Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (17 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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La situación política que había dejado la muerte de Sancho, el gordo, era realmente delicada. Recordemos. Había dos herederos. Uno, Ramiro, el hijo de Sancho, era menor de edad; el otro, Bermudo, hijo de Ordoño III, sólo tenía el apoyo de los condes gallegos. La mayoría de los poderes del reino apostó por el pequeño Ramiro. Pero el partido de Ramiro, a su vez, no era homogéneo. Debió de haber una feroz lucha en ese momento por hacerse con el control de la corona. Desde el mismo instante de la muerte de Sancho se dibujan dos facciones. Las dos sostienen la solución de la regencia, concebida de antemano como un periodo de transición hasta que Ramiro sea mayor de edad. Ahora bien, cada uno de esos partidos representa intereses muy distintos.Y ambos van a ser encabezados por sendas mujeres.

Una de esas dos mujeres es Elvira Ramírez, hija del rey Ramiro II y hermana del difunto Sancho. Elvira, que había profesado monja a los doce años en San Salvador, sale del convento para hacerse cargo de la regencia del reino. ¿Y tan importante era Elvira como para liderar una facción del reino? Pues, al parecer, sí. Durante el reinado de Sancho aparece su nombre en varios diplomas. Eso significa que no vivía encerrada en el convento, sino que ostentaba una cierta posición en la vida de la corte. Pero el poder de Elvira radica, sobre todo, en los intereses que encarna: los de Castilla, los de Navarra y los de los poderosos condes Rodrigo Velázquez de Galicia, Fruela Vela de Álava y Gómez Díaz de Saldaña.

La otra mujer en liza es Teresa Ansúrez, la viuda de Sancho, madre por tanto del heredero. Teresa ha ingresado en un convento tras la muerte de su marido, pero eso no le impide mover sus hilos en palacio. Ahora bien, Teresa, pese a su condición de madre del heredero, muy rápidamente queda relegada a un segundo plano en la corte. Sólo la propia familia Ansúrez, los condes de Monzón, la respaldan. Los de Monzón son muy poderosos, pero están solos. Así que Teresa, después de varios y vanos intentos, termina por abandonar. Deja la corte y vuelve al seno de su familia, los Ansúrez, a aguardar tiempos mejores.

Elvira no fue una mala gobernante. De entrada, quiso dignificar un poco la liturgia de la corte e introdujo los ritos de la corte bizantina, transformando con una espectacular pompa la rudeza leonesa. Pero, pese a lo fastuoso del ceremonial, la situación política era la que era: un reino derrotado, gobernado por una monja, sobre el precario equilibrio de grandes familias rara vez bien avenidas. Elvira Ramírez conocía perfectamente el percal. De manera que, al mismo tiempo que introducía en la corte el esplendor bizantino, se apresuraba a mandar embajadas a Córdoba para atemperar las cosas y obtener del califa una paz ventajosa. Realmente, León estaba vencido.

Embajadas a Córdoba, en efecto.Y no es sólo Elvira quien las envía. Lo mismo van a hacer a partir de 966 todos los grandes poderes de la cristiandad. Borrell II de Barcelona manda embajadores. Los manda el rey de Navarra.Y los mandan también, por su propia cuenta, los Ansúrez de Monzón, los gallegos Rodrigo Velázquez y Gonzalo Menéndez, y también el conde de Castilla y Gómez Díaz, conde de Saldaña. La cristiandad peninsular evidenciaba así su posición: Córdoba era más fuerte. Pero atención, porque no eran sólo los cristianos españoles los que mandaban embajadas: lo mismo hicieron en estos años el emperador Otón II, el germano, y el emperador de Bizancio, Juan Tzimiscés.

Ocurría que Córdoba, a base de una buena política y una administración bien organizada, se había convertido en una potencia indiscutible. Estamos viviendo sin duda los momentos de mayor esplendor de Al-Ándalus. El absolutismo de los califas —no es impropio emplear ese término— ha permitido reducir al mínimo las querellas internas y sacar el máximo rendimiento de las abundantes riquezas del país. Córdoba no sólo controla dos tercios de la Península Ibérica —y el otro tercio, como ya hemos visto, no estaba para fiestas—, sino que además domina el norte de África. Desde el punto de vista geopolítico, el Mediterráneo queda cerrado por Bizancio a un lado y Córdoba al otro. Frente a ese poder, los reinos cristianos, que unas décadas atrás habían tambaleado la estabilidad de Córdoba, ahora parecen enanos.

¿Cabían más desdichas para la cristiandad? Sí. Por si todo esto fuera poco, hacia el año 968 aparecen de nuevo frente a las costas de Galicia ¡los vikingos! A lo largo del siglo anterior, los normandos habían intentado saquear las costas gallegas varias veces. Estas rapiñas vikingas se habían saldado siempre con la derrota de los invasores y la victoria cristiana, pero no por eso dejaron de hacer grandes estragos.Ahora, después de un largo periodo de inhibición, volvían a probar suerte. Esta vez venían de la Normandía francesa y los mandaba un tal Gundar, al que nuestras crónicas llaman Gunduredo.

Dicen que la flotilla vikinga no era desdeñable: unos cien barcos y en torno a ocho mil hombres. Su objetivo fue, una vez más, Santiago de Compostela, que ya gozaba de fama en toda Europa como capital de peregrinación y que, por otro lado, carecía de fortificaciones. Los hombres del norte desembarcaron en un lugar llamado Junqueira, recorrieron la Ría de Arosa, arrasaron Iría Flavia y se plantaron en Santiago.Y entonces se encontraron con que salía a hacerles frente un ejército al mando de un hombre singular, un obispo. Era el obispo Sisnando, titular de la sede jacobea.

Seguramente los vikingos nunca habían visto nada parecido: un obispo espada en mano.Y desde luego, pocos hombres había más singulares que este obispo Sisnando, con una de las famas más problemáticas de la Edad Media española. Clérigo con maneras de despótico magnate, tan dado a la política como a los desmanes, conflictivo y buscapleitos, Sisnando había sido destituido como obispo algunos años atrás. Ahora había vuelto y el destino le deparaba aquella prueba suprema. Cuentan que el obispo estaba presidiendo los oficios cuaresmales cuando le llegaron noticias del avance vikingo. Es sugestivo imaginárselo abandonando los oficios, cambiando la casulla por la cota de malla y llamando a la tropa. Un personaje, este Sisnando.

Las huestes de Sisnando hicieron frente a los vikingos en un lugar llamado Fornelos, unos veinticinco kilómetros al sureste de Santiago. Allí fue el combate. Era el 29 de marzo. Debió de ser terrible. La primera iniciativa correspondió a los gallegos, que lograron acorralar a los invasores. Sin embargo, los vikingos consiguieron organizarse y cambiar el signo de la lucha. En la refriega, una flecha mató al obispo Sisnando.Aquella muerte heroica venía a limpiar una vida no muy edificante. Sin jefe, la hueste gallega se desorganizó y entonces los vikingos pasaron a la ofensiva. Pero no tardaron en aparecer refuerzos, al mando del conde Gonzalo Sánchez, que volvieron a invertir el curso del combate. Los normandos de Gunduredo, viendo que aquél era un hueso duro de roer, volvieron a sus barcos. Se cuenta que perdieron por el camino muchos hombres, muchos barcos y un nutrido botín que pasó a manos gallegas.

Tiempos dificiles y duros.Todo estaba cambiando a gran velocidad.Y más que cambiará en los años inmediatamente siguientes, cuando mueran los últimos supervivientes de Simancas, el rey navarro García Sánchez y el conde de Castilla Fernán González. España iba a vivir una conmoción extraordinaria.

La gente de a pie: del campesino libre al sistema señorial

En esta historia de la Reconquista hemos decidido ocuparnos lo más posible de lo que pocas veces se cuenta: cómo vivía la gente de a pie. Porque la historia nos deja los nombres de los reyes y las reinas, los condes y los obispos, pero es mucho más cicatera a la hora de hablarnos de la gente de a pie.Y sin embargo, la gente de a pie también hacía la historia, y en la Reconquista, además, de manera muy especial.

En La gran aventura del Reino de Asturias salieron a la luz los nombres de los pioneros, las gentes que empezaron a bajar de las montañas cantábricas para tomar tierras en el norte de Burgos, Palencia o León: Lebato y su esposa Muniadona,Vítulo, Purello, Cristuévalo… La marcha de los colonos hacia el sur, en busca de nuevas tierras y nuevas oportunidades, será la verdadera protagonista de la Reconquista y con frecuencia antecederá al poder político. Primero llegan los colonos, campesinos libres; los condes y los reyes llegan después. Así fue hasta principios del siglo x. ¿Y después? Después, las cosas cambiaron bastante. Cambiaron, sobre todo, porque cambió la forma de organizar la propiedad. Aquí ya lo hemos avanzado: pierden importancia los campesinos libres, la ganan los grandes propietarios. Empieza a asentarse un orden que ya es propiamente feudal.

¿Por qué cambió de semejante manera la estructura de la propiedad y, por tanto, la vida de la gente? Por la propia evolución de la Reconquista. A partir de las grandes campañas del siglo x, quienes ganan nuevas tierras ya no son sólo los campesinos que se aventuran en tierra de nadie, sino también, y en gran proporción, la nobleza militar, que obtiene territorios a cambio de sus servicios en combate, y los monasterios y obispados, que se benefician de las donaciones que reciben de los reyes y de los nobles.A estas tierras llegan colonos que ya no gozan de la misma libertad que tenían los primeros campesinos libres. Para empezar, la tierra no es suya. Eso no significa que carecieran de derechos: como se trata de áreas peligrosas, expuestas al enemigo, los señores otorgan fueros y privilegios que invitan a la gente a acudir aquí. Pese al peligro, era mejor ser colono en las nuevas tierras que siervo en el norte. Pero el que manda es el señor de la tierra.

Hay otra razón que explica el crecimiento de los señoríos, y es precisamente esa situación de riesgo permanente que se vivía en las tierras recién repobladas. Riesgo, por cierto, que no procedía sólo de los moros, sino también de los propios señores. En la España del siglo x no había un Estado capaz de proteger los derechos de los súbditos. Nada impedía a un señor saltarse la ley y tomar las tierras de algún pequeño propietario, ya por dinero, ya por la fuerza. En esa situación de riesgo, muchos campesinos libres de la primera época prefirieron ponerse voluntariamente al abrigo de algún señor de su elección, cediéndole la propiedad de la tierra. Por este procedimiento crecieron enormemente los señoríos eclesiásticos, que tenían fama de ofrecer condiciones mucho mejores a sus protegidos. De hecho, los monasterios en este momento ofrecen el aspecto de grandes centros asistenciales y de seguridad social.

Con el nuevo sistema, el campesino queda literalmente en manos del señor. Como los señores tienen derecho a una parte de los beneficios del trabajo, la libertad del colono depende de su capacidad para obtener esos beneficios. Cuando no hay tales —por ejemplo, en tiempo de malas cosechas—, el campesino se ve obligado a pedir un préstamo. ¿Y a quién se lo pide? Al señor. Estos préstamos se llamaban «renovos» y se concedían a un interés muy elevado. Sobre el papel, el campesino podía pedir prestado a un tercero, pero, en la práctica, no había otro a quien pedir: la única opción alternativa, que eran los judíos, resultaba prohibitiva, porque los intereses que pedían eran todavía mayores. Si las malas cosechas se repetían, el préstamo crecía hasta lo impagable. Al campesino no le quedaba finalmente otra salida que ceder la totalidad de la tierra al señor. Éste fue el paisaje general en la España cristiana a partir del siglo x, más acentuado todavía en Cataluña que en Castilla y en León.

Pero, ojo, no toda la tierra estaba estructurada de esta manera. Más hacia el sur, en la tierra de frontera, las cosas funcionaban de otro modo. Allí la vida era más libre, pero también más salvaje y peligrosa. ¿Cómo se vivía en la frontera? La verdad es que no sabemos gran cosa, porque estas áreas, precisamente por su carácter fronterizo, se convierten en algo así como tierras sin ley, y si no hay ley, tampoco hay instrumentos para saber con precisión qué estaba pasando. Lo más que podemos hacer es intentar reconstruir el paisaje a partir de unos pocos datos.Y aun así, cuántas aventuras y cuántas tragedias personales no habrán quedado sepultadas para siempre.

Imaginemos un escenario: Sepúlveda, a orillas del Duratón, en un paisaje de hoces y quebradas, ya muy al sur del Duero, rozando las sierras del Sistema Central. Sepúlveda ha sido repoblada en 940 por un joven Fernán González, bajo el impulso de la victoria de Simancas. Es una avanzadilla fundamental hacia el sur. La repoblación de Sepúlveda no afecta sólo a la villa, sino a todo su alfoz, lo que se llama «comunidad de villa y tierra», y que extiende el derecho de la ciudad muchos kilómetros alrededor. Sepúlveda tiene un fuero propio. En ese sentido, ya es una villa con ley. Muchos cientos de personas han acudido atraídas por una nueva vida más libre. Ahora bien, la repoblación oficial pierde fuelle a raíz de las crisis de mediados de siglo, todos los territorios al sur de la ciudad quedan expuestos a nuevos peligros y las gentes que han acudido a estos lugares han de hacer frente a una vida en situación límite.

¿Por qué hablamos de situación límite? Porque al sur de este escenario se ha creado una zona de sombra en la que ya nadie sabe qué ocurre. El control del poder sobre esta zona de sombra es nulo. Familias de cam pesinos se han instalado aquí y allá, en distintos puntos de un territorio que aún no tiene forma definida. La adscripción al alfoz de Sepúlveda es más nominal que otra cosa. Estas gentes viven completamente a su aire. Su modelo de subsistencia tampoco puede ser el tradicional agrario, con sus campos de cultivo. ¿Por qué? Porque, aquí y ahora, cultivar campos es una actividad extremadamente arriesgada, siempre expuesta a cualquier expedición de rapiña de las huestes musulmanas, y sin que nadie pueda venir en socorro del colono. Así las cosas, el colono opta por la ganadería de amplios espacios, que es una actividad mucho más segura: los rebaños pueden ir de un lugar a otro, pueden moverse cuando aparece el enemigo, pueden desaparecer literalmente del paisaje para volver en cualquier otro momento. Además, la vida a caballo ofrece otras ventajas: un grupo de colonos puede perfectamente cruzar las montañas, saquear las tierras moras y volver al otro lado a toda velocidad. Lo harán con frecuencia.

No sabemos exactamente con qué densidad de población ni en qué extensión de territorio, pero parece seguro que miles de personas vivieron así en el borde sur de las tierras cristianas, desde las sierras de Salamanca hasta las de Guadalajara, y también en el Pirineo y en Cataluña, a mediados del siglo x. Lo más parecido que podemos encontrar en la historia reciente es el fiar west norteamericano.Y no faltan autores que han puesto en relación una cosa con otra: el modelo de vida ganadera a caballo, común a toda América desde el cowboy del norte hasta el gaucho argentino del sur, llegó allá transportada por los españoles, y los españoles adquirieron esa forma de vida precisamente aquí, en la Extremadura del Duero, en aquellos durísimos años de la Reconquista, en un área donde la ley principal era la de la supervivencia.

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