Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (15 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Para asegurarse de que el siempre peligroso Fernán quedara neutralizado, los navarros decidieron acudir a los grandes remedios y le cogieron preso. El conde de Castilla fue llevado a Nájera, a presencia del rey García 1 Sánchez. Los lazos familiares que unían a Fernán con la casa de Pamplona —era, insistimos, cuñado del propio García— no sirvieron de gran cosa, o quizá sí: su vida no corrió peligro. El rey García tuvo a Fernán confinado en Pamplona, a buen recaudo. ¿Cuánto tiempo? El suficiente para que Sancho se asentara en el trono. No parece que Pamplona quisiera forzar demasiado las cosas. De hecho, Abderramán, aprovechando que el conde de Castilla estaba encerrado, pidió a García que se lo entregara y éste se negó. Es más, el rey de Pamplona, inmediatamente después, lo puso en libertad. Fernán González volvía a Castilla, aunque con un duro correctivo. Pero ¿por qué el califa pidió la cabeza de Fernán?

Es que Abderramán se movía, en efecto. En los cálculos del califa, el apoyo a Sancho sólo era la primera jugada de una larga combinación. Con Sancho en el trono leonés, Abderramán se había asegurado el tener ahí a alguien que estaba en deuda con él. Para empezar, el rey de León tenía que satisfacer aquella deuda tan gravosa de las diez fortalezas del Duero, prenda de la curación del Gordo. ¿Realmente esperaba el califa que Sancho le entregara tales fortalezas? Es francamente dudoso. Abderramán, que era un político eminente, sabía de sobra que, de hacer tal cosa, Sancho se ganaría la hostilidad inmediata de los grandes linajes nobiliarios. Porque eran precisamente esos grandes linajes —lo mismo el de Castilla que los de Cea, Saldaña y Monzón, y además los de Portugal— los que controlaban la linea del Duero.Y con tales enemigos, Sancho tardaría muy poco en perder la corona. Sancho, por supuesto, también lo sabía; de hecho, el ex gordo faltó a su promesa: jamás entregó esas plazas.

Abderramán debía de contar con eso, sí.Y también debía de contar con otro elemento que quizá sorprendió a todos menos al califa, a saber, la visita de Ordoño. Porque, en efecto, el rey depuesto, Ordoño el Malo, expulsado de Asturias y de Burgos y de todas partes, en su desesperación terminaría acudiendo a Córdoba para pedir ayuda a los sarracenos. De manera que, a partir de ese momento, el califato tendría en sus manos a los dos hombres que peleaban por el trono leonés. Uno, Sancho, estaba en deuda con él; el otro, Ordoño, pronto iba a estarlo.Y Abderramán utilizaría a cada uno de ellos contra su rival.

A Abderramán III se lo llevó la muerte en medio de todas estas combinaciones, en octubre de 961. Unos años antes, a finales de 958, había muerto su tía navarra, la reina viuda de Pamplona, la vieja doña Toda. En pocos años desaparecían así dos nombres fundamentales en nuestro relato, dos personajes cuya inteligencia y cuya voluntad de poder había influido de manera determinante en el mapa político de la Reconquista. De este ramillete de grandes nombres, sólo quedaba vivo uno: Fernán González, el conde de Castilla. Pero Fernán, de momento, estaba neutralizado; el poder correspondía a Sancho.

El poder correspondía a Sancho 1, sí, y el nieto de doña Toda iba a demostrar que no se trataba sólo de un poder nominal. El joven monarca había sacado amargas enseñanzas de su experiencia anterior en el trono. Ahora todo iba a ser distinto. Para empezar, se casó con una dama de familia muy influyente, Teresa Ansúrez, hija de Asur Fernández, de la poderosísima casa de Monzón. Al mismo tiempo, se aseguró el apoyo de los grandes magnates gallegos: Pelayo González, Rodrigo Velázquez, el obispo Rosendo. La fidelidad de Fernán González, el último en someterse, se la cobraría poco después. A partir de ese instante, Sancho 1 ya era efectivamente el nuevo rey de León.

Cubierto el problema interior, Sancho se aprestó a resolver el problema exterior. Contaba ya con la alianza navarra en la persona de su tío García. Pronto sumó también a los condes catalanes, Mirón y Borren, que habían tanteado tratados de paz con Abderramán, pero que ahora, muerto el viejo califa, no veían con malos ojos una alianza cristiana contra el enemigo del sur. ¿Quién mandaba realmente en esta alianza, Sancho de León o García de Pamplona? El mayor poder militar era leonés, pero la mayor determinación política era, sin duda, pamplonesa.

Al sur, el nuevo califa, al-Hakam o Alhakén II, como le llaman las crónicas, ha tomado una decisión: va a reclamar a Sancho las diez fortalezas que en su día el Gordo prometió a Córdoba.Volvían vientos de guerra; vientos que, en realidad, no habían dejado de soplar jamás.

Ordoño se humilla en la corte de Alhakén

Aquí ya hemos hablado largo y tendido de Abderramán, Sancho y Ordoño.Vamos a ocuparnos ahora de este nuevo personaje, Alhakén, el flamante califa. Alhakén se acercaba ya a la cincuentena cuando llegó al trono. Había sido nombrado sucesor a los ocho años y desde muy pronto participó en asuntos de gobierno y en empresas militares. Educado a conciencia porAbderramán para cargar con el califato sobre sus espaldas, terminó siendo una copia política de su padre. No obstante, Alhakén tenía un temperamento sensiblemente más moderado que el del viejo califa. No encontraremos en él aquellos gestos de caprichosa crueldad que prodigó Abderramán III. Al mismo tiempo, el nuevo califa supo sacar partido de la herencia recibida: con este hombre iba a vivir el califato sus años de mayor esplendor.

¿Qué herencia recibía Alhakén? Un califato poderoso y en paz interior: ahogadas o neutralizadas las querellas entre jefes territoriales que hasta Abderramán habían azotado Al-Ándalus, y bien definidas las fronteras de su espacio político al sur del Sistema Central y en el valle del Ebro, ahora Córdoba tenía todo en sus manos para construir un orden estable y próspero. Abderramán había demostrado un talento político supremo y su hijo aprendió bien la lección. El nuevo califa confió los asuntos militares al general Galib, un eslavo, y la administración del reino a su chambelán al-Mushafi, un berberisco deValencia.Y con esos asuntos bien encomendados, se concentró en una tarea perentoria: engendrar un sucesor.

En efecto, Alhakén, con casi cincuenta años —cuarenta y siete, para ser precisos—, no tenía hijos. Su esposa, Radhia, sólo había podido darle uno que murió a temprana edad. ¿Por qué no tuvo más hijos Alhakén? Se ha especulado mucho sobre la posible homosexualidad de este caballero, aunque no deja de ser sólo una hipótesis. Esta falta de hijos no era grave mientras Alhakén fue sólo el heredero, pero se convirtió en un verdadero problema cuando el nuevo califa llegó al trono. Había que engendrar un sucesor, es decir, había que buscar otra mujer para el califa. ¿Quién? La elegida resultó ser una esclava vasca: Subh, que las crónicas llaman frecuentemente Aurora. Alhakén, como para afianzar las leyendas sobre su homosexualidad, dio a la pobre vasca un nombre masculino, Chafar.Y ésta, por su parte, cumplió su cometido: el califa tuvo un heredero. Aten tos a esta mujer, Subh o Aurora, porque demostrará una enorme influencia política.Volveremos a encontrarla en nuestra historia.

Retornemos ahora a nuestro relato. Sancho se sienta en el trono de León, Fernán González vuelve a la actividad en Castilla y Alhakén reclama la deuda del rey gordo. Como Sancho no paga las fortalezas que debe, Alhakén maquina una jugada maestra: utilizará a Ordoño el Malo, el rey sin corona, destronado poco antes por el propio califato. Es abril del año 962 cuando Ordoño, expulsado de todas partes en la España cristiana, aparece por Córdoba. Le acompaña nada menos que el general Galib, la mano derecha de Alhakén en el plano militar, que ha hecho de Medinaceli el eje de la estructura defensiva de Al-Ándalus. Medinaceli, una plaza clave para asegurar la comunicación entre Córdoba y la Marca Superior del califato en Aragón. Ordoño viene escoltado por un destacamento de caballería. Córdoba rodea al rey destronado de toda la parafernalia posible. Y aquí sobrevino el bochorno.

Si las crónicas moras no mienten, el espectáculo debió de ser simplemente patético. Ordoño llegó dispuesto a hacer el pino con las orejas, si se lo pedían, con tal de obtener el apoyo del califato para recuperar el trono. Nada más llegar, pidió ver el sepulcro del viejo califa, Abderramán. Una vez ante él, se descubrió, se hincó de rodillas y declamó oraciones con grandes aspavientos. Los cordobeses instalaron a Ordoño en un suntuoso palacio con guardias y esclavos.Alhakén demoró dos días la recepción. Finalmente el rey destronado fue conducido a presencia del califa. El encuentro tuvo lugar en la residencia califal de Medina Azabara. Ordoño compareció vestido a la usanza mora. A medida que se acercaba al trono donde le aguardaba Alhakén, aquel desdichado multiplicaba las reverencias y las prosternaciones. Don Pelayo debió de removerse en su tumba.

Una vez llegado ante Alhakén, Ordoño se proclamó su vasallo y siervo. El califa, por su parte, se limitó a enunciar una escueta y algo vaga promesa: si Sancho, el rey vigente, no cumplía su palabra (aquello de las diez fortalezas en el Duero), Córdoba ayudaría a Ordoño a recuperar el trono con un ejército que mandaría el gobernador moro de Medinaceli. Y Ordoño, a su vez, respondió que si tal cosa ocurría, juraba vivir siempre en paz con el califa, entregar como prenda a su hijo García y batallar sin descanso contra Fernán González, su ex suegro.

Ordoño debió de marcharse contentísimo del lance, pero, en realidad, la promesa de Alhakén tenía truco. En efecto, ¿cómo pensar que Sancho iba a quedarse quieto? Era lógico esperar que el rey de León reaccionase apresurándose a renovar sus promesas. Alhakén lo sabía. El califa estaba limitándose a utilizar las cartas que el destino había puesto en sus manos; dos tipos pretendían el trono de León y ambos estaban en deuda con Córdoba. ¿Qué más se podía pedir? Si Sancho, por temor a perder otra vez el trono, cumplía lo pactado, el califa se desharía del desdichado Ordoño.Y si Sancho no cumplía, entonces Alhakén podría atacar León en nombre del propio rey de León, Ordoño. Nunca pudo caer tan bajo la vieja corona del norte.

Como era previsible, Sancho, temiendo que le hicieran a él la jugada que él mismo hizo, se apresuró a enviar embajadores a Córdoba, con abundancia de condes y prelados. No sabemos exactamente cómo plantearon las cosas los enviados de Sancho, pero sí consta que ofrecieron al califa todo género de seguridades acerca del pago de la deuda. Esto, que conocemos por las fuentes moras, pudo ser verdad o no. Alhakén, que era cualquier cosa menos cándido, lo pudo creer o no. Es perfectamente posible que el nuevo califa decidiera en ese mismo momento lanzar contra Sancho un castigo a la altura de las circunstancias. ¿Y qué mejor castigo que armar a un pretendiente que le disputara el trono? Para eso servía Ordoño.

Quizá Ordoño IV llegó a verse rey de León nuevamente, aunque fuera bajo las espuelas del califa de Córdoba. Es sugestivo imaginar qué pudo pasar por la cabeza de aquel desdichado durante todos esos meses. Pero Ordoño el Malo no estaba hecho para triunfar. A finales de 962, en lo que debería haber sido la víspera de su campaña, el hijo de Alfonso IV, el ex yerno de Fernán González, elevado al trono por una carambola imprevisible y expulsado después de todas partes, era expulsado también de la vida: moría en Córdoba, aparentemente por causas naturales, entre la indiferencia general. Alhakén se quedaba sin su peón.

Sancho debió de ver el cielo abierto al enterarse de la muerte de Ordoño. La amenaza desaparecía del horizonte y él podría seguir haciéndose el sueco acerca de aquel enojoso asunto de las diez fortalezas. Cabía temer, por supuesto, que el califa tratara de tomar por las malas lo que no obtuvo por las buenas. En previsión de un ataque sarraceno, Sancho reac cionó con celeridad: es el momento en el que obtiene de Castilla, Pamplona y Barcelona la creación de una alianza frente al moro. Parecía que Sancho por fin estaría a la altura de los grandes reyes de León. Pero, un momento: ¿Barcelona? Esto es nuevo. Por primera vez vemos a los condes de Barcelona tomando protagonismo en la política general de la cristiandad española. ¿Qué pinta aquí Barcelona? Ahora lo veremos.

El caso catalán y el imposible frente cristiano

Vamos a hablar un poco de los condados catalanes, porque es precisamente en este momento, segunda mitad del siglo x, cuando estos núcleos políticos empiezan a adquirir personalidad singular, cada vez más desgajados del mundo carolingio al que pertenecían. Recordemos que los condados del Pirineo habían surgido como fruto de la estrategia de Carlomagno, dos siglos atrás, para crear un cordón defensivo (y ofensivo) frente al islam invasor. Así nace una cadena de entidades políticas que se extiende desde Navarra hasta el Mediterráneo: Pamplona, Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Pallars, Conflent, Cerdaña, Ampurias, Osona, Besalú, Urgel, Gerona, luego Barcelona… Es lo que se conoce como «Marca Hispánica».

Estas entidades políticas no correspondían a territorios que antes tuvieran ya una personalidad definida, sino que tal personalidad nace propiamente ahora, con la iniciativa carolingia. En torno a una plaza fuerte o a un castillo, preexistente o de nueva creación, nace una demarcación, una comarca, que configura un condado. Al frente de la nueva región, Carlomagno coloca a un conde. A veces se trata de linajes locales que prestan vasallaje a Carlomagno (los Velasco, los Galindo, etc.), en otras ocasiones son delegados directamente enviados por la corte carolingia (Aureolo de Aragón, por ejemplo), y con frecuencia se tratará de hispanogodos —los hispani, se les llamaba, como Bera y Borrell— que vuelven así al territorio perdido a manos de los sarracenos. Sobre la base de estos núcleos de poder, no sólo se organiza la defensa fronteriza, sino también la repoblación de los espacios situados al sur de su marca.

A medida que el poder carolingio se va descomponiendo, los condes del Pirineo empiezan a cobrar una mayor autonomía de facto. Pamplona vive una guerra entre dos familias —Velascos e Íñigos, ya hemos hablado aquí de ellos— que termina dando lugar a un reino independiente. Los condados orientales, por su parte, sufrirán las consecuencias de la descomposición del Imperio carolingio, con los conflictos entre los grandes linajes del sur de Francia, pero al mismo tiempo experimentan un proceso de integración en torno a la sede de Barcelona.Y los condados del Pirineo central (Aragón, Pallars, Ribagorza, Sobrarbe) empiezan a oscilar entre unos y otros, de tal modo que Aragón, por ejemplo, pasa a formar parte de la corona de Pamplona. No es un proceso firme e inmutable, porque habrá numerosas alteraciones y recomposiciones del paisaje, pero, en todo caso, lo dicho hasta ahora vale como esquema general.

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