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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (16 page)

BOOK: Mont Oriol
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La ausencia de Andermatt se prolongaba. El señor Aubry-Pasteur hacía prospecciones. Dio con otros cuatro manantiales que le proporcionaban a la nueva Sociedad un volumen de agua dos veces mayor del que precisaba. La comarca entera, trastornada por aquellas investigaciones, por aquellos descubrimientos, por las importantes noticias que corrían, por las perspectivas de un espléndido porvenir, estaba bulliciosa y entusiasmada, no tenía ya más tema de conversación, no pensaba en nada más. Incluso el marqués y Gontran se pasaban los días junto a los obreros que sondeaban las venas del granito, y escuchaban con creciente interés las explicaciones y las lecciones del ingeniero acerca de la naturaleza geológica de Auvernia. Y Paul y Christiane se amaban con toda libertad, tranquilos, con absoluta seguridad, sin que nadie se ocupara de ellos, sin que nadie adivinara nada, sin que nadie pensara ni siquiera en espiarlos, pues toda la atención, toda la curiosidad, toda la pasión de la gente se hallaban absortas en el futuro balneario.

Christiane había hecho lo que un adolescente que se emborracha por vez primera. El primer vaso, el primer beso, la había abrasado, aturdido. Había bebido el segundo sin tardanza y le había parecido mucho mejor; y ahora se embriagaba sin mesura.

Desde la noche en que Paul había entrado en su cuarto, ya no sabía en absoluto qué estaba pasando en el mundo. El tiempo, las cosas, los seres habían dejado de existir para ella; sólo existía un hombre. No había ya, ni en la tierra ni en el cielo, más que un hombre, sólo un hombre, aquél al que amaba. Sus ojos sólo lo veían a él, su mente sólo pensaba en él, su esperanza sólo se refería a él. Vivía, cambiaba de lugar, comía, se vestía, parecía escuchar, y contestaba, sin comprender, sin saber lo que estaba haciendo. ¡No la embargaba inquietud alguna, pues ninguna desgracia habría podido alcanzarla! Se había vuelto insensible a todo. Ningún dolor físico podría haber hecho presa en su carne que sólo el amor podía estremecer. Ningún dolor moral podría haber hecho presa en su alma, paralizada por la dicha.

Él, por su parte, la amaba con el frenesí que ponía en todas sus pasiones, y ello exacerbaba hasta la locura la ternura de la joven. Con frecuencia, al caer la tarde, cuando sabía que el marqués y Gontran estaban en los manantiales, decía: «Vamos a ver nuestro cielo». Llamaba su cielo a un grupo de pinos que había crecido en la ladera, precisamente encima de la hoz. Subían hasta allí cruzando un bosquecillo, por un sendero empinado que le hacía perder el aliento a Christiane. Como tenían poco tiempo, andaban deprisa, y, para que se cansara menos, la llevaba en volandas, cogida por la cintura. Ella le ponía una mano en el hombro y se dejaba llevar, y, a veces, se le echaba al cuello y le ponía la boca en los labios. Según iban subiendo, el aire se hacía más estimulante. Y, al llegar al grupo de pinos, el olor de la resina los refrescaba como la brisa del mar.

Se sentaban bajo los sombríos árboles, ella en un montículo de hierba, él más abajo, a sus pies. El viento, por entre los tallos, cantaba ese suave canto de los pinos que se asemeja algo a un quejido; y la inmensa Limagne, de invisibles horizontes, sumida en las brumas, les daba una completa impresión de océano. ¡Sí, allá estaba el mar, ante ellos, allá lejos! ¡No podían dudarlo, pues su aliento les daba en el rostro!

La mimaba como a una niña:

—A ver esos dedos, que me los voy a comer, son mis caramelos.

Se los metía en la boca, uno tras otro, y parecía saborearlos con escalofríos golosos:

—¡Ay, qué ricos! Sobre todo el meñique. Nunca he probado nada más rico que el meñique.

Luego se ponía de rodillas, apoyaba los codos en las rodillas de Christiane y susurraba:

—Liana, míreme.

La llamaba Liana porque se enroscaba en él para besarlo, como una planta se abraza a un árbol.

—Míreme. Voy a meterme en su alma.

¡Y se miraban con esa mirada inmóvil, obstinada, que parece mezclar, efectivamente, entre sí a dos seres!

—No puede uno quererse bien más que perteneciéndose así —decía—; todas las demás cosas del amor son picardías.

Y cara a cara, fundiendo los alientos, se buscaban desesperadamente en la transparencia de las miradas.

Él murmuraba:

—La veo, Liana. ¡Veo su corazón adorado!

Ella contestaba:

—¡Yo también le veo el corazón, Paul!

Se veían ambos, en efecto, hasta lo hondo del alma y del corazón, pues no tenían en el alma ni en el corazón más que un rabioso impulso de amor recíproco.

Él decía:

—¡Liana, tiene los ojos como el cielo! ¡Azules, con tantos reflejos, con tanta claridad! ¡Me parece que veo pasar golondrinas por ellos! ¿Serán sus pensamientos?

Y, cuando se habían estado mirando así mucho, mucho rato, se acercaban más y se besaban despacio, brevemente, volviendo a mirarse entre beso y beso. A veces, la cogía en brazos y se la llevaba corriendo a lo largo del arroyo que fluía hacia la hoz de Enval antes de caer por ella. Era un valle estrecho donde alternaban praderas y bosques. Paul corría por la hierba y, a veces, alzando a la joven a pulso con las fuertes muñecas, gritaba: «Liana, vámonos volando». Y aquella necesidad de salir volando se la infundía, acuciante, incesante, dolorosa, el amor, su exaltado amor. Y en torno a ellos, todo agudizaba aquel deseo de sus almas, el liviano aire, un aire de pájaro, como decía él, y el amplio y azulado horizonte hacia el que habrían querido lanzarse los dos, cogidos de la mano, para desaparecer sobre el llano infinito cuando lo cubría la noche. Habrían querido irse así por el cielo brumoso del anochecer para no volver nunca. ¿Adónde habrían ido? No lo sabían, pero ¡qué hermoso sueño!

¡Cuándo estaba sin aliento por haber corrido llevándola así, la dejaba en una roca y se arrodillaba ante ella! Besándole los tobillos, la adoraba susurrándole palabras pueriles y tiernas.

Si se hubieran amado en una ciudad, es probable que su pasión hubiera sido diferente, más prudente, más sensual, menos aérea y menos novelesca. Pero allí, en aquella comarca verde cuyo horizonte daba mayor amplitud a los impulsos del alma, solos, sin nada que los distrajera, que atenuara su despierto instinto de amor, habían caído repentinamente en una ternura frenéticamente poética, toda éxtasis y locura. El paisaje que los rodeaba, el viento tibio, los bosques, el gustoso olor de aquel campo interpretaban para ellos, todo el día y toda la noche, la música de su amor; y aquella música los había sacado de sí hasta la demencia, igual que el sonido de las panderetas y de las flautas agudas impele a actos de salvaje locura al derviche que gira preso de una idea fija.

Una noche, cuando volvían a la hora de la cena, el marqués les dijo de pronto:

—Andermatt vuelve dentro de cuatro días. Ya están todos los negocios arreglados. Nosotros nos iremos al día siguiente de su llegada. Ya llevamos mucho aquí, no se deben prolongar demasiado las curas de aguas minerales.

Se quedaron tan sorprendidos como si les hubieran anunciado el fin del mundo; y ninguno de los dos dijo nada durante la cena, tan grande era el asombro con el que pensaban en lo que iba a suceder. Así pues, pasados unos días, estarían separados y no se verían ya con libertad. Les parecía tan imposible y tan extraño que no lo entendían.

Andermatt volvió, efectivamente, a finales de la semana. Había telegrafiado para que le mandaran dos landós al primer tren. Christiane, que no había dormido, presa de una emoción extraña y nueva, una especie de miedo a su marido, un miedo mezclado con ira, con inexplicado desprecio y con deseos de desafiarlo, se había levantado al amanecer y lo estaba esperando. Apareció en el primer coche, acompañado por tres caballeros bien vestidos pero de aspecto modesto. En el segundo landó iban otros cuatro, que parecían de condición algo inferior a los primeros. Al marqués y a Gontran los extrañó. Éste preguntó:

—¿Quiénes son ésos?

Andermatt contestó:

—Mis accionistas. Vamos a constituir la Sociedad hoy mismo y a nombrar en el acto el consejo de administración.

Besó a su mujer sin decirle nada y casi sin verla, tan absorto estaba, y volviéndose hacia los siete caballeros, que, respetuosos y mudos, estaban de pie tras él:

—Desayunen ustedes —dijo— y dense una vuelta. Nos encontraremos aquí a las doce.

Se fueron en silencio, como soldados que obedecen una orden, y subiendo de dos en dos la escalinata, entraron en el hotel. Gontran, que miraba cómo se iban, preguntó muy serio:

—¿De dónde ha sacado usted a sus comparsas?

El banquero sonrió:

—Son unos señores muy correctos, hombres de la bolsa, capitalistas.

Y, tras una pausa, añadió con una sonrisa más amplia:

—Que se ocupan de mis negocios.

Luego se fue a casa del notario para volver a leer los documentos que había enviado, redactados ya, unos días antes.

Se encontró allí con el doctor Latonne, con quien se había estado carteando, por cierto, y estuvieron mucho rato charlando en voz baja en un rincón de la notaría, mientras las plumas de los pasantes corrían por el papel con ruidito de insectos.

Quedaron a las dos para constituir la Sociedad.

Habían preparado el despacho del notario como para un concierto. Dos filas de sillas esperaban a los accionistas frente a la mesa a la que iba a sentarse el señor Alain, junto a su primer oficial. El señor Alain se había puesto el frac, en vista de la transcendencia del asunto. Era un hombre muy bajito, una bola de carne blanca que tartamudeaba.

Andermatt entró dando las dos, acompañado del marqués, de su cuñado y de Brétigny, y seguido por los siete señores a los que Gontran llamaba comparsas. Parecía un general. Acto seguido, apareció el tío Oriol con Coloso. Parecían inquietos, desconfiados, como lo están siempre los campesinos cuando tienen que firmar algo. El doctor Latonne llegó el último. Había hecho las paces con Andermatt gracias a una completa sumisión a la que habían precedido disculpas hábilmente presentadas tras las que se había puesto, sin reticencias ni restricciones, a su disposición.

Entonces, el banquero, notando que lo tenía cogido, le había prometido el envidiado puesto de inspector médico del nuevo balneario.

Cuando hubo entrado todo el mundo, reinó un gran silencio.

El notario habló: «Tomen asiento, señores». Dijo unas cuantas palabras más, que nadie oyó con el ruido de las sillas. Andermatt cogió un asiento y lo colocó de cara a su ejército, para tenerlos vigilados a todos; luego, cuando todo el mundo estuvo sentado, dijo:

—Señores, no es preciso que les explique por qué motivo nos hemos reunido aquí. Vamos a empezar por constituir la nueva Sociedad de la que ustedes han aceptado ser accionistas. Debo, sin embargo, comunicarles unos cuantos detalles que nos han causado ciertas dificultades. Antes que nada, he tenido que cerciorarme de que contaríamos con los preceptivos permisos para crear un nuevo establecimiento de utilidad pública. Me han asegurado que los conseguiremos. De lo que queda por hacer a este respecto, ya me encargo yo. Cuento con la palabra del ministro. Pero me detenía otra circunstancia. Señores, vamos a enfrentarnos con la antigua Sociedad de las aguas de Enval. De este enfrentamiento, saldremos victoriosos, victoriosos y ricos, pueden estar seguros de ello; pero, igual que los combatientes de antaño precisaban un grito de guerra, nosotros, combatientes de la moderna lucha, precisamos un nombre para nuestro balneario, un nombre sonoro, atractivo, adecuado para la propaganda, que suene como un clarín y entre por los ojos como un relámpago. Ahora bien, señores, estamos en Enval, y no podemos quitarle el nombre a la comarca. Nos quedaba un único recurso. Dar a nuestro balneario, y sólo a él, un nombre nuevo.

»Les propongo lo siguiente:

»Si bien es cierto que nuestra casa de baños está al pie del montículo que pertenece al señor Oriol, aquí presente, nuestro futuro casino estará en la cumbre de ese mismo montículo. Puede, pues, decirse que este montículo, este monte, pues de un monte se trata, de un monte pequeño, es el lugar en que nos establecemos, ya que ocupamos la parte de abajo y la de arriba. ¿No es, por lo tanto, natural que llamemos a nuestros baños los Baños de Mont-Oriol y que relacionemos con esta estación termal, que llegará a ser una de las más importantes del mundo entero, el nombre de su primitivo dueño? Demos al César lo que es del César.

»Y fíjense, señores, en que se trata de un nombre excelente. Se hablará del Mont-Oriol como se habla del Mont-Dore. Es pegadizo para la vista y el oído, se ve con claridad, se oye con claridad, se nos queda dentro: ¡Mont-Oriol! ¡Mont-Oriol! Los baños de Mont-Oriol…

Y Andermatt hacía retumbar el nombre, lo lanzaba como una pelota, escuchaba el eco que dejaba.

Siguió diciendo, como si fingiera una conversación:

—¿Va usted a los baños de Mont-Oriol?

—Sí, señora. Dicen que las aguas de Mont-Oriol son estupendas.

—Excelentes, desde luego. Y además, Mont-Oriol es una región agradabilísima.

Y sonreía, parecía que estaba manteniendo una charla, cambiaba de voz para indicar que hablaba la señora, saludaba con la mano al hacer de señor.

Luego siguió diciendo con su voz:

—¿Alguien tiene alguna objeción qué hacer?

Los accionistas contestaron a coro: «No, ninguna».

Tres de los comparsas aplaudieron.

El tío Oriol, emocionado, halagado, seducido, tocado en su orgullo íntimo de campesino nuevo rico, sonreía dándole vueltas al sombrero entre las manos, y decía, a pesar suyo, que sí con la cabeza, un «sí» que daba fe de su júbilo y que Andermatt observaba haciendo como que no lo miraba.

Coloso permanecía impasible, pero estaba tan contento como su padre.

Entonces Andermatt le dijo al notario:

—Tenga la bondad de leer el acta de constitución de la Sociedad, señor Alain.

Y se sentó.

Y el notario le dijo al primer oficial: «Empiece, Marinet».

Marinet, un pobre hombre enteco, carraspeó y, con entonación de predicador y pretensiones declamatorias, comenzó a enumerar los estatutos relacionados con la constitución de una sociedad anónima llamada Sociedad del Balneario de Mont-Oriol, sita en Enval, con un capital de dos millones.

Y el tío Oriol lo interrumpió:

—Un momento, un momento —dijo.

Y se sacó del bolsillo un cuaderno de pringosas hojas, que había estado paseando desde hacía ocho días por todos los notarios y todos los hombres de negocios de la provincia. Era la copia de los estatutos, que su hijo y él, por cierto, empezaban a saberse de memoria.

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