Pero el viejo, sin inmutarse, repetía con vocecilla chillona que se oía pese a las vociferaciones de los dos hombres:
—Me han matado,
sheñoresh
, me han matado con
shu
agua. Me bañaron a la fuerza el año
pashado
. ¡Y miren cómo
eshtoy
ahora, miren cómo
eshtoy
!
Andermatt impuso silencio a todo el mundo, e inclinándose hacia el inválido, le dijo mirándolo a los ojos:
—Si está usted peor, la culpa es suya, ¿se entera? Pero si me hace caso, yo le garantizo que se curará con quince o veinte baños como mucho. Venga a verme dentro de una hora al balneario, cuando se haya ido todo el mundo, y lo arreglaremos, abuelo. Mientras tanto, a callar.
El viejo había entendido. Dejó de hablar y luego, tras un silencio, contestó:
—Por intentarlo, que no quede.
Veremosh
.
Andermatt tomó del brazo a los dos Oriol y se los llevó a toda prisa, mientras que el tío Clovis se quedaba tumbado en la hierba entre sus dos muletas, al borde de la carretera, guiñando los ojos bajo el sol.
La muchedumbre, intrigada, se apiñaba a su alrededor. Unos señores le hacían preguntas; pero él ya no contestaba, como si no oyera o no entendiera; y, cuando se hartó de aquella curiosidad, ahora inútil, se puso a cantar a voz en cuello, con voz tan desafinada como chillona, una interminable e incomprensible canción en el dialecto de la región.
Y la muchedumbre fue dispersándose poco a poco. Sólo unos cuantos niños permanecieron un buen rato ante él, contemplándolo con el dedo en la nariz.
Christiane, rendida, se había retirado a descansar; Paul y Gontran se paseaban por el nuevo parque, entre los visitantes. De repente, vieron a la compañía de actores, que también había abandonado el antiguo Casino para ligarse a la naciente fortuna del nuevo.
La señorita Odelin, que se había vuelto muy elegante, paseaba del brazo de su madre, que ahora se daba mucha importancia. El señor Petitnivelle, del Vaudeville, parecía muy solícito con las damas, a las que seguía el señor Lapalme, del Gran Teatro de Burdeos, conversando con los músicos, que eran los de siempre, el maestro Saint-Landri, el pianista Javel, el flautista Noirot y el contrabajista Nicordi.
Al ver a Paul y a Gontran, Saint-Landri corrió hacia ellos. Durante el invierno le había puesto música a una obrita, y ésta se había representado en un diminuto teatro muy poco céntrico; pero los periodistas no la habían puesto mal, y, ahora, trataba con desdén a los señores Massenet, Reyer y Gounod.
Tendió ambas manos con impulso benevolente y contó en el acto la discusión que había tenido con los músicos de la orquesta que dirigía:
—Sí, querido amigo, los compositores de melopeas de la vieja escuela están más que acabados. La época de los que escribían melodías está completamente pasada de moda. Eso es lo que no se quiere entender.
»La música es un arte nuevo. Las melodías no son más que el balbuceo de la música. Los oídos ignorantes sienten preferencia por las cantinelas, igual que los niños y los salvajes. Añadiré que a los oídos del pueblo o del público ingenuo, a los oídos simples, siempre les agradarán las cancioncillas, las coplas, vamos. Los divierten, como se divierten los parroquianos de los cafés concierto.
»Voy a hacer una comparación para que se me entienda bien. La mirada del patán disfruta con los colores fuertes y los cuadros chillones, la mirada del burgués culto, pero no artista, disfruta con los matices gratos y pedantes y con los temas que enternecen; pero la mirada del artista, la mirada exquisita, gusta, comprende, distingue las imperceptibles modulaciones de un mismo tono, los acordes misteriosos de los matices que los demás no ven.
»Lo mismo ocurre con la literatura: a los porteros les gustan las novelas de aventuras, a los burgueses las novelas que los conmueven, y a quienes son verdaderamente cultos sólo les gustan los libros con arte, incomprensibles para los demás.
»Cuando un burgués me habla de música, me dan ganas de matarlo. Y, cuando es en la ópera, le pregunto: "¿Es usted capaz de decirme si el tercer violín ha desafinado en la obertura del tercer acto? —No. —Entonces cállese". No tiene usted oído. El hombre que, en una orquesta, no oye a un tiempo el conjunto y todos los instrumentos por separado no tiene oído y no es músico. ¡Eso es todo! ¡No hay más que hablar!».
Giró sobre un talón y siguió diciendo:
—Para un artista, toda la música está en un acorde. ¡Ay, querido amigo, algunos acordes me enloquecen, me impregnan el cuerpo entero de una oleada de felicidad indecible! Ahora tengo el oído tan ejercitado, tan acostumbrado, tan maduro, que llego a gustar hasta de determinados acordes desafinados, como un buen conocedor cuya madurez de gusto alcanza la depravación. Estoy empezando a convertirme en un ser corrompido que persigue las sensaciones extremas del oído. ¡Sí, amigos míos, algunas notas desafinadas proporcionan un placer…! ¡Qué perverso y profundo placer! ¡Cómo turban, cómo fustigan los nervios, cómo rascan el oído, cómo rascan…! ¡Cómo rascan…!
Se frotaba las manos con arrobamiento, y canturreó:
—Ya escucharán mi ópera, mi ópera, mi ópera. Ya escucharán mi ópera.
Gontran dijo:
—¿Está usted escribiendo una ópera?
—Sí, estoy acabándola.
Pero las voces de mando de Petrus Martel resonaban:
—¿Me ha entendido bien? ¡Quedamos en que cuando vea el cohete amarillo empieza!
Estaba dando órdenes para los fuegos artificiales. Se reunieron con él y explicó qué disposiciones había tomado, indicando con el brazo tendido, como si amenazara a una flota enemiga, unas estacas de madera blanca que había en la montaña, más arriba de la hoz, al otro lado del valle.
—Allí es donde los van a quemar. Le estaba diciendo al artificiero que estuviera en su puesto a partir de las ocho y media. En cuanto acabe la función, le daré la señal desde aquí con un cohete amarillo, y entonces encenderá la primera traca.
Apareció el marqués:
—Voy a beber un vaso de agua —dijo.
Paul y Gontran lo acompañaron y volvieron a bajar la colina. Al llegar al balneario, vieron al tío Clovis que entraba en él, sostenido por los dos Oriol, seguido de Andermatt y del doctor; cada vez que le arrastraban las piernas por el suelo, se retorcía de dolor.
—Vamos a entrar —dijo Gontran—, seguro que resulta divertido.
Sentaron al inválido en un sillón, y a continuación Andermatt le dijo:
—Esto es lo que le propongo, so granuja. Va usted a curarse inmediatamente tomando dos baños diarios. Y le daré doscientos francos en cuanto ande…
El paralítico empezó a quejarse:
—
Esh
que mire
ushted
, caballero, tengo
lash piernash
como de hierro.
Andermatt lo hizo callar y siguió diciendo:
—Atienda… Le daré doscientos francos más todos los años mientras viva… ¿me oye?… mientras viva, si sigue notando el saludable efecto de nuestras aguas.
El viejo se quedó pensativo. La curación permanente iba en contra de todos sus planes de existencia.
Dijo titubeante:
—Pero, cuando… cuando
eshté
cerrado el
shitio eshte
… si me vuelve a dar… yo… qué le voy a hacer… porque
eshtarán cerradash… eshtash aguash de ushtedesh
…
El doctor Latonne lo interrumpió; y, volviéndose hacia Andermatt, dijo:
—¡Perfecto…! ¡Perfecto…! Lo curaremos todos los años, vale más; así se demostrará la necesidad del tratamiento anual, se demostrará que es indispensable volver. ¡Perfecto, de acuerdo! Pero el viejo repetía de nuevo:
—
Eshta
vez no va a
reshultar
fácil,
caballerosh
. Tengo
lash piemash
como de hierro, como
barrash
de hierro…
En la mente del doctor estaba germinando una idea nueva:
—Si le diera unas cuantas sesiones de marcha sentada —dijo—, se aceleraría el efecto de las aguas. Hay que intentarlo.
—Muy bien pensado —contestó Andermatt, quien añadió—: Ahora, tío Clovis, váyase y no se olvide de lo acordado.
El viejo se fue, sin dejar de quejarse; y, como estaba cayendo la tarde, todos los administradores de Mont-Oriol se fueron a cenar, pues la función teatral estaba anunciada para las siete y media.
Se celebraba en la gran sala del nuevo Casino, donde cabían mil personas.
A partir de las siete, se fueron presentando los espectadores que no tenían asientos numerados.
A las siete y media la sala estaba llena y se alzó el telón para dar paso a un
vaudeville
en dos actos que precedía a la opereta de Saint-Landri, interpretada por cantantes que Vichy había cedido para el acontecimiento.
A Christiane, en primera fila entre su padre y su marido, la afectaba mucho el calor.
No dejaba de decir:
—¡No puedo más! ¡No puedo más!
Después del
vaudeville
, cuando empezó la opereta, estuvo a punto de sufrir una indisposición, y, volviéndose a su marido:
—Querido Will —dijo—, no voy a tener más remedio que salirme. ¡Me ahogo!
Para el banquero era una contrariedad. Tenía sumo empeño en que la fiesta fuera un éxito de principio a fin, sin ningún tropiezo. Contestó:
—Intenta aguantar todo lo que puedas, te lo ruego. Si te fueras, lo echarías todo a perder. Tendrías que atravesar toda la sala.
Pero Gontran, que estaba sentado detrás de ella con Paul, lo había oído todo. Se inclinó hacia su hermana:
—¿Tienes mucho calor? —dijo.
—Sí, estoy asfixiada.
—Bueno. Espera. Ya verás qué risa.
Cerca, había una ventana. Se deslizó hacia ella, se subió a una silla y saltó fuera sin que casi nadie se diera cuenta.
Luego entró en el café completamente vacío, metió la mano debajo del mostrador donde había visto a Petrus Martel esconder el cohete de la señal, se apoderó de él, corrió a esconderse en un macizo y, a continuación, lo encendió.
El raudo cohete amarillo echó a volar hacia las nubes describiendo una curva y lanzando a través del cielo una prolongada lluvia de gotas de fuego.
Casi en el acto estalló una formidable detonación en la montaña vecina y se diseminó por la oscuridad un haz de estrellas.
Alguien gritó en la sala de espectáculos, donde vibraban los acordes de Saint-Landri:
—¡Han empezado los fuegos artificiales!
Los espectadores más cercanos a las puertas se levantaron bruscamente para ver si era verdad y salieron con paso rápido. Todos los demás volvieron los ojos hacia las ventanas, pero no vieron nada, pues éstas daban a la Limagne.
La gente preguntaba:
—¿Es verdad? ¿Es verdad?
La impaciente muchedumbre bullía, ávida sobre todo de diversiones sencillas.
Una voz anunció desde fuera:
—Es verdad, han empezado.
Entonces, en un santiamén, toda la sala de puso en pie. La gente se abalanzaba hacia las puertas, se atropellaba, decía a voces a quienes obstruían la salida: «¡Dense prisa, vamos, dense prisa!».
No tardó todo el mundo en estar en el parque. Sólo Saint-Landri, exasperado, seguía marcando el compás ante una orquesta distraída. Y allá lejos, las girándulas sucedían a las candelas romanas, entre detonaciones.
De repente, un vozarrón gritó por tres veces con furia: «¡Paren, voto a bríos! ¡Paren, voto a bríos! ¡Paren, voto a bríos!».
Y, al encenderse en ese momento en el monte unas enormes bengalas que iluminaban, de rojo a la derecha, de azul a la izquierda, las grandes peñas y los árboles, la gente vio, de pie en uno de los jarrones de mármol de imitación que decoraban la terraza del Casino, a Petrus Martel desesperado, sin sombrero, con los brazos en alto, gesticulando y vociferando.
Luego, al apagarse la gran claridad, ya nadie vio nada a no ser las estrellas de verdad. Pero al instante prendieron otro castillo, y Petrus Martel, bajando de un salto, exclamó: «¡Qué desastre! ¡Qué desastre! ¡Dios mío, qué desastre!».
Y pasaba por entre la muchedumbre haciendo gestos trágicos, dando puñetazos al vacío, pataleando de rabia, sin dejar de repetir: «¡Qué desastre, Dios mío, qué desastre!».
Christiane se había cogido del brazo de Paul para ir a sentarse al aire libre, y miraba encantada los cohetes que subían por los aires.
Su hermano llegó de repente y dijo:
—¿Verdad que lo he hecho muy bien? ¿A que tiene gracia?
Ella murmuró:
—¿Cómo? ¿Has sido tú?…
—Pues claro que he sido yo. Ésta sí que es buena, ¿eh?
Ella se echó a reír, pues, efectivamente, le hacía mucha gracia. Pero ya llegaba Andermatt desconsolado. No comprendía a quién podía habérsele ocurrido aquella jugarreta. Alguien había robado el cohete de debajo del mostrador para hacer la señal convenida. ¡Semejante infamia no podía venir más que de un emisario de la antigua Sociedad, de un agente del doctor Bonnefille!
Y repetía:
—Es desolador, francamente desolador. ¡Ahí tienen dos mil trescientos francos de fuegos artificiales despilfarrados, totalmente despilfarrados!
Gontran replicó:
—No, querido cuñado, haciendo bien las cuentas, las pérdidas no se elevan más que a la cuarta, digamos a la tercera parte, si quiere; es decir, a setecientos sesenta y seis francos. Sus invitados habrán disfrutado, por lo tanto, de mil quinientos treinta y cuatro francos de cohetes. La verdad, no está mal.
La rabia del banquero se volvió contra su cuñado. Lo tomó bruscamente del brazo y le dijo:
—Con usted tengo que hablar en serio. Puesto que está aquí, vamos a dar una vuelta por los paseos. No nos llevará más de cinco minutos, además.
Volviéndose a continuación hacia Christiane, le dijo:
—La dejo al cuidado de nuestro amigo Brétigny, querida; pero no se quede mucho rato al aire libre, cuídese. Podría coger frío, ya sabe. ¡Tenga cuidado, tenga cuidado!
Ella contestó:
—No se preocupe, amigo mío.
Y Andermatt se llevó a Gontran.
En cuanto estuvieron a solas, algo alejados de la multitud, el banquero se detuvo.
—De lo que quiero hablarle, querido cuñado, es de su situación financiera.
—¿De mi situación financiera?
—¡Sí! ¿Conoce usted su situación financiera?
—No. Pero usted sí que debe de conocerla, puesto que me presta dinero.
—¡Pues sí, yo sí que la conozco! Y por eso le hablo de ella.