Pero él repetía, con la cabeza en las rodillas de ella y apretándole la cintura:
—¡Liana, Liana, voy a perderte! ¡Siento que voy a perderte!
A ella la impacientaba aquella pena sin motivo, aquella pena de niño en aquel cuerpo vigoroso, siendo así que ella era tan frágil, comparada con él, y estaba, sin embargo, tan segura de sí misma, tan segura de que nada podría separarlos.
Él murmuraba:
—Liana, si quisieras, nos fugaríamos juntos, nos iríamos muy lejos, a algún país hermoso, lleno de flores, para querernos. Dime, ¿no quieres que nos vayamos esta noche, no quieres?
Pero ella se encogía de hombros, algo nerviosa, algo molesta de que no le hiciera caso, porque ya no era tiempo de sueños ni de chiquilladas tiernas. Ahora tenían que ser enérgicos y prudentes, y buscar los medios para seguir queriéndose sin despertar ninguna sospecha.
Siguió diciendo:
—Escucha, querido mío, tenemos que ponernos de acuerdo y no cometer imprudencias ni tener fallos. Lo primero de todo, ¿tienes confianza en tus criados? Lo que es más de temer es una denuncia, una carta anónima a mi marido. Él solo no se dará cuenta de nada. Conozco bien a William…
Aquel nombre, dos veces repetido, irritó de pronto el corazón de Paul. Dijo nervioso:
—¡Ay, no me hables de él esta noche!
Ella se extrañó:
—¿Por qué? No queda más remedio… Te aseguro que no tiene ningún interés por mí.
Le había adivinado el pensamiento.
Unos oscuros celos, inconscientes aún, se iban despertando en él. Y, de pronto, arrodillándose y tomándole las manos:
—¡Escucha, Liana!…
Calló. No se atrevía a decirle la preocupación, la vergonzosa sospecha que lo asaltaban, y no sabía cómo expresarlas.
—Escucha… Liana… ¿Cómo te llevas con él?…
Ella no lo entendió.
—Pues… pues… muy bien…
—Sí… ya lo sé… Pero… escucha… entiéndeme bien… Es… es tu marido… en fin… y… y… no sabes cuánto llevo pensando en esto desde hace un rato… Cuánto me atormenta… cuánto me tortura… Me entiendes… ¿verdad?
Ella vaciló unos segundos, luego se dio cuenta de todo lo que quería decir y exclamó en un arranque de indignada sinceridad:
—Pero, querido mío… ¿cómo se te puede ocurrir?… Pero si soy tuya… ¿me oyes?… sólo tuya… pero si te quiero… ¡Oh, Paul!…
Él dejó caer la cabeza en las rodillas de la joven y dijo muy bajo:
—¡Pero!… en resumidas cuentas… Liana, pequeña mía… ya que es… ya que es tu marido… ¿Cómo te las arreglarás?… ¿Lo has pensado?… ¡Di!… ¿Cómo te las apañarás esta noche?… o mañana… Porque no puedes decirle… decirle siempre, siempre que no.
Ella murmuró muy bajo también:
—Le he dicho que estaba embarazada, y… y con eso le basta… De verdad que no tiene ningún interés… No hablemos más de esas cosas, querido mío, no sabes cuánto me molesta, cuándo me ofende. Fíate de mí, ya que te quiero…
Él se quedó quieto, aspirando el olor del vestido y besándolo, mientras ella le acariciaba el rostro con dedos amorosos y suaves.
Pero, de pronto, dijo:
—Tenemos que volver, porque se van a dar cuenta de que nos hemos ido los dos.
Se besaron largamente, abrazándose como si fueran a quebrantarse los huesos. Luego ella se fue primero, corriendo para llegar antes, mientras que él la miraba alejarse y desaparecer, tan triste como si toda su felicidad y toda su esperanza hubieran huido con ella.
El primero de julio del año siguiente, la estación termal de Enval estaba casi irreconocible.
En la cumbre del montículo, asentado entre las dos bocas del valle, se alzaba un edificio de estilo árabe en cuya fachada se leía la palabra Casino en letras doradas.
Habían aprovechado un bosquecillo para hacer un parque pequeño en la ladera que bajaba hasta la Limagne. Delante del edificio se extendía, dominando la extensa llanura de Auvernia, una terraza sustentada por un muro adornado de punta a punta por grandes jarrones de mármol de imitación.
Más abajo, entre los viñedos, seis chalés mostraban, de trecho en trecho, las fachadas de madera barnizada.
En la ladera que daba al sur, una inmensa construcción enteramente blanca atraía desde lejos la atención de los viajeros, que la divisaban al salir de Riom. Era el gran hotel de Mont-Oriol. Y justo debajo, al pie mismo de la colina, una casa cuadrada, más sencilla, pero amplia, rodeada de un jardín por el que pasaba el arroyuelo procedente de la hoz, brindaba a los enfermos la milagrosa curación que prometía el folleto del doctor Latonne. En la fachada ponía: «Termas de Mont-Oriol». Luego, en el ala derecha, con letras de menor tamaño: «Hidroterapia. Lavados de estómago. Piscinas de agua corriente». Y en el ala izquierda: «Instituto médico de gimnasia automotora».
Todo era blanco, de un blanco flamante, reluciente y crudo. Aunque el balneario llevara ya abierto un mes, aún había obreros trabajando: pintores, fontaneros, terraplenadores.
El éxito, por lo demás, había sobrepasado ya desde los primeros días las esperanzas de los fundadores. Tres médicos importantes, tres celebridades, los señores profesores Mas-Roussel, Cloche y Rémusot, habían tomado bajo su protección la nueva estación termal y habían accedido a residir por un tiempo en las viviendas de la Sociedad de Chalés Móviles de Berna que habían puesto a su disposición los administradores del balneario.
Por influencia de estos médicos acudía gran multitud de enfermos. El gran hotel de Mont-Oriol estaba lleno.
Aunque los baños habían empezado a funcionar ya en los primeros días de junio, la apertura oficial de la estación termal se había retrasado hasta el primero de julio para atraer a mucho público. La fiesta debía empezar a las tres con la bendición de los manantiales. Y, por la noche, una gran función seguida de fuegos artificiales y de un baile iba a reunir a todos los bañistas del lugar con los de las estaciones termales vecinas y con los principales habitantes de Clermont-Ferrand y de Riom.
El casino de la cumbre del monte quedaba oculto tras las banderas. Sólo se veían colores: azul, blanco, rojo, amarillo, algo parecido a una nube densa y palpitante, mientras que en lo alto de los gigantescos mástiles hincados a lo largo de las avenidas del parque se desplegaban con serpentinas ondulaciones, en el cielo azul, desmesuradas oriflamas.
El señor Petrus Martel, que había conseguido la dirección de este nuevo casino, se creía convertido, bajo aquella nube de banderas, en el todopoderoso capitán de un navío fantástico; y daba órdenes a los camareros de delantales blancos con la misma voz sonora y terrible que deben de tener los almirantes cuando las dan bajo la metralla. Sus vibrantes palabras, llevadas por el viento, llegaban hasta el pueblo.
Andermatt, sin resuello ya, apareció en la terraza. Petrus Martel corrió a su encuentro y lo saludó con un amplio gesto ceremonioso.
—¿Todo va bien? —preguntó el banquero.
—Todo va bien, señor Presidente.
—Si me necesita, me encontrará en la consulta del inspector médico. Tenemos sesión esta mañana.
Y volvió a bajar la colina. Ante la puerta del balneario, el vigilante y el cajero, que también le habían robado a la otra Sociedad, convertida en la Sociedad rival, pero condenada sin posibilidad de lucha, se abalanzaron para recibir a su jefe. El antiguo carcelero le hizo un saludo militar. El otro se inclinó como un pobre que recibe una limosna.
Andermatt preguntó:
—¿Está el señor inspector?
El vigilante contestó:
—Sí, señor Presidente, ya han llegado todos los señores.
El banquero cruzó el vestíbulo por entre los respetuosos mozos y empleadas, giró a la derecha, abrió una puerta y halló reunidos, en una espaciosa habitación de aspecto severo, llena de libros y de bustos de científicos, a todos los miembros presentes en Enval del consejo de administración: a su suegro el marqués, a Gontran, su cuñado, a los Oriol, padre e hijo, hechos casi unos señores, tan altos y con unas levitas tan largas que parecían anuncios de una sastrería de lutos, a Paul Brétigny y al doctor Latonne.
Tras unos rápidos apretones de manos, todo el mundo se sentó y Andermatt empezó a hablar:
—Nos queda aún por decidir una cuestión importante, la del nombre de los manantiales. Sobre este tema, estoy en desacuerdo con el señor inspector. El doctor propone que les demos a los tres manantiales principales los nombres de las tres lumbreras de la medicina que se hallan aquí. Se trata, sin duda, de un halago que los llenaría de satisfacción y los volvería más devotos de esta casa. Pero tengan la seguridad, caballeros, de que nos enajenaría para siempre a aquéllos de sus eminentes colegas que aún no han contestado a nuestra invitación y a quienes debemos convencer, a costa de todos nuestros esfuerzos y sacrificios, de la eficacia soberana de nuestras aguas. Sí, caballeros, la naturaleza humana nunca cambia, hay que conocerla y utilizarla. Los señores profesores Plantureau, de Larenard y Pascalis, por no citar más que a estos tres especialistas de las afecciones del estómago y del intestino, no mandarán nunca a sus enfermos, a sus clientes, a sus mejores clientes, a los más ilustres, a los príncipes y a los archiduques, a todas esas celebridades mundanas a las que deben a la vez fama y fortuna, no las mandarán nunca a curarse con el agua del manantial Mas-Roussel, del manantial Cloche o del manantial Rémusot. Porque esos clientes, y el público en general, tendrían alguna base para creer que quienes habían descubierto nuestra agua y sus propiedades terapéuticas habían sido los señores profesores Rémusot, Cloche y Mas-Roussel. No cabe duda, caballeros, de que el nombre de Gubler, con el que se bautizó el primer manantial de Châtel-Guyon, predispuso durante mucho tiempo en contra de esta estación termal, hoy próspera, a una parte al menos de los grandes médicos que hubieran podido patrocinarla desde el principio.
»Así pues, les propongo que demos, sencillamente, el nombre de mi mujer al primer manantial descubierto y el de las señoritas Oriol a los otros dos. De esta manera, tendremos los manantiales Christiane, Louise y Charlotte. Queda muy bien, resulta muy simpático. ¿Qué les parece?
Hasta el doctor Latonne fue de esa opinión, y añadió:
—En tal caso, podríamos proponer a los señores Mas-Roussel, Cloche y Rémusot que fueran los padrinos y acompañaran a las madrinas.
—Perfecto, perfecto —dijo Andermatt—. Voy corriendo a verlos y aceptarán. De eso estoy seguro. Aceptarán. Así que quedamos a las tres en la iglesia de donde saldrá la comitiva.
Y se marchó corriendo.
El marqués y Gontran lo siguieron casi al momento. Los dos Oriol, tocados con sendos sombreros de copa, echaron a andar a su vez, uno junto a otro, muy serios y muy negros por el blanco camino; y el doctor Latonne le dijo a Paul, que no había llegado hasta la víspera para asistir a la fiesta:
—Le he pedido que se quede, mi querido amigo, para enseñarle algo de lo que espero maravillas. Se trata de mi instituto médico de gimnasia automotora.
Lo tomó por el brazo y se lo llevó. Pero, nada más llegar al vestíbulo, un mozo de baños paró al médico:
—Aquí está el señor Riquier, esperando para el lavado.
El año anterior, el doctor Latonne echaba pestes de los lavados de estómago que preconizaba y practicaba el doctor Bonnefille en el centro del que era inspector. Pero los tiempos lo habían hecho cambiar de opinión, y la sonda Baraduc se había convertido en el gran instrumento de tortura del nuevo inspector, que la introducía en todos los esófagos con pueril regocijo.
Le preguntó a Paul Brétigny:
—¿Ha visto alguna vez practicar esta sencilla operación?
—No, nunca —contestó éste.
—Entonces, venga, querido amigo. Es algo muy curioso.
Entraron en la sala de duchas, donde el señor Riquier, el hombre de la cara color ladrillo, que estaba probando aquel año los manantiales recientemente descubiertos, igual que había probado, todos los veranos, los de todas las estaciones termales incipientes, esperaba en un sillón de madera.
Cual un condenado a tormento de la Antigüedad, estaba embutido y asfixiado dentro de una especie de camisa de fuerza de hule que evitaba que le cayeran manchas y salpicaduras en la ropa; tenía el aspecto desdichado, nervioso y dolorido de los pacientes a los que acaba de operar un cirujano.
En cuanto apareció el doctor, el mozo tomó un largo tubo que, más o menos a la mitad, se dividía en tres y parecía una fina serpiente de cola bífida. Luego el hombre conectó uno de los extremos a un grifo pequeño que comunicaba con el manantial. Otro extremo lo dejó caer en un recipiente de vidrio al que irían a parar poco después los líquidos procedentes del estómago del enfermo; y el señor inspector tomó con pulso firme el tercer brazo de aquel conducto, se lo acercó a la barbilla con gesto amable al señor Riquier, se lo metió en la boca y, guiándolo hábilmente, se lo introdujo en la garganta, hundiéndolo cada vez más con el pulgar y el índice, de manera airosa y benévola, mientras repetía: «¡Muy bien, muy bien, muy bien! Va pasando, va pasando, va pasando estupendamente».
El señor Riquier, con la mirada despavorida y las mejillas violáceas, echando espuma por la boca, jadeaba, se asfixiaba, hipaba de angustia; y, aferrado a los brazos del sillón, hacía terribles esfuerzos para arrojar fuera de sí aquel bicho de caucho que se le metía por el cuerpo.
Cuando hubo tragado algo así como medio metro, el doctor dijo:
—Ya hemos llegado al fondo. Abra.
El mozo fue a abrir el grifo; y no tardó el vientre del enfermo en inflarse visiblemente, llenándose poco a poco de agua tibia del manantial.
—Tosa —decía el médico—, tosa para que se inicie la bajada.
En vez de toser, al pobre hombre le daban estertores, y lo sacudían tales convulsiones que parecía más bien a punto de quedarse sin ojos, pues se le salían de las órbitas. Luego, de repente, se oyó un leve gorgoteo en el suelo, junto al sillón. El sifón del tubo de doble conducto acababa de empezar, por fin, a funcionar; y ahora se estaba vaciando el estómago en aquel recipiente de vidrio en que el médico escudriñaba atentamente indicios de inflamación y rastros reconocibles de digestiones mal hechas.
—¡No vuelva a comer guisantes! —decía—. ¡Ni lechuga! ¡Huy, nada de lechuga! No la digiere en absoluto. ¡Nada de fresas tampoco! ¡Se lo he dicho cien veces, nada de fresas!
El señor Riquier parecía furioso. Ahora forcejeaba sin poder hablar porque el tubo le taponaba la garganta. Pero, cuando una vez concluido el lavado, el doctor le extrajo con suma delicadeza aquella sonda de las entrañas, exclamó: