El viejo, cuya fiereza física había remitido al chocar con su adversario, pero cuya cólera no amainaba, seguía mascullando:
—¿Con que
esh esho
? ¿Viene a robarme a mi hija, viene por mi dinero? ¡
Rediósh
, qué embustero!
Entonces, todo lo que tenía dentro le salió en forma de un aluvión de palabras desesperadas. No se consolaba de haberle prometido esa dote a la mayor, de que sus viñas fueran a ir a parar a manos de aquellos
parishinosh
. Ahora se estaba maliciando que Gontran no tenía un céntimo, que todo era una trampa de Andermatt, y, olvidando la inesperada fortuna que le debía al banquero, echaba fuera toda la bilis y todo el rencor secreto que sentía contra aquellos hombres de malos instintos que le impedían dormir en paz.
Hubiérase dicho que Andermatt, su familia y sus amigos venían todas las noches a desvalijarlo, a robarle algo, las tierras, los manantiales, las hijas.
Le soltaba los reproches en la cara a Paul, acusándolo de que él también quería sus bienes, de que era un sinvergüenza y se llevaba a Charlotte para conseguir sus tierras.
El otro no tardó en perder la paciencia y le gritó en las barbas:
—Pero si yo soy más rico que usted, maldita sea. Tengo dinero para dar y tomar…
El viejo se calló, incrédulo pero interesado, y, con voz más tranquila, siguió con sus recriminaciones.
Ahora, Paul contestaba, daba explicaciones; y, al creerse ligado por aquella sorpresa de la que era el único culpable, proponía casarse sin dote.
El tío Oriol movía la cabeza y las orejas, le hacía repetir, no entendía. Para él, Paul era otro pobretón, otro muerto de hambre.
Y, al decirle Brétigny, exasperado, a voces en sus narices:
—Yo tengo más de ciento veinte mil francos de renta, so estúpido. ¿Lo oye?… ¡Tres millones!
El otro preguntó de repente:
—
¿Eshcribiría esho
en un papel?
—¡Sí, claro que lo escribiría!
—¿Y lo firmaría?
—¡Sí, claro que lo firmaría!
—¿En un papel de notario?
—¡Sí, claro que en un papel de notario!
Entonces se levantó, fue a abrir el armario, sacó dos pliegos sellados con el timbre del Estado y, pretendiendo igualar el compromiso que, unos días antes, había exigido de él Andermatt, redactó una extraña promesa de matrimonio en que se hablaba de que el novio garantizaba tres millones, y al pie de la cual tuvo que poner Brétigny su firma.
Cuando Paul salió a la calle, le pareció que el mundo no giraba ya de la misma manera. Se había prometido, pues, sin pretenderlo, sin que ella lo pretendiera, por una de esas casualidades, por una de esas supercherías de los acontecimientos que lo dejan a uno sin salida. Iba murmurando: «¡Qué locura!». Luego pensó: «¡Bueno! Seguro que no habría encontrado a otra mejor en el mundo entero». Y, en el fondo, le alegraba el corazón aquella trampa del destino.
El día siguiente se anunció aciago para Andermatt. Al llegar al balneario, se enteró de que el señor Aubry-Pasteur había muerto en el Splendid Hotel, durante la noche, de un ataque de apoplejía. Además de que el ingeniero le resultaba muy útil por sus conocimientos, su desinteresada dedicación y el cariño que le había tomado a la estación termal de Mont-Oriol, que consideraba casi como hija suya, era muy lamentable que un enfermo que había acudido a combatir una tendencia a la congestión muriera precisamente así, en pleno tratamiento, en plena temporada, cuando la naciente ciudad comenzaba a tener éxito.
El banquero, muy nervioso, iba y venía por el despacho vacío del inspector, buscaba los medios de atribuirle otro origen a aquella desgracia, pensaba si podría achacársela a un accidente, una caída, una imprudencia, la rotura de un aneurisma; esperaba con impaciencia la llegada del doctor Latonne para que éste dejara hábilmente constancia del fallecimiento sin que pudiera despertarse ninguna sospecha sobre la causa inicial del accidente.
El inspector médico entró de pronto, pálido y con la cara descompuesta, y preguntó desde la puerta:
—¿Conoce la deplorable noticia?
—Sí, la muerte del señor Aubry-Pasteur.
—No, no, la fuga del doctor Mazelli con la hija del profesor Cloche.
Andermatt sintió un escalofrío.
—¿Cómo?… Dice usted…
—¡Ay, querido director, es una catástrofe horrorosa, una calamidad…!
Se sentó y se enjugó la frente, luego le contó los hechos tal y como se los había referido Petrus Martel, que acababa de enterarse de primera mano por el ayuda de cámara del señor profesor.
El tal Mazelli había cortejado desde el primer momento a la bonita pelirroja, una redomada coqueta, una mujer de armas tomar cuyo primer marido había sucumbido a una tisis, consecuencia, a lo que decían, de su unión excesivamente tierna. Pero el señor Cloche se había olido las intenciones del médico italiano y, como no quería a ese aventurero por segundo yerno, lo había puesto enérgicamente de patitas en la calle tras haberlo sorprendido de rodillas ante su hija.
Mazelli salió por la puerta y no tardó en volver a entrar por la ventana con la escala de seda de los enamorados. Corrían dos versiones. Según la primera, había vuelto a la hija del profesor loca de amor y celos; según la segunda, había seguido viéndola en secreto, mientras daba la impresión de dedicarse a otra mujer; y, al enterarse al fin, por su amante, de que el profesor seguía en sus trece, la había raptado esa misma noche, haciendo inevitable, mediante este escándalo, el matrimonio.
El doctor Latonne se levantó y, apoyando la espalda en la chimenea mientras Andermatt, aterrado, seguía dando paseos, exclamó:
—¡Qué un médico, señor mío, que un médico haga semejante cosa!… ¡Un doctor en medicina!… ¡Qué falta de carácter!
Andermatt, desconsolado, calculaba las consecuencias, las clasificaba y las sopesaba como quien hace una suma. Y eran las siguientes:
1º Que se correría el enojoso rumor por las ciudades termales vecinas y llegaría hasta París. Actuando con habilidad, sin embargo, tal vez se podría utilizar aquel rapto como propaganda. Unas cuantas gacetillas bien redactadas en los periódicos de gran tirada llamarían mucho la atención sobre Mont-Oriol.
2º Que se iría el profesor Cloche, pérdida irreparable.
3º Que se irían la duquesa y el duque de Ramas-Aldavarra, segunda pérdida inevitable sin compensación posible.
Resumiendo, el doctor Latonne tenía razón. Era una catástrofe espantosa.
Entonces, el banquero dijo volviéndose hacia el médico:
—Debería ir usted ahora mismo al Splendid Hotel y redactar el certificado de defunción de Aubry-Pasteur de forma tal que no se pueda sospechar una congestión.
El doctor Latonne volvió a coger el sombrero y, según se iba, comentó:
—¡Ah! Otra noticia que corre. ¿Es verdad que su amigo Paul Brétigny va a casarse con Charlotte Oriol?
Andermatt dio un respingo de sorpresa:
—¿Brétigny? ¡Anda!… ¿Quién se lo ha dicho?…
—Pues también Petrus Martel, que lo sabía por el propio tío Oriol.
—¿Por el tío Oriol?
—Sí, por el tío Oriol, que anda afirmando que su futuro yerno tiene una fortuna de tres millones.
William no sabía ya qué pensar. Murmuró: «¡De hecho es posible! Ya llevaba la mar de tiempo tirándole los tejos… ¡Pero, en tal caso… toda la colina es nuestra… toda la colina! ¡Caramba! Tengo que confirmarlo inmediatamente».
Y salió tras el doctor para ver a Paul antes del almuerzo.
Al entrar en el hotel, le dijeron que su mujer había preguntado varias veces por él. La encontró aún en la cama, hablando con su padre y con su hermano, que hojeaba los periódicos con mirada rápida y distraída.
Se sentía enferma, muy enferma, preocupada. Estaba asustada y no sabía de qué. Además, se le había metido en la cabeza una idea que llevaba unos días creciendo en su mente de mujer embarazada. Quería consultar al doctor Black. A fuerza de oír a su alrededor bromas sobre el doctor Latonne había perdido por completo la confianza en él y quería otra opinión, la del doctor Black, cuyo éxito era cada vez mayor. Ahora la atenazaban, de la mañana a la noche, temores, todos los temores y todas las obsesiones que asedian a las mujeres hacia el final del embarazo. Desde la víspera, después de un sueño que había tenido, pensaba que el niño estaba mal colocado, situado de tal manera que el parto sería imposible y que habría que recurrir a la cesárea. Y asistía con el pensamiento a su propia operación, se veía boca arriba, con el vientre abierto, en una cama llena de sangre, mientras que se llevaban una cosa roja que no se movía, que no gritaba, que estaba muerta. Y cada diez minutos cerraba los ojos para volver a ver aquel espectáculo, para asistir de nuevo a su horrible y doloroso suplicio. Entonces, se le había ocurrido que el doctor Black era el único que podía decirle la verdad, y quería que viniera en el acto, ¡exigía que la reconociera enseguida, enseguida, enseguida!
Andermatt, muy violento, no sabía qué contestar:
—Pero, querida niña, es muy difícil, dadas mis relaciones con Latonne… es… incluso imposible. Mira, tengo una idea, voy a buscar al profesor Mas-Roussel, que es cien veces mejor que Black. A mí no me va a decir que no…
Pero ella se empecinó. ¡Quería ver a Black, y sólo a Black! Necesitaba verlo, ver al lado de su cama aquella enorme cabeza de dogo. Era un antojo, un capricho insensato y supersticioso; lo necesitaba.
Entonces, William trató de cambiarle el curso de las ideas:
—¿No sabes que ese intrigante de Mazelli ha raptado esta noche a la hija del profesor Cloche? Se han ido, se han fugado no se sabe adónde. ¡Menuda historia!
Ella se había incorporado en la almohada, con los ojos dilatados por la pena, y balbuceaba:
—¡Ay! Pobre duquesa… pobre mujer, qué lástima me da.
¡Desde hacía mucho, su corazón había comprendido a aquel corazón atormentado y apasionado! Padecía del mismo mal y lloraba las mismas lágrimas.
Pero volvió a decir:
—Oye, Will, ve a buscarme al señor Black. ¡Siento que me voy a morir si no viene!
Andermatt le tomó la mano y se la besó tiernamente:
—Vamos, Christiane, pequeña, sé razonable… tienes que comprender que…
Vio que tenía lágrimas en los ojos, y, volviéndose hacia el marqués, le propuso:
—Debería encargarse usted de esto, querido suegro. Yo no puedo. Black viene aquí todos los días a eso de la una a ver a la princesa de Maldeburgo. Párelo según pasa y hágalo entrar en la habitación de su hija. Puedes esperar una hora, ¿verdad, Christiane?
Ella consintió en esperar una hora, pero se negó a levantarse para almorzar con los hombres, que pasaron solos al comedor.
Paul ya había llegado. Andermatt, al verlo, exclamó:
—¡Hombre! Oiga, ¿qué es eso que me han contado hace un rato? ¿Qué se casa usted con Charlotte Oriol? ¿No será verdad?
El joven contestó a media voz, lanzando una mirada ansiosa a la puerta cerrada:
—¡Pues sí!
Como nadie lo sabía aún, los tres se quedaron mirándolo estupefactos.
William preguntó:
—¿Qué mosca le ha picado? ¡Casarse, con su fortuna! ¡Cargar con una mujer cuando las tiene todas! Y además, bueno, no es que la familia sea el colmo de la elegancia. ¡Eso se queda para Gontran, que está sin blanca!
Brétigny se echó a reír:
—Mi padre hizo fortuna en el negocio de la harina. Así que era molinero… al por mayor. Si lo hubiera conocido usted, también habría podido decir que no era el colmo de la elegancia. En cuanto a la joven…
Andermatt lo interrumpió:
—¡Ah! ¡Perfecta… deliciosa… perfecta… y… sabe… será tan rica como usted… si no más… eso se lo aseguro yo, se lo aseguro!…
Gontran susurraba:
—Sí, el matrimonio no le quita a uno de nada y cubre la retirada. Sólo que Paul ha hecho mal no avisándonos. ¿Cómo diablos ha sido el asunto, amigo mío?
Entonces, Paul lo contó todo, modificándolo un poco. Habló de sus dudas, que exageró, y de su súbita decisión cuando una palabra de la joven le había permitido creer que lo amaba. Contó la aparición inesperada del tío Oriol y la pelea, abultándola, las dudas del campesino acerca de su fortuna y el papel sellado que había sacado del armario.
Andermatt, llorando de risa, pegaba puñetazos en la mesa:
—¡Ah! ¡Así que le ha montado el número del papel sellado! ¡Ése lo inventé yo!
Pero Paul balbuceó ruborizándose levemente:
—Le ruego que no le dé aún la noticia a su mujer. Dada nuestra buena amistad, es más correcto que se lo anuncie en persona…
Gontran miraba a su amigo con una sonrisa extraña y alegre que parecía decir: «¡Esto está muy bien, muy bien! Así es como deben acabar las cosas, sin ruido, sin historias, sin dramas».
Propuso:
—Si te parece, Paul, vamos juntos después del almuerzo, cuando esté levantada y le comunicas tu decisión.
Los ojos de ambos se encontraron, fijos, colmados de pensamientos no formulados, luego se apartaron.
Y Paul contestó con indiferencia:
—Sí, encantado, ya volveremos a hablar luego de eso.
Entró un criado del hotel para avisar de que el doctor Black acababa de llegar a las habitaciones de la princesa; y el marqués salió al momento para pillarlo según pasaba.
Le expuso al médico la situación, el apuro de su yerno y el deseo de su hija, y se lo llevó sin que opusiera resistencia.
En cuanto aquel hombre bajito y cabezón hubo entrado en la habitación de Christiane, ésta dijo:
—Papá, déjanos.
Y el marqués se retiró. Entonces fue ella enumerándole sus preocupaciones, sus terrores, sus pesadillas, en voz baja y suave, como si estuviera confesándose. Y el médico la escuchaba como si fuera un sacerdote, abarcándola a ratos con la mirada de sus grandes ojos redondos; daba muestras de atención asintiendo levemente con la cabeza, murmurando un: «De acuerdo» que parecía querer decir: «Conozco su caso al dedillo y la curaré en cuanto quiera».
Cuando hubo acabado de hablar, empezó a su vez a hacerle preguntas sumamente minuciosas sobre su vida, sus hábitos, su régimen, su tratamiento. Ora parecía aprobar con un gesto, ora censuraba con un: «¡Vaya!» lleno de reservas. Cuando llegó al gran temor que tenía de que el niño estuviera mal colocado, se levantó y, con pudor eclesiástico, la rozó con las manos a través de las mantas, y luego declaró: «No, muy bien».