Mont Oriol (33 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Cada latido del corazón que le palpitaba en la garganta, que le zumbaba en las sienes, le decía esta palabra: Paul, Paul, Paul, interminablemente repetida. Se tapaba los oídos con las manos para dejar de oírla, metía la cabeza bajo las sábanas; pero entonces aquel nombre le sonaba en el fondo del pecho, con cada uno de los latidos del corazón que no podía aplacar. La enfermera, que se había despertado, le preguntó:

—¿Está peor, señora?

Christiane se volvió, con el rostro lleno de lágrimas, y murmuró:

—No, me había dormido y he tenido un sueño… Me he asustado.

Luego pidió que encendieran dos velas para dejar de ver el rayo de luna.

A eso del amanecer, sin embargo, se adormiló.

Llevaba dormitando unas cuantas horas cuando entró Andermatt, que venía con la señora Honorat. La gruesa señora, que enseguida se mostró muy campechana, se sentó a la cabecera de la parturienta, le tomó las manos, le hizo preguntas como si fuera un médico, y luego, satisfecha de las respuestas, declaró: «Bueno, bueno, todo va bien». Entonces, se quitó el sombrero, los guantes, el chal y, volviéndose hacia la enfermera, le dijo:

—Puede irse, hija. Venga cuando la llamemos.

Christiane, sublevada ya por el asco, le dijo a su marido:

—Déjame un poco a mi hija.

Lo mismo que la víspera, William trajo a la criatura besándola con ternura, y la puso en la almohada. Y, también lo mismo que la víspera, al sentir contra la mejilla, a través de la tela, el calor de aquel cuerpo desconocido, prisionero de los pañales, la invadió de repente una calma bienhechora.

De pronto, la niña se puso a gritar, lloraba con voz aguda y penetrante: «Quiere mamar», dijo Andermatt. Llamó y apareció el ama, una mujerona coloradota, con una boca de ogro llena de dientes grandes y brillantes que casi asustaron a Christiane. Y de la blusa abierta sacó un pesado pecho, blando y cargado de leche, como las ubres que cuelgan del vientre de las vacas. Y, cuando Christiane vio cómo su hija bebía de aquel odre de carne, sintió asco y un asomo de celos y le entraron ganas de cogerla, de recuperarla.

Ahora, la señora Honorat le estaba dando consejos al ama, que se fue llevándose a la niña.

También se fue Andermatt. Ambas mujeres quedaron solas.

Christiane no sabía cómo hablar de lo que le torturaba el alma, la asustaba mostrar excesiva emoción, perder la cabeza, llorar, traicionarse. Pero la señora Honorat se puso hablar por propia iniciativa, sin que le preguntase nada. Cuando hubo contado todos los chismorreos que corrían por el pueblo, habló de la familia Oriol:

—Son buena gente —decía—, muy buena gente. Si hubiera conocido a la madre… ¡Qué mujer tan honrada y tan animosa! Valía por diez, señora. Las niñas han salido a ella, desde luego.

Cuando iba a empezar a hablar de otro tema, Christiane dijo:

—¿Y usted a cuál de las dos prefiere, a Louise o a Charlotte?

—Bueno, yo prefiero a Louise, la de su hermano, es más formal, más modosa. ¡Es una mujer de orden! En cambio, mi marido prefiere a la otra. Los hombres, ya se sabe, tienen sus gustos, distintos de los nuestros.

Se calló. Christiane, cuyo valor iba mermando, balbuceó:

—Mi hermano veía a menudo a su prometida en casa de usted.

—¡Huy! Sí, señora, ya lo creo, todos los días. Todo se coció en mi casa, ¡todo! ¡Yo me hacía cargo y dejaba a los chiquillos que hablaran! Pero lo que de verdad me hizo ilusión fue ver que el señor Paul bebía los vientos por la pequeña.

Entonces Christiane, con voz casi ininteligible, preguntó:

—¿La quiere mucho?

—¿Si la quiere, señora? En los últimos tiempos, estaba que perdía el juicio. Y además, como el italiano, el que le ha robado la hija al doctor Cloche, mariposeaba un poco alrededor de la muchacha, digo yo que por ver, por tantear, ¡creí que iban a batirse en duelo! ¡Ay, si hubiera visto usted qué ojos ponía el señor Paul! ¡Y la miraba como si fuera la Santísima Virgen!… ¡Da gusto ver a alguien tan enamorado!

Entonces Christiane la interrogó sobre todo lo que había pasado en su presencia, sobre lo que habían dicho, lo que habían hecho, los paseos por el valle de Sans-Souci, donde tantas veces le había hablado Paul a ella de su amor. Le hacía preguntas inesperadas que sorprendían a la oronda dama, acerca de cosas que a nadie se le habrían ocurrido, pues no cesaba de comparar, recordaba mil detalles del año anterior, todas las exquisitas galanterías de Paul, sus atenciones, sus ingeniosos inventos para agradarla, todo aquel despliegue de encantadoras deferencias, de tiernas delicadezas que prueban en un hombre el imperioso deseo de seducir; y quería saber si había hecho todo aquello por la otra, si había vuelto a empezar aquel asedio de un alma con igual ardor, con igual ímpetu, con igual pasión irresistible.

Y cada vez que reconocía un hecho sin importancia, un detalle sin importancia, una de esas deliciosas naderías, una de esas turbadoras sorpresas que hacen latir el corazón, y que Paul le prodigaba cuando la amaba, Christiane, tendida en la cama, lanzaba un leve «¡Ah!» de sufrimiento.

Extrañada por aquella curiosa queja, la señora Honorat afirmaba con más bríos:

—Pues sí. Como se lo cuento, exactamente como se lo cuento. Nunca he visto hombre más enamorado que él.

—¿Le decía versos?

—Ya lo creo, señora, y bien bonitos.

Y, cuando ambas callaban, no se oía sino el canto monótono y suave del ama durmiendo a la niña en la habitación contigua.

Unos pasos se acercaban por el pasillo. Eran los señores Mas-Roussel y Latonne, que venían a ver a su enferma. La hallaron agitada, algo peor que la víspera.

Cuando se fueron, Andermatt abrió la puerta y dijo, sin entrar:

—Está aquí el doctor Black, que quiere verte. ¿Puede pasar?

Ella gritó incorporándose en la cama:

—¡No… no… no quiero… no…!

William se acercó estupefacto:

—Pero, oye… habría que… le debemos… deberías…

Tenía los ojos tan dilatados y la boca le temblaba tanto que parecía haberse vuelto loca. Repitió, con voz aguda, tan fuerte que debía de atravesar todas las paredes:

—¡No… no… nunca…! ¡Qué no vuelva nunca… oyes… nunca…! Y luego, sin saber ya lo que decía y señalando con el brazo tendido a la señora Honorat, que estaba de pie en medio de la habitación, chilló:

—¡Ni ella tampoco… échala… no quiero verla… échala…!

El entonces se abalanzó hacia su mujer, la tomó en sus brazos, le besó la frente:

—Christiane, pequeña, cálmate… ¿Qué te pasa?… ¡Vamos, cálmate!

Ella ya no podía hablar. Le corrían las lágrimas.

—Que se vayan todos —dijo—, y quédate solo conmigo.

Él corrió, trastornado, hacia la mujer del médico y, empujándola suavemente hacia la puerta, le rogó:

—Déjenos unos instantes, haga el favor. Es la fiebre, la fiebre puerperal. Voy a calmarla. La veré a usted dentro de un rato.

Cuando volvió hacia la cama, Christiane se había vuelto a echar y lloraba de forma incesante, sin sollozos, anonadada. Y, por primera vez en su vida, él también se echó a llorar.

La fiebre puerperal se declaró, efectivamente, durante la noche, y sobrevino el delirio.

Tras unas horas de suma agitación, la parturienta empezó a hablar de pronto.

El marqués y Andermatt, que habían querido quedarse a su lado y estaban jugando a las cartas, contando los puntos en voz baja, creyeron que los llamaba, se levantaron y se acercaron a la cama.

No los vio o no los reconoció. Muy pálida en la blanca almohada, con los rubios cabellos esparcidos por los hombros, miraba con los claros ojos azules el mundo ignoto, misterioso y fantástico en que viven los locos.

Las manos, extendidas sobre las sábanas, se le movían a veces con movimientos rápidos e involuntarios, con estremecimientos y sobresaltos.

Al principio, no parecía hablar con nadie, sino contar algo que estuviera viendo. Y lo que decía no tenía ilación, era incomprensible. Había una roca que le parecía demasiado alta para saltar. Tenía miedo de torcerse un tobillo, y además, no conocía lo suficiente al hombre que le tendía los brazos. Luego habló de perfumes. Parecía querer recordar frases olvidadas: «¿Hay algo más dulce?… Embriaga como el vino… El vino embriaga el pensamiento, pero el aroma embriaga el ensueño… Con el aroma se saborea la esencia misma, la esencia pura de las cosas y del mundo… se saborean las flores… los árboles… la hierba del campo… se ve hasta el alma de las mansiones antiguas adormecida en los viejos muebles, en las viejas alfombras y las viejas cortinas…».

Luego se le contrajo el rostro como si hubiera soportado un prolongado cansancio. Subía lenta y trabajosamente por una cuesta, y le decía a alguien: «¡Ay! ¡Vuelve a llevarme en brazos, te lo ruego, me voy a morir aquí! No puedo dar un paso más. ¡Llévame, como me llevabas por encima de la hoz! ¿Te acuerdas?… ¡Cuánto me querías!».

Luego dio un grito de angustia, una expresión de horror le pasó por los ojos. Veía ante sí un animal muerto y suplicaba que lo quitaran de allí sin hacerle daño.

El marqués le dijo en voz muy baja a su yerno:

—Se está acordando de un burro que nos encontramos volviendo de la Nugère.

Ahora le hablaba al animal muerto, lo consolaba, le contaba que ella también era muy desgraciada, mucho más desgraciada, porque la habían abandonado.

Luego, de repente, se negó a algo que le exigían. Gritaba: «¡Ay, no, eso no! ¡Ay! ¡Eres tú… tú… quien quiere hacerme tirar de ese carro…!».

Entonces empezó a jadear, como si, efectivamente, hubiera ido tirando de un carro. Lloraba, se quejaba, daba gritos, y siguió subiendo la cuesta, durante más de media hora, tirando sin duda, con unos esfuerzos terribles, del carro del burro.

Y alguien la golpeaba cruelmente, pues decía: «¡Ay! ¡Qué daño me haces! Por lo menos, deja de pegarme… andaré… pero deja de pegarme, te lo suplico… ¡Haré lo que quieras, pero deja de pegarme…!».

Luego, poco a poco, se le fue calmando la angustia y se limitó a divagar, más tranquila, hasta que se hizo de día. Entonces se adormiló y acabó por dormirse del todo. Cuando se despertó, a eso de las dos de la tarde, aún estaba ardiendo de fiebre, pero había recuperado la razón.

Hasta el día siguiente, sin embargo, siguió con el pensamiento embotado, algo indeciso, vago. Le costaba encontrar las palabras necesarias y se cansaba mucho buscándolas.

Pero, tras una noche de descanso, volvió a ser dueña de sí por completo.

No obstante, se sentía cambiada, como si aquella crisis le hubiera modificado el alma. Sufría menos y pensaba más. Los terribles acontecimientos, tan recientes, le parecían perdidos en un pasado ya remoto, y los miraba con una claridad de ideas que nunca le había iluminado la mente. Aquella luz que la había invadido de pronto, y que alumbra a algunos seres en ciertas horas de sufrimiento, le mostraba la vida, los hombres, las cosas, la tierra entera con todo lo que en ella existe como si nunca los hubiera visto.

Entonces, más incluso que la noche en que se había sentido tan sola en el mundo en su habitación al regresar del lago de Tazenat, se creyó totalmente abandonada en la vida. Comprendió que todos los hombres caminan, unos junto a otros, cruzando por los acontecimientos sin que jamás haya nada que una a dos seres de verdad. Sintió, debido a la traición de aquél en quien había puesto toda su confianza, que los demás, todos los demás, no volverían a ser ya para ella más que vecinos indiferentes en este viaje corto o largo, triste o alegre, según fueran los días por venir, que no se pueden adivinar. Comprendió que, incluso cuando estaba en brazos de aquel hombre, cuando había creído que se mezclaba con él, que penetraba en él, cuando había creído que sus carnes y sus almas no formaban ya más que una carne y un alma, sólo se había acercado hasta hacer que se tocaran las impenetrables envolturas en que la misteriosa naturaleza ha aislado y encerrado a los humanos. Vio con claridad que nadie ha podido ni podrá jamás romper esa invisible barrera que coloca a los seres, en la vida, tan lejos uno de otro como las estrellas del cielo.

Presintió el esfuerzo impotente, incesante desde los primeros días del mundo, el esfuerzo infatigable de los hombres por desgarrar la cáscara en que forcejea su alma, para siempre prisionera, para siempre solitaria, el esfuerzo de los brazos, de los labios, de los ojos, de las bocas, de la carne trémula y desnuda, el esfuerzo del amor que se agota en besos, el esfuerzo que lo único que consigue es dar la vida a otro ser abandonado.

Entonces, se apoderó de ella un deseo irresistible de volver a ver a su hija. Pidió que se la trajeran y, cuando lo hicieron, rogó que la desnudaran, pues aún no le conocía más que el rostro.

El ama deslió, pues, los pañales y dejó al descubierto un desvalido cuerpo de recién nacido, estremecido por los vagos movimientos que infunde la vida en esos esbozos de seres. Christiane lo tocó con mano tímida, temblorosa, luego quiso besar el vientre, la espalda, las piernas, los pies, y después lo miró, llena de extraños pensamientos.

Dos seres se habían visto, se habían amado con deliciosa exaltación; ¡y de su unión había nacido aquello! Allí estaban él y ella, mezclados hasta que aquella criatura muriera, allí volvían él y ella a vivir juntos, allí había un poco de él y un poco de ella, y algo más, algo desconocido que la haría diferente de ellos. Sería la repetición de ambos, en la forma del cuerpo y en la de la mente, en los rasgos, en los gestos, los ojos, los ademanes, los gustos, las pasiones, hasta en el sonido de la voz y la forma de caminar, y, sin embargo, ¡sería un ser nuevo!

¡Ahora, ellos estaban separados para siempre! Nunca más se confundirían sus miradas en uno de aquellos impulsos de ternura que hacen que la raza humana sea indestructible.

Y, estrechando a la niña contra el pecho, susurró: «¡Adiós, adiós!». Era a él a quien le decía «adiós» al oído de su hija, el adiós valiente y desconsolado de un alma orgullosa, el adiós de una mujer que va a seguir sufriendo mucho tiempo todavía, tal vez para siempre, pero que, al menos, sabrá ocultarles sus lágrimas a todos.

—¡Ajajá! —exclamaba William por la puerta entreabierta—. ¡Te he pillado! ¡Haz el favor de devolverme a mi hija!

Corriendo hacia la cama, cogió a la niña con manos curtidas ya en manejarla y, alzándola por encima de la cabeza, repetía:

—Buenos días, señorita Andermatt… buenos días, señorita Andermatt…

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