelva a hacerme ninguna.
»Me echa en cara que soy judío, es decir, que gano dinero, que soy avaro, que soy especulador hasta rayar en la estafa. Pero, amigo mío, me paso la vida prestándole ese dinero que gano no sin esfuerzo, es decir, dándoselo. ¡Dejemos eso! ¡Pero hay un punto que no admito! No, no soy un avaro; prueba de ello es que le hago a su hermana regalos de veinte mil francos, que le he comprado a su padre un Théodore Rousseau de diez mil francos del que se había encaprichado, que le he regalado a usted, al venir aquí, el caballo en el que ha ido a Royat hace un rato.
»¿En qué sentido soy avaro? En el siguiente, en que no me dejo robar. Y todos los de mi raza somos así, y hacemos bien, señor mío. Quiero decírselo de una vez por todas. Nos tildan de avaros porque conocemos el valor exacto de las cosas. Para usted, un piano es un piano, una silla es una silla, unos pantalones son unos pantalones. Para nosotros también, pero, al mismo tiempo, representan un valor, un valor mercantil apreciable y concreto que un hombre práctico debe evaluar de una simple ojeada, no por ahorrar, sino para no favorecer el fraude.
»¿Qué diría si una estanquera le pidiera veinte céntimos por un sello de correos o por una caja de cerillas? Iría a buscar a un guardia, señor mío, ¡por cinco céntimos, sí, por cinco céntimos! ¡Hasta ese punto se indignaría! Y todo porque conoce por casualidad el valor de esos dos objetos. Bueno, pues yo conozco el valor de todos los objetos con que se puede comerciar. ¡Y esa indignación que se apoderaría de usted si le pidieran veinte céntimos por un sello de correos la siento yo cuando me piden veinte francos por un paraguas que vale quince! ¿Comprende? Protesto contra el robo establecido, incesante, abominable de los comerciantes, de los criados, de los cocheros. Protesto contra la falta de honradez comercial de toda su raza, ésa que nos desprecia. Doy la propina que debo dar, según el servicio prestado, y no la propina fantasiosa que usted arroja, sin saber por qué, y que puede ser de veinticinco céntimos o de cinco francos, según de qué humor esté, ¿comprende?
Gontran se había levantado y, sonriendo con esa ironía fina que les sentaba tan bien a sus labios, dijo:
—Sí, querido cuñado, comprendo, y tiene razón que le sobra, tanto más cuanto que mi abuelo, el viejo marqués de Ravenel, no le dejó casi nada a mi pobre padre debido a la mala costumbre que tenía de no coger nunca la vuelta en las tiendas cuando pagaba un objeto cualquiera. Era algo que le parecía indigno de un hidalgo, y siempre daba la cantidad redonda y la moneda entera.
Y Gontran salió con cara de satisfacción.
Al día siguiente, estaban a punto de servir la cena en el comedor particular de las familias Andermatt y Ravenel cuando Gontran abrió la puerta anunciando: «¡Las señoritas Oriol!».
Éstas entraron violentas. Gontran las iba empujando y se reía mientras explicaba:
—Aquí están, las he raptado a las dos en plena calle. Menudo escándalo, por cierto. Las he traído a la fuerza porque tengo que explicarme con la señorita Louise y no podía hacerlo en mitad del pueblo.
Les quitó los sombreros, las sombrillas que aún tenían en la mano, pues regresaban de dar un paseo, las mandó sentar, le dio un beso a su hermana, estrechó las manos de su padre, de su cuñado y de Paul. Y luego, volviéndose hacia Louise Oriol, dijo:
—Vamos a ver, señorita, ¿quiere decirme ahora qué tiene contra nosotros desde hace unos días?
Louise parecía asustada como el pájaro cogido en la red que se lleva el cazador.
—¡Pues nada, caballero, absolutamente nada! ¿En qué se basa para pensar tal cosa?
—¡Pues en todo, señorita, absolutamente en todo! Ya no aparece por aquí, ha dejado de venir de paseo en el Arca de Noé (que era como llamaba al landó), se pone arisca cuando me la encuentro y le hablo.
—No, caballero, se lo aseguro.
—Sí, señorita, se lo mantengo. En cualquier caso, no quiero que las cosas sigan así y voy a firmar la paz con usted hoy mismo. Ha de saber que soy muy testarudo. No por ponerme mala cara voy a dejar de obligarla a cambiar de comportamiento y a ser tan amable con nosotros como su hermana, que es un ángel de simpatía.
Anunciaron que la cena estaba servida y entraron en el comedor. Gontran cogió del brazo a Louise.
Las colmó de atenciones a ella y a su hermana, repartiendo los cumplidos con admirable tacto y diciéndole a la menor:
—A usted, que es amiga nuestra, voy a hacerle menos caso durante unos cuantos días. Ya sabe que siempre se atiende peor a los amigos que a los demás.
Y a la mayor le decía:
—A usted, señorita, quiero conquistarla, y se lo advierto como enemigo leal que soy. Llegaré incluso a cortejarla. ¡Ah, se está ruborizando! ¡Buena señal! Ya verá lo simpático que soy cuando me empeño. ¿Verdad que sí, señorita Charlotte?
Y, efectivamente, las dos se ruborizaban. Y Louise balbuceaba con cara seria:
—¡Ay, caballero, qué loco está usted!
Él contestaba:
—¡Bah! Ya se verá usted en otras más adelante, en sociedad, cuando esté casada, cosa que no tardará en ocurrir. ¡Entonces sí que le dirán galanterías!
Christiane y Paul Brétigny veían con agrado que hubiera vuelto a traer a Louise Oriol; el marqués sonreía, divertido por aquel pueril discreteo; Andermatt pensaba: «No tiene un pelo de tonto el mozo». Y Gontran, irritado por el papel que le tocaba representar, llevado por los sentidos hacia Charlotte y por el interés hacia Louise, murmuraba entre dientes, mientras le sonreía a ésta: «¡Ah! El bribón de tu padre ha creído que se iba a burlar de mí; pero te voy a llevar a la baqueta, hermosa; y ya verás lo bien que lo hago».
Y las comparaba, mirando primero a una y luego a otra. En verdad, la menor le gustaba más; era más graciosa, más vivaz, con aquella nariz algo respingona, aquellos ojos alegres, aquella frente estrecha y aquellos hermosos dientes, quizá un poco grandes en aquella boca un poco ancha.
Sin embargo, la otra era igual de guapa, más fría, menos alegre. Nunca tendría chispa ni encanto en la vida íntima, pero, cuando a la entrada de un baile anunciaran: «¡La señora condesa de Ravenel!», podría llevar el apellido con dignidad, más tal vez que la menor, en cuanto se acostumbrara y tratara con gente de alcurnia. De todas formas, estaba rabioso, resentido con las dos, con el padre y con el hermano también, y se prometía hacerles pagar el contratiempo más adelante, cuando tuviera la sartén por el mango.
Cuando volvieron al salón, hizo que Louise, que se daba mucha maña para predecir el futuro, le echara las cartas. El marqués, Andermatt y Charlotte escuchaban con atención, atraídos a su pesar por el misterio de lo desconocido, por la posibilidad de lo inverosímil, por esa credulidad invencible en lo maravilloso que obsesiona al hombre y turba con frecuencia a las mentes más incrédulas ante las más estúpidas invenciones de los charlatanes.