Oriol y su hijo, de pie, contemplaban al vagabundo, que estaba a remojo en el hoyo, sentado en una piedra y con el agua por la barbilla. Parecía un hombre sometido a un tormento de antaño, condenado por algún insólito crimen de brujería; y no había soltado las muletas, que se estaban bañando a su lado.
Andermatt, encantado, repetía:
—¡Bravo! ¡Bravo! He aquí un ejemplo que debería seguir toda la gente de la comarca que padece algún dolor.
Y, agachándose hacia el buen hombre, le gritó, como si éste fuera sordo:
—¿Está usted a gusto?
El otro, que parecía completamente atontado por aquella agua abrasadora, contestó:
—Me parece que me
eshtoy
derritiendo.
Rediósh
, y qué caliente
eshtá
.
Pero el tío Oriol declaró:
—Contra
másh
caliente, mejor te
shentará
.
Una voz dijo a espaldas del marqués:
—Pero ¿qué es esto?
Y el señor Aubry-Pasteur, resoplando como siempre, se detuvo, de vuelta de su cotidiano paseo.
Entonces Andermatt explicó su proyecto de curación.
Entretanto, el viejo repetía:
—¡
Rediósh
, y qué caliente
eshtá
!
Y quería salir, pedía que lo ayudaran y lo sacaran de allí.
El banquero acabó por calmarlo prometiéndole veinte céntimos más por baño.
La gente hacía corro en torno al hoyo, donde flotaban los grisáceos andrajos que cubrían aquel viejo cuerpo.
Una voz dijo:
—¡Menudo caldo! No sería yo quien mojara sopas en él.
Otra prosiguió:
—Tampoco la carne parece muy apetitosa.
Pero el marqués se fijó en que las burbujas de ácido carbónico parecían más abundantes, mayores y más rápidas en aquel nuevo manantial que en el de los baños.
Cubrían los harapos del vagabundo y subían a la superficie tan abundantes que parecían cruzar el agua innumerables cadenillas, rosarios infinitos de minúsculos diamantes redondos, claros como brillantes a pleno sol, al aire libre.
Entonces Aubry-Pasteur se echó a reír y dijo:
—Pardiez, es que miren lo que hacen en el balneario. Ya saben que a un manantial se lo atrapa, como a un pájaro, en una especie de trampa, o, mejor dicho, una campana. Eso es lo que se llama captarlo. Y el año pasado sucedió lo siguiente en el manantial que nutre los baños: el ácido carbónico, al ser más liviano que el agua, se almacenaba en la parte superior de la campana y, cuando se acumulaba en exceso, se metía por las cañerías, subía demasiada cantidad de él hasta las bañeras, llenaba las cabinas y asfixiaba a los pacientes. En dos meses, hubo tres accidentes. Entonces volvieron a consultarme, e inventé un aparato muy sencillo, formado por dos tubos que traían por separado el líquido y el gas de la campana, para volver a mezclarlos acto seguido bajo la bañera y devolverle de este modo al agua su estado normal, evitando el exceso peligroso de ácido carbónico. ¡Pero mi aparato habría costado unos mil francos! Así que ¿saben ustedes lo que hizo el carcelero? Les apuesto lo que quieran a que no lo adivinan. Un agujero en la campana para librarse del gas, que, como es natural, salió volando. De forma tal que les están vendiendo a ustedes baños agrios sin ácido o, al menos, con tan poco ácido que ya no vale para gran cosa. Mientras que ¡fíjense aquí!
¡Todo el mundo estaba indignado! Ya no se reía nadie, y todo el mundo contemplaba con envidia al paralítico. Cada uno de los bañistas habría cogido gustosamente un pico para cavarse otro hoyo al lado del hoyo del vagabundo.
En ésas, Andermatt cogió del brazo al ingeniero y se alejaron charlando. De vez en cuando, Aubry-Pasteur se paraba, parecía trazar una línea con el bastón, indicaba determinados puntos. Y el banquero tomaba notas en una libretita.
Christiane y Paul Brétigny habían trabado conversación. Él le estaba contando su viaje por Auvernia, lo que había visto, lo que había sentido. Amaba el campo con esos instintos ardientes donde siempre afloraba la condición animal. Lo amaba con una sensualidad exacerbada, le hacía vibrar los nervios y las entrañas.
Decía:
—A mí, señora, me da la impresión de que me han abierto y de que todo entra en mí, todo me atraviesa, me hace llorar o crujir los dientes. Fíjese, cuando miro esa pendiente que tenemos delante, esa gran hondonada verde, esa aglomeración de árboles que sube montaña arriba, se me mete todo el bosque por los ojos, me llega hasta dentro, me invade, me corre por las venas. Y también me da la impresión de que me lo como, de que me llena el vientre. ¡Me vuelvo bosque!
Se reía al decirlo, abría de par en par los grandes ojos redondos, para mirar ya el bosque ya a Christiane; y ella, sorprendida y atónita, pero impresionable, sentía que aquella mirada ávida y dilatada la devoraba también a ella, igual que al bosque.
Paul siguió diciendo:
—Y si supiera usted cuánto disfruto gracias a mi olfato. Me bebo este aire, me emborracho con él. Me da la vida, y soy capaz de oler todo lo que lleva dentro, todo, todo en absoluto. Mire, se lo voy a contar. Antes que nada, ¿ha notado, desde que está aquí, un olor delicioso, que no se puede comparar a ningún otro olor, tan fino, tan liviano que parece casi… cómo diría yo… un olor inmaterial? Está en todas partes, no se puede captar en ninguna parte, no hay forma de descubrir de dónde sale. Nunca, nunca me había turbado el corazón nada tan… divino… ¡Pues es el olor de la viña en flor! Cuatro días me ha costado descubrirlo. ¿Y acaso no resulta delicioso, señora, pensar que la viña, que nos da el vino, el vino que sólo pueden comprender y saborear las mentes superiores, nos proporciona también el más delicado y turbador de los aromas, que sólo puede descubrir la sensualidad más refinada? Y a continuación, ¿reconoce usted el poderoso olor de los castaños, el dulce sabor de las acacias, las plantas aromáticas de la montaña, y la hierba, la hierba que huele tan, tan bien sin que nadie lo sospeche?
Christiane escuchaba estupefacta todo aquello, no porque fuese nada sorprendente sino porque le parecía tan diferente de lo que oía a su alrededor todos los días que la mente se le quedaba sobrecogida, emocionada, turbada.
Él seguía hablando con aquella voz algo sorda, pero cálida.
—Y después, fíjese bien, ¿no reconoce también, por el aire, por las carreteras, cuando hace calor, como un ligero sabor a vainilla? ¿A que sí? Pues es… es… pero no me atrevo a decírselo.
Ahora se reía a carcajadas; y, de pronto, alargando la mano, dijo: «¡Mire usted!».
Se acercaba una fila de carros cargados de heno; tiraban de ellos parejas de vacas. Los calmosos animales, con el testuz agachado, con la cabeza inclinada por el yugo, con los cuernos atados a la madera, caminaban trabajosamente; y bajo la piel, alzándosela, se veía el movimiento de los huesos de las patas. Delante de cada yunta iba un hombre en mangas de camisa, con chaleco y sombrero negros, con una vara en la mano, dirigiendo la marcha de los animales. De vez en cuando, se volvía, y, sin golpearla nunca, le tocaba la paletilla o la frente a una de las vacas, que guiñaba los grandes ojos de mirada vaga y obedecía a aquel gesto.
Christiane y Paul se echaron a un lado para dejarlos pasar.
Él le dijo:
—¿Lo huele usted?
Ella respondió con asombro:
—Sí, ¿y qué? Huele a establo.
—Efectivamente, huele a establo. Y todas estas vacas que recorren los caminos, porque no hay caballos en esta comarca, van sembrando por las carreteras ese olor a establo que, mezclado con el fino polvo, le da al viento un sabor a vainilla. Christiane, con un poco de asco, susurró:
—¡Ah!
Él prosiguió:
—Permítame que, ahora, haga un análisis como si fuera farmacéutico. En cualquier caso, estamos, señora, en la comarca más seductora, más dulce, más tranquilizadora que jamás me haya sido dado ver. Un país de la edad de oro. ¡Y la Limagne, ay, la Limagne! Pero no quiero hablarle de ella, quiero enseñársela. ¡Ya verá usted!
El marqués y Gontran se reunieron con ellos. El marqués tomó del brazo a su hija y, según la hacía dar media vuelta y volver sobre sus pasos para ir a almorzar, dijo:
—Escuchen, hijos, esto los afecta a los tres. William, que cuando se le ocurre una idea se pone como loco, ya no sueña más que con la ciudad que pretende construir, y quiere conquistarse a la familia Oriol. Así que desea que Christiane trabe conocimiento con las jovencitas para ver si son presentables. Pero el padre no debe percatarse de nuestra artimaña. Así que se me ha ocurrido una idea: organizar una fiesta de caridad. Tú, hija, vas a ir a ver al cura; buscaréis juntos a dos de sus feligresas que puedan postular contigo. Ya te habrás dado cuenta de quiénes son las que tienes que hacerle escoger; pero él las invitará bajo su responsabilidad. Y ustedes, muchachos, van a preparar una tómbola en el Casino, con ayuda de Petrus Martel, de su compañía y de su orquesta. Y, si las hijas de Oriol son simpáticas, como dicen que las educaron muy bien en el convento, Christiane se las ganará.
Christiane estuvo ocho días dedicada en cuerpo y alma a preparar la fiesta. Como estaba previsto, al cura, de entre todas sus feligresas, las únicas que le habían parecido dignas de postular con la hija del marqués de Ravenel habían sido las hijas de Oriol. Encantado de estar en candelero, se había encargado de todas las gestiones, lo había organizado todo, lo había dispuesto todo y había invitado personalmente a las muchachas como si fuera cosa suya.
El concejo estaba en plena ebullición. Y los melancólicos bañistas, que habían encontrado un nuevo tema de conversación, colmaban las mesas redondas de los hoteles de predicciones varias relacionadas con las presumibles recaudaciones de los dos festejos, el religioso y el profano.
El día empezó bien. Hacía un admirable tiempo estival, cálido y despejado, resplandeciente en el llano y delicioso bajo los árboles del pueblo.
La misa era a las nueve, una misa cantada rápida. Christiane, que había llegado con adelanto para echarle un vistazo a la decoración de la iglesia, adornada con guirnaldas de flores enviadas desde Royat y Clermont-Ferrand, oyó pisadas a su espalda: el párroco, el padre Litre, iba detrás de ella en compañía de las hijas de Oriol, y se las presentó. Christiane invitó acto seguido a las muchachas a almorzar. Éstas aceptaron ruborizadas y saludando con una reverencia.
Los fieles empezaban ya a llegar.
Se sentaron las tres en tres sillas preferentes que habían dispuesto para ellas al lado del coro, enfrente de otras tres donde estaban tres muchachos con los trajes de los domingos: el hijo del alcalde, el del teniente de alcalde y el de un concejal, escogidos para acompañar a las postulantes y para halagar a las autoridades locales.
Y todo transcurrió a las mil maravillas.
La misa duró poco. Se recogieron en la colecta ciento diez francos, que, unidos a los quinientos de Andermatt, a los cincuenta del marqués y a los cien de Paul Brétigny, sumaban setecientos sesenta, cosa nunca vista en el concejo de Enval.
Luego, tras la ceremonia, condujeron a las hijas de Oriol al hotel. Parecían algo intimidadas, pero no incómodas, y, si hablaban poco, era más por modestia que por temor. Almorzaron en la mesa redonda y agradaron a los hombres, a todos los hombres.
La mayor era más seria, la pequeña, más vivaz; la mayor, más como Dios manda, en el sentido acostumbrado de la expresión, la pequeña, con más encanto; pero se parecían, sin embargo, tanto como pueden parecerse dos hermanas.
Nada más acabar el almuerzo, todo el mundo fue al Casino para asistir a la rifa de la tómbola, que estaba prevista para las dos.
El parque, invadido ya por los bañistas, que se mezclaban con los campesinos, parecía una verbena.
En el quiosco chino, los músicos estaban tocando una sinfonía campesina que había compuesto el propio Saint-Landri. Paul, que iba con Christiane, se detuvo:
—Anda —dijo—, es bonita esta pieza. Tiene talento ese muchacho. Si la tocara una orquesta, sería de mucho efecto.
Luego preguntó:
—¿Le gusta la música, señora?
—Mucho.
—A mí me destroza. Cuando oigo una obra que me gusta, al principio, me parece que los primeros sonidos me despellejan, me funden la piel, me la disuelven, y me dejan como en carne viva, a merced del primer tañido de cada instrumento. Porque es con mis nervios con lo que toca la orquesta, con mis nervios al desnudo, estremecidos, que se sobresaltan a cada nota. Yo la música no la oigo sólo con los oídos, sino con toda la sensibilidad del cuerpo, vibrando de pies a cabeza. No hay nada que me proporcione igual satisfacción, o, mejor dicho, igual felicidad.
Ella dijo sonriente:
—¡Con qué fuerza siente usted!
—¡Pardiez! ¿De qué serviría estar vivo si no se sintiera con fuerza? No me dan ninguna envidia las personas que tienen en el corazón una concha de tortuga o un piel de hipopótamo. Sólo son dichosos aquéllos a quienes hacen sufrir las sensaciones, los que las reciben como impactos y las saborean como golosinas. Porque todas las emociones tenemos que razonarlas, sean alegres o tristes, tenemos que hartarnos de ellas, embriagarnos de ellas hasta alcanzar la felicidad más aguda o la desesperación más dolorosa.
Ella alzó la vista para mirarlo, algo sorprendida, igual que lo estaba desde hacía ocho días por todo lo que decía él.
Pues aquel nuevo amigo, ya que se había convertido en un amigo enseguida, a pesar del rechazo de las primeras horas, llevaba ocho días alterándole continuamente la tranquilidad del alma, y se la revolvía como se revuelve un estanque al tirar piedras dentro. Tiraba piedras, piedras muy grandes, dentro de aquella mente aún no despierta del todo.
El padre de Christiane, igual que todos los padres, la había tratado siempre como a una niña a quien no se le debe hablar de casi nada; su hermano la hacía reír, pero no la hacía pensar; a su marido no se le pasaba por las mientes que hubiera que tener conversación alguna con la esposa, fuera de lo relativo a la vida en común; y ella había vivido hasta aquel momento en un entumecimiento satisfecho y dulce del espíritu.
Aquel recién llegado le abría la inteligencia a golpes de ideas que parecían hachazos. Pertenecía, por otra parte, a esa clase de hombres que gustan a las mujeres, a todas la mujeres, debido a su misma forma de ser, a la vibrante intensidad de sus emociones. Sabía hablarles, decírselo todo, y les hacía comprender todo. Incapaz de un esfuerzo continuo, pero de extremada inteligencia, de amores y odios siempre apasionados, hablaba de todo con la ingenua fogosidad de un hombre frenéticamente convencido, tan voluble como entusiasta, y poseía en exceso ese temperamento propiamente femenino, su credulidad, su encanto, su movilidad, su nerviosismo, unido a la inteligencia superior, activa, abierta y penetrante de un hombre.