Fue entonces tan profundo el silencio del bosque que se les tornaba penoso como un sufrimiento. No se oía más que el agua corriendo por entre las piedras, un poco más abajo, y luego aquellos imperceptibles estremecimientos de los bichitos que pasan, esos rumores casi inaudibles de las moscas al volar o de unos grandes insectos negros al inclinar las hojas secas.
¿Dónde se habían metido Louise y Gontran? ¿Qué estaban haciendo? De repente los oyeron, a lo lejos; volvían. La señora Honorat se despertó y se quedó muy sorprendida:
—¡Ah, estaban ustedes aquí! ¡No los he sentido acercarse!… ¿Y los otros, los han encontrado?
Paul contestó:
—Por ahí vienen.
Se reconocía la risa de Gontran. Y aquella risa alivió a Charlotte de un peso que le agobiaba la mente. No habría sabido decir por qué.
No tardaron en verlos. Gontran casi corría, tirando del brazo de la joven, que estaba como una amapola. Y tenía tanta prisa por contar lo que les había pasado que, antes incluso de llegar, dijo:
—¿A que no saben a quién hemos pillado?… Me apuesto lo que quieran… Al apuesto doctor Mazelli con la hija del ilustre profesor Cloche, como diría Will, la guapa viuda pelirroja… ¡Cómo se lo cuento!… pillado… me oyen… pillado… La estaba besando el muy picarón… ¡Cómo se lo cuento!… ¡Cómo se lo cuento!…
La señora Honorat, ante aquella excesiva jovialidad, dijo muy digna:
—¡Ay, señor conde… piense en estas señoritas!…
Gontran hizo una profunda reverencia.
—Tiene usted toda la razón, señora mía, al llamarme al orden. A usted sólo se le ocurren buenas ideas.
Luego, para no volver juntos, los dos jóvenes saludaron a las damas y regresaron por el bosque.
—¿Y qué? —preguntó Paul.
—Pues le he declarado que la adoraba y que estaría encantado de casarme con ella.
—¿Y qué ha dicho?
—Ha dicho con una prudencia encantadora: «Eso es cosa de mi padre. Le daré a él la contestación».
—¿Qué vas a hacer?
—Le voy a encargar ahora mismo a mi embajador, Andermatt, que haga la petición oficial. Y, si el viejo patán pone mala cara, comprometo a la hija con un escándalo.
Y, como Andermatt seguía hablando con el doctor Latonne en la terraza del Casino, Gontran los separó y puso inmediatamente a su cuñado al corriente de la situación.
Paul se fue a la carretera de Riom. Necesitaba estar solo, hasta tal punto lo había embargado aquella agitación del cuerpo y el pensamiento enteros que nos produce cada encuentro con una mujer a la que estamos a punto de amar.
Hacía ya algún tiempo que se iba apoderando de él, sin que se diera cuenta, el poderoso e inocente encanto de aquella chiquilla abandonada. Intuía que era tan amable, tan buena, tan sencilla, tan recta, tan ingenua que primero lo había movido la compasión, esa compasión llena de ternura que siempre nos inspira la pena de las mujeres. Luego, al verla más a menudo, había dejado que le germinara en el corazón esa semilla, esa pequeña semilla de ternura que siempre y tan deprisa siembran las mujeres en nosotros y que tanto crece. Y ahora, desde hacía una hora sobre todo, empezaba a sentirse poseído, a sentir en su interior esa presencia constante de la ausente que es el primer signo del amor.
Iba por la carretera obsesionado por el recuerdo de su mirada, por el sonido de su voz, por sus gestos al sonreír o al llorar, por su forma de andar, hasta por el color y el temblor de su vestido.
Y se decía a sí mismo: «Me parece que estoy colado. Me conozco. Es un fastidio. Quizá sería mejor que volviera a París. Pardiez, es una señorita. No puedo hacerla mi amante».
Luego se ponía a pensar en ella del mismo modo que pensaba en Christiane el año anterior. Qué distinta era ella también de todas las mujeres que había conocido, nacidas y criadas en la ciudad, distinta incluso de las jóvenes instruidas desde la infancia por la coquetería materna o por la coquetería que pasa por la calle. No tenía nada del fingimiento de la mujer preparada para la seducción, nada aprendido en las palabras, nada convencional en el gesto, nada falso en la mirada.
No sólo era un ser nuevo y puro, sino que descendía de una raza primitiva, era una auténtica hija de la tierra a punto de convertirse en una mujer de ciudad.
Y se exaltaba abogando por ella contra esa vaga resistencia que aún sentía dentro de sí. Le pasaban ante los ojos personajes de novelas poéticas, creaciones de Walter Scott, de Dickens o de George Sand que le estimulaban aún más la imaginación siempre fustigada por las mujeres.
Gontran decía de él: «¡Paul es un caballo desbocado con un amor por jinete! Si descabalga a uno, otro se le sube encima». Pero Brétigny se dio cuenta de que estaba cayendo la tarde. Había caminado mucho rato. Regresó.
Al pasar ante los nuevos baños, vio a Andermatt y a los dos Oriol recorriendo los viñedos y midiéndolos; y comprendió por los gestos que hacían que discutían animadamente.
Una hora después, Will entró en el salón en que estaba reunida la familia en pleno y le dijo al marqués:
—Querido suegro, le anuncio que su hijo Gontran va a casarse, dentro de seis semanas o de dos meses, con la señorita Louise Oriol.
El señor de Ravenel se quedó pasmado:
—¿Gontran? ¿Dice usted?
—Digo que se casará, dentro de seis semanas o de dos meses, si usted da el consentimiento, con la señorita Louise Oriol, que va a ser muy rica.
Entonces el marqués dijo simplemente:
—Por Dios, si ése es su gusto, yo no tengo inconveniente.
Y el banquero contó la petición de mano que le había hecho al viejo campesino.
En cuanto supo por el conde que la joven aceptaría, quiso arrancarle, sin tardanza, el asentimiento al viticultor sin darle tiempo para preparar sus artimañas.
Corrió, pues, a su casa, y lo encontró echando a duras penas las cuentas en un pedazo de papel pringoso, con ayuda de Coloso, que sumaba con los dedos.
Tomó asiento y dijo:
—Bebería con gusto un vaso de ese vino suyo tan bueno.
En cuanto volvió Jacques con los vasos y el jarro lleno hasta los bordes, preguntó si había regresado la señorita Louise; luego rogó que la llamaran. Cuando la tuvo delante, se levantó y, haciéndole una profunda reverencia, dijo:
—Señorita, ¿quiere considerarme como un amigo a quien se le puede decir todo? Sí, ¿verdad? Pues bien, me han encomendado una misión muy delicada ante usted. Mi cuñado, el conde Raoul-Olivier-Gontran de Ravenel, se ha prendado de usted, por lo que le alabo el gusto, y me ha pedido que le pregunte, delante de su familia, si aceptaría convertirse en su mujer.
Así cogida por sorpresa, volvió hacia su padre una mirada turbada. Y el tío Oriol, estupefacto, miró a su hijo, su habitual consejero; y Coloso miró a Andermatt, que siguió diciendo con cierta altanería:
—Comprenda, señorita, que no he tomado a mi cargo esta misión sino prometiendo una respuesta inmediata a mi cuñado. Él se da perfecta cuenta de que puede no ser de su agrado y, en tal caso, mañana mismo abandonaría el pueblo para no volver jamás. Me consta además que usted lo conoce lo bastante para decirme a mí, simple intermediario: «Acepto», o: «No acepto».
Ella bajó la cabeza, y, colorada pero resuelta, balbuceó:
—Acepto, caballero.
Luego huyó con tal rapidez que se golpeó con la puerta al pasar.
Entonces Andermatt volvió a sentarse y, sirviéndose un vaso de vino a la manera de los campesinos, dijo:
—Ahora vamos a hablar de negocios.
Y, sin admitir siquiera la posibilidad de una duda, entró en la cuestión de la dote basándose en las declaraciones que le había hecho el viticultor tres semanas antes. Evaluó en trescientos mil francos, más una posible herencia, la actual fortuna de Gontran y le dio a entender que si un hombre como el conde de Ravenel consentía en pedir la mano de la hija de Oriol, una muchacha encantadora por otra parte, era indudable que la familia de la joven sabría agradecer el honor con un sacrificio monetario.
Entonces, el campesino, muy desconcertado, pero halagado, desarmado casi, trató de defender su fortuna. La discusión fue larga. Sin embargo, una frase de Andermatt la había allanado desde el principio.
—No pedimos dinero contante, ni valores, sólo tierras, las que ya me indicó que formaban parte de la dote de la señorita Louise, más algunas otras que le voy a decir.
La perspectiva de no desembolsar dinero, ese dinero reunido poco a poco, que había entrado en la casa franco a franco, céntimo a céntimo, ese buen dinero, blanco o amarillo, que las manos, las bolsas, los bolsillos, las mesas de los cafés, los hondos cajones de los viejos armarios habían ido desgastando; ese dinero que era la historia tintineante de tantas penas, preocupaciones, fatigas, trabajos, tan dulce para el corazón, para los ojos, para los dedos del campesino, más apreciado que la vaca, que el viñedo, que el campo, que la casa; ese dinero más difícil de sacrificar a veces que la propia vida; la perspectiva de no ver irse ese dinero con la hija proporcionó enseguida una gran tranquilidad, un deseo de conciliación, una alegría secreta y contenida al alma del padre y del hijo.
Discutieron, a pesar de todo, para quedarse con algunas parcelas de terreno. Habían extendido en la mesa el plano detallado del monte Oriol, y señalaban, una por una, con una cruz, las partes que le daban a Louise. Andermatt necesitó una hora para sacarles los dos últimos bancales. Luego, para que ninguna de las dos partes se llevara ninguna sorpresa, fueron con el plano a los terrenos. Entonces, localizaron todas las tierras marcadas con una cruz y les hicieron otra señal.
Pero Andermatt estaba preocupado, sospechando que los dos Oriol eran muy capaces de negar, en la primera entrevista que tuvieran, una parte de las cesiones consentidas, de querer recuperar trozos de viñedo, rincones útiles para los proyectos que él tenía; y buscaba un medio práctico y seguro de elevar a definitivos sus acuerdos.
Le cruzó por la mente una idea que primero lo hizo sonreír, y que luego consideró excelente aunque peculiar.
—Si les parece —dijo—, vamos a escribirlo todo para que no se nos olvide más adelante.
Y, según regresaban al pueblo, se paró en el estanco para comprar dos pliegos de papel sellado. Sabía que la lista de las tierras inscritas en aquellos pliegos legales adquiría a los ojos de los campesinos un carácter casi inviolable, pues esos pliegos representaban la ley, siempre invisible y amenazadora, defendida por los gendarmes, las multas y la cárcel.
Así que escribió en uno y volvió a copiar en otro: «Como consecuencia de la promesa de matrimonio intercambiada entre el conde Gontran de Ravenel y la señorita Louise Oriol, el señor Oriol padre entrega como dote a su hija los bienes mencionados a continuación…». Y los enumeró minuciosamente, con sus números del registro catastral del ayuntamiento.
Luego, después de haber puesto la fecha y la firma, hizo firmar al tío Oriol, que había exigido, a su vez, que se hiciera mención de la dote del novio, y se fue hacia su hotel con el pliego en el bolsillo.
Todo el mundo se reía al oír la historia, y Gontran más alto que los demás.
Entonces, el marqués le dijo a su hijo con gran dignidad:
—Esta noche, iremos los dos a hacerle una visita a esa familia, y renovaré personalmente la petición que ha hecho primero mi yerno para que todo sea más regular.
Gontran fue un novio perfecto, tan amable como asiduo. Hizo regalos a todo el mundo con la bolsa de Andermatt e iba a cada momento a ver a la joven, bien a su casa, bien a casa de la señora Honorat. Ahora, Paul lo acompañaba casi siempre, para encontrarse con Charlotte, a quien decidía, después de cada visita, no volver a ver.
Ésta se había resignado valientemente al matrimonio de su hermana, y hablaba de él con soltura, sin dar la impresión de que le hubiera quedado ninguna pena en el alma. Sólo el carácter parecía que le había cambiado un poco, más sentado, menos abierto. Brétigny, mientras Gontran pelaba la pava con Louise en un rincón, mantenía conversaciones serias con Charlotte, se dejaba conquistar lentamente, dejaba que le anegara el corazón aquel amor nuevo, como una marea entrante. Lo sabía y lo consentía pensando: «¡Bah! Cuando llegue el momento, me largaré, y se acabó». Cuando se separaba de ella, se iba a ver a Christiane, echada ahora, de la mañana a la noche, en una meridiana. Nada más llegar a la puerta, se sentía nervioso e irritado, armado para todas las pequeñas disputas que hace nacer el cansancio. Cuanto decía, cuanto pensaba ella lo enfadaba de antemano; su cara de sufrimiento, su actitud resignada, sus miradas de reproche y de súplica hacían que le subieran a los labios palabras airadas que reprimía por urbanidad; y conservaba a su lado el constante recuerdo, la imagen de la joven a la que acababa de dejar y que llevaba clavada dentro.
Como Christiane, atormentada por verlo tan poco, lo agobiaba con preguntas acerca de sus actividades de cada día, se inventaba historias que ella escuchaba atentamente, intentando descubrir si no pensaba en alguna otra mujer. La impotencia en que se sentía para retener a aquel hombre, impotencia para traspasarle un poco de ese amor que la torturaba, impotencia física para gustarle aún, para entregarse, para reconquistarlo con caricias puesto que no podía recobrarlo con ternura, la hacía recelar de todo sin saber dónde fijar sus temores.
Tenía el sentimiento vago de que sobre ella se cernía un gran peligro desconocido. Y estaba celosa sin saber de qué, celosa de todo, de las mujeres a las que veía pasar desde la ventana y le parecían encantadoras, sin saber siquiera si Brétigny había hablado con ellas alguna vez.
Le preguntaba:
—¿Se ha fijado en una mujer guapísima, una morena bastante alta que he visto hace un rato y que ha debido de llegar un día de éstos?
Cuando él contestaba: «No, no la conozco.», sospechaba al momento que mentía, se ponía pálida y seguía diciendo:
—Pues es imposible que no la haya visto, me ha parecido muy bonita.
A él le extrañaba su insistencia.
—Le aseguro que no la he visto. Ya trataré de que me la presenten.
Y ella pensaba: «Seguro que es ésa». También estaba convencida, determinados días, de que ocultaba un romance en el pueblo, alguna aventura, de que había hecho venir a una amante, quizá a su actriz. Y le preguntaba a todo el mundo, a su padre, a su hermano y a su marido, por todas las mujeres jóvenes y apetecibles que conocían en Enval.