Mont Oriol (22 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Para algunos clientes, en efecto, era el único que conocía las auténticas propiedades de las aguas y poseía, por así decirlo, el secreto de las mismas, puesto que las llevaba administrando oficialmente desde los orígenes de la estación termal.

El doctor Honorat no conservaba casi más que la clientela auvernesa. Se conformaba con esa mediocridad, estaba a bien con todo el mundo y se consolaba mostrando su preferencia por las cartas y el vino blanco antes que por la medicina.

Pero tampoco llegaba al punto de sentir afecto por sus colegas.

El doctor Latonne habría seguido, pues, siendo el gran augur de Mont-Oriol si no se hubiera presentado una mañana un hombre muy bajito, casi un enano, al que la enorme cabeza hundida entre los hombros, los grandes y redondos ojos y las anchas manos convertían en un ser muy extraño. Este nuevo médico, el señor Black, al que había llevado a la comarca el profesor Rémusot, había destacado inmediatamente por su excesiva devoción.

Casi todas las mañanas, entre visita y visita, entraba unos minutos en la iglesia, y comulgaba casi todos los domingos. No tardó el cura en proporcionarle algunos enfermos, solteronas, personas humildes que atendía gratis, damas piadosas que pedían consejo a su director espiritual antes de llamar a un hombre de ciencia del que querían conocer, sobre todo, la forma de pensar, así como la discreción y el pudor profesionales.

Luego, un día, anunciaron que venía la princesa de Maldeburgo, una anciana de sangre real alemana, católica muy ferviente, que, la misma noche de su llegada, recurrió al doctor Black por recomendación de un cardenal de Roma.

Desde aquel momento se puso de moda. Ser paciente suyo revelaba gusto refinado, buen tono, mucha elegancia. Era el único médico como es debido, decían, el único en que una mujer podía tener plena confianza.

Y se vio correr de un hotel a otro, desde por la mañana hasta por la noche, a aquel hombrecillo con cabeza de
bulldog
que se pasaba la vida hablando en voz baja, en todas las esquinas, con todo el mundo. Era como si tuviera que estar constantemente confiando o recibiendo secretos importantes, pues se lo encontraba por los pasillos conferenciando larga y sigilosamente con los dueños de los hoteles, con las doncellas de sus clientes, con cualquiera que tuviera relación con sus enfermos.

Por la calle, en cuanto veía a una persona conocida, se iba derecho a ella con su paso corto y rápido, y empezaba al instante a mascullar nuevas y minuciosas recomendaciones, como un sacerdote en el confesonario.

Las ancianas sobre todo lo adoraban. Escuchaba sus historias hasta el final, sin interrumpirlas, tomaba buena nota de todos sus comentarios, todas sus preguntas, todos sus deseos.

Aumentaba o disminuía a diario la dosis de agua que bebían sus enfermos, lo que les infundía plena confianza en la atención que les prestaba.

—Ayer nos quedamos en dos vasos tres cuartos —decía—; bueno, pues hoy tomaremos sólo dos vasos y medio; y mañana, tres vasos… Que no se le olvide… mañana, tres vasos… ¡Es muy importante, mucho!

Y todos sus enfermos estaban convencidos de que, efectivamente, era muy importante.

Para que no se le olvidaran aquellas cifras y aquellas fracciones de cifras las apuntaba en un cuadernito, con el fin de no equivocarse nunca. Pues el cliente no perdona un error de medio vaso.

Disponía y modificaba con igual minucia la duración de los baños diarios, en virtud de principios que sólo él conocía.

El doctor Latonne, celoso e irritado, se encogía de hombros con desdén y afirmaba: «Es un embaucador». El odio que sentía por el doctor Black había llegado incluso a hacerlo hablar mal a veces de las aguas minerales. «Ya que apenas sabemos cómo actúan, es completamente imposible prescribir a diario modificaciones de dosificación que ninguna ley terapéutica puede regular. Esos comportamientos le hacen mucho daño a la medicina».

El doctor Honorat se limitaba a sonreír. Tenía siempre buen cuidado de que se le olvidara, a los cinco minutos de acabada una consulta, el número de vasos que acababa de recetar. «Dos de más o dos de menos, le decía a Gontran en los ratos de expansión, el único que se entera es el manantial; ¡y como a él le da lo mismo!». La única broma venenosa que se permitía para con su piadoso colega consistía en llamarlo «el médico de las aguas de la Santa Sed». Sus envidias eran prudentes, socarronas y tranquilas.

A veces añadía: «¡Huy! Ése conoce al enfermo a fondo… cosa que para los médicos es más útil que conocer la enfermedad». Pero hete aquí que una mañana llegaron al hotel de Mont-Oriol unos nobles españoles, el duque y la duquesa de Ramas-Aldavarra, que traían consigo a su médico, un italiano, el doctor Mazelli, de Milán.

Era un hombre de unos treinta años, alto, delgado, apuesto, que no llevaba barba, sólo bigote.

Desde la primera noche, conquistó a la mesa redonda, pues el duque, hombre tristón que padecía una obesidad monstruosa, sentía horror por el aislamiento y prefería comer en el comedor. El doctor Mazelli conocía ya por su nombre a casi todos los habituales; tuvo una palabra amable para cada hombre, una galantería para cada señora, e incluso una sonrisa para cada miembro del servicio.

Sentado a la derecha de la duquesa, una hermosa mujer de treinta y cinco a cuarenta años, de tez pálida, ojos negros, cabello azulado, le decía a cada plato: «Muy poco», o: «No, de esto no», o: «Sí, coma de esto». Y le servía personalmente la bebida con gran esmero, midiendo con mucha exactitud las proporciones de vino y agua que mezclaba.

También gobernaba las comidas del duque, pero con visible negligencia. Su cliente, por lo demás, no tenía en absoluto en cuenta sus opiniones. Se lo tragaba todo con bestial voracidad, se bebía en cada comida dos jarras de vino puro, y luego iba a desplomarse en una silla, al aire libre, delante del hotel, y empezaba a quejarse de sus malas digestiones.

Tras la primera cena, el doctor Mazelli, que había sopesado y juzgado de una ojeada a toda la concurrencia, fue a reunirse en la terraza del Casino con Gontran, que estaba fumando un puro; se presentó y entablaron conversación.

Al cabo de una hora, eran íntimos. Al día siguiente, a la salida del baño, hizo que lo presentaran a Christiane, cuya simpatía se granjeó en diez minutos de conversación, y ese mismo día la puso en relación con la duquesa, a quien tampoco le gustaba la soledad.

Se cuidaba de todo en la casa de los españoles, le daba excelentes consejos culinarios al cocinero; a la doncella, valiosas opiniones acerca de la higiene de la cabeza, para que mantuviera el brillo, el hermoso color y la abundancia del cabello de su señora; al cochero, consejos sumamente útiles de medicina veterinaria; y sabía hacer las horas cortas y llevaderas, inventar distracciones, encontrar en los hoteles amistades de paso siempre escogidas con buen criterio.

Hablando de él, la duquesa le decía a Christiane:

—Es un hombre maravilloso, querida señora, sabe de todo, hace de todo. A él le debo mi talle.

—¿Cómo que su talle?

—Sí, estaba empezando a engordar y me salvó con su régimen y sus licores.

Sabía, por otra parte, hacer interesante la propia medicina, pues hablaba de ella con facilidad, alegría y un leve escepticismo que le servía para convencer al auditorio de su superioridad.

—Es muy sencillo —decía—, no creo en los medicamentos. O, más bien, no creo demasiado en ellos. La medicina antigua partía del principio de que hay un remedio para cada enfermedad. Se creía que Dios, en su divina providencia, había creado drogas para todos los males, sólo les había dejado a los hombres, tal vez con malicia, el trabajo de descubrir esas drogas. Ahora bien, los hombres descubrieron un número incalculable de ellas, sin saber nunca con exactitud para qué mal era adecuada cada una. En realidad, no hay medicamentos, sólo hay enfermedades. Cuando se declara una enfermedad, unos dicen que hay que interrumpir su curso, otros que hay que acelerarlo como sea. Cada escuela preconiza su procedimiento. Para el mismo caso, vemos que se utilizan los métodos más contradictorios y las medicaciones más contrapuestas: unos el hielo y otros un calor excesivo, éste una dieta y el de más allá alimentación forzosa. Y no digo nada de los innumerables productos venenosos que nos proporciona la química sacándolos de los minerales o de los vegetales. Todo tiene sus efectos, desde luego, pero nadie sabe de qué forma actúan. A veces sienta bien y a veces mata.

Y, con gran elocuencia, indicaba la imposibilidad de una certidumbre, la ausencia de cualquier base científica mientras la química orgánica, la química biológica no se convirtiera en el punto de partida de una medicina nueva. Contaba anécdotas, errores monstruosos de los más eminentes médicos, demostraba la insania y la falsedad de su supuesta ciencia.

—Hagan que funcione el cuerpo —decía—, hagan que funcionen la piel, los músculos, todos los órganos, y, sobre todo, el estómago, que es el padre nutricio de toda la maquinaria, su regulador y su almacén de vida.

Afirmaba que podía, si lo deseaba, poner a las personas, exclusivamente mediante un régimen, tristes o alegres, hacerlas capaces de actividades físicas o intelectuales, según el tipo de alimentación que les impusiera. Podía incluso incidir en las facultades cerebrales, en la memoria, en la imaginación, en todas las manifestaciones de la inteligencia. Y acababa, en broma, con estas palabras:

—Mis tratamientos son a base de masajes y curasao.

Decía maravillas de los masajes y hablaba, como de un dios, del holandés Hamstrang, que obraba milagros. Luego, mostrando las blancas y finas manos, decía:

—Con esto se puede resucitar a los muertos.

Y la duquesa añadía:

—Es verdad que da masajes a la perfección.

También preconizaba los licores en pequeñas proporciones para estimular el estómago en determinados momentos; preparaba mezclas, hábilmente combinadas, que la duquesa debía beber a horas fijas, bien antes, bien después de las comidas.

Se lo veía a diario llegar al café del Casino a eso de las nueve y media y pedir sus botellas. Se las traían cerradas con unos candaditos de plata cuya llave tenía él. Vertía un poco de una, un poco de otra, despacio, en un vaso azul muy bonito que sostenía respetuosamente un lacayo muy correcto.

Luego el doctor ordenaba:

—¡Ya está! Lléveselo a la duquesa al baño para que lo beba antes de vestirse, al salir del agua.

Y, cuando le preguntaban con curiosidad: «¿Qué ha puesto?», contestaba: «Sólo anisete fino, curasao purísimo y bíter de primera calidad».

En unos cuantos días, aquel apuesto médico se convirtió en el punto de mira de todas las enfermas. Y empleaban todas las artimañas para arrancarle algunos consejos.

Cuando pasaba por las avenidas del parque, a la hora del paseo, sólo se oía este grito: «¡Doctor!», desde todas las sillas en que estaban sentadas las jóvenes y elegantes señoras que descansaban un poco entre dos vasos del manantial Christiane. Luego, cuando se había parado, con una sonrisa en los labios, se lo llevaban por unos instantes al camino que bordeaba el río.

Primero le hablaban de esto y de lo otro, y luego, discreta y hábilmente, con coquetería, sacaban a relucir la pregunta relacionada con la salud, pero con indiferencia, como si se tratara de cualquier otra cosa.

Pues él sí que no le bailaba el agua a la gente. No cobraba, no podían llamarlo a domicilio, pertenecía a la duquesa, sólo a la duquesa. Y tal situación estimulaba los esfuerzos, alimentaba los deseos. Y, como se decía por lo bajo que la duquesa era celosa, muy celosa, se entabló entre todas aquellas señoras una lucha encarnizada por conseguir los consejos del apuesto doctor italiano.

Él los daba sin hacerse de rogar demasiado.

Entonces, entre las señoras a las que había favorecido con sus consejos, empezó el juego de las confidencias íntimas para probar sin lugar a dudas la solicitud del doctor.

—¡Ay, querida! Me ha hecho unas preguntas, qué preguntas…

—¿Muy indiscretas?

—¡Huy! ¡Indiscretas! Diga más bien horrorosas. No sabía ni qué contestar. Quería saber unas cosas… qué cosas…

—¡Igual que a mí! ¡Me hizo muchas preguntas acerca de mi marido!…

—¡A mí también!… ¡Con unos detalles… tan… personales! Resultan muy violentas esas preguntas. Pero hay que comprender que son necesarias.

—¡Muy necesarias! La salud depende de esos pequeños detalles. A mí me ha prometido que me daría masajes en París este invierno. Me hacen mucha falta para completar el tratamiento de aquí.

—Oiga, querida, ¿usted qué piensa hacer? ¿No podemos pagarle?

—Pues tenía la intención de regalarle un alfiler de corbata. Deben de gustarle, pues tiene dos o tres preciosos…

—¡Ay! No sabe en qué aprieto me pone. Se me había ocurrido lo mismo. Pues le regalaré una sortija.

Y todas andaban maquinando sorpresas para complacerlo, regalos ingeniosos para impresionarlo, atenciones para seducirlo. Se había convertido en el «asunto del día», en el gran tema de conversación, el único centro de la atención pública, cuando cundió la noticia de que el conde Gontran de Ravenel le hacía la corte a Charlotte Oriol con intenciones matrimoniales. Y enseguida corrió por Enval como un rumor ensordecedor.

Desde la noche que había abierto con ella el baile de inauguración del Casino, Gontran se había pegado a las faldas de la joven. Tenía para con ella, en público, todas las pequeñas atenciones de los hombres que quieren agradar sin ocultar sus fines; y sus relaciones cotidianas adquirían al tiempo un carácter de galantería jovial y espontánea que no podía por menos de desembocar en afecto.

Se veían casi a diario, pues las chiquillas le habían cobrado a Christiane una desorbitada amistad en la que sin duda había mucho de vanidad halagada. Gontran, de pronto, no se separaba ya de su hermana; se puso a organizar excursiones por la mañana y juegos por la tarde, para mayor asombro de Christiane y Paul. Luego todo el mundo se dio cuenta de que estaba pendiente de Charlotte; la hacía rabiar en broma, la galanteaba como quien no quiere la cosa, tenía con ella las mil pequeñas atenciones que crean entre dos seres lazos de ternura. La joven, acostumbrada ya a los modales libres y campechanos de aquel pilluelo del mundo parisino, al principio no notó nada, y dejándose llevar por su carácter confiado y recto, empezó a reír y a jugar con él como hubiera hecho con un hermano.

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