Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
El anciano Yusuf ben Tashfin desembarcó por quinta vez en España en el año 1003: quería inspeccionar el estado de sus conquistas.Ya había conseguido poner bajo su dominio a toda la España mora excepto la taifa de Zaragoza. Después, marchó de nuevo a África.Ya no volvería más: aquella fue la última visita a España del poderoso almorávide, que moría en su palacio de Marrakech en el año 1106, a la avanzadísima edad de noventa y siete años. Un auténtico constructor de imperios.
¿Cómo era la vida de los cristianos de Al-Ándalus bajo el Imperio almorávide? Bastante poco agradable. En el islam, los cristianos eran y seguían siendo ciudadanos de segunda. La singular atmósfera de los Reinos de Taifas había suavizado mucho las condiciones de la población mozárabe —los cristianos andalusíes—, pero ahora, con los nuevos amos, abiertamente fundamentalistas, su situación había vuelto a endurecerse. El esplendor cultural que había vivido Al-Ándalus volvió a quedar interrumpido, como había pasado con Almanzor. Era el sino de la España andalusí: sufrir episódicas olas de integrismo que solucionaban temporalmente el problema político, pero a costa de intensificar la represión en el plano espiritual.
La revolución almorávide, apoyada en los ejércitos deYusuf, se había extendido por toda la España musulmana gracias sobre todo a dos factores. Uno, la doctrina de aquella gente sobre los impuestos, porque los almorávides querían limitar las cargas fiscales a los tributos coránicos y ninguno más; eso inmediatamente les reportó la simpatía de la población. El otro factor, igualmente decisivo, fue la propaganda de los alfaquíes, los expertos jurídico-religiosos de la comunidad musulmana, que veían en los almorávides una encarnación del islam ortodoxo frente a la degeneración de las taifas. Pero muy pronto veremos algo singular: los almorávides, para garantizarse el respaldo de los alfaquíes, implantan nuevos impuestos destinados a sufragar a los doctores del islam. Así el pueblo andalusí empezará a sentirse defraudado. Pero para esto aún faltaban algunos años.
Respecto a la otra España, la cristiana, parece claro que Yusuf ben Tashfin jamás se propuso conquistarla: la España de 1106 no tenía nada que ver con la de 711 y el emperador almorávide sabía perfectamente dónde estaban sus límites. Su proyecto se limitaba a mantener el islam en las regiones donde ya estaba implantado, que no era poca cosa.Y eso sí, Yusuf vio claramente que su proyecto político-religioso se vendría abajo si no era capaz de construir un colchón, un glacis defensivo que separara a sus dominios de la presión cristiana. En el fondo, era lo mismo que había intentado, desde la otra parte, Alfonso VI. El rey de León había querido convertir el valle sur del Tajo en su glacis defensivo: una zona no controlada políticamente, pero sí sujeta a presión militar, que le aislara del enemigo. Ésa es precisamente la zona que Yusuf va a ir dominando a lo largo de sus sucesivas campañas, y ése era en realidad el objetivo militar de los almorávides: no tanto pasar a tierras cristianas como hacer imposible que los cristianos siguieran reconquistando hacia el sur.
De esta época, por cierto, data la supuesta batalla de Salatrices, un choque que en 1106 habría enfrentado una vez más a las huestes de Alfonso de León contra los invasores almorávides. La verdad es que de esta batalla no hay más que una referencia, y probablemente equivocada, de manera que cabe discutir su autenticidad. Lo que sí hubo fue una interminable sucesión de constantes refriegas a lo largo de toda la frontera leonesa, desde Portugal hasta Cuenca.Y la suerte de las armas, en general, será adversa para los cristianos, como le ocurrió al yerno del rey, Raimundo de Borgoña: después de perder Lisboa fue encargado de repoblar tierras de Salamanca y Segovia y terminó estrellándose en la batalla de Malagón.
La situación en el conjunto de la España cristiana era dificil. En León, Alfonso VI caminaba hacia su vejez y tenía que asistir al desencadenamiento de ambiciones, especialmente por sus yernos de Borgoña. Alfonso tenía ya un heredero varón: Sancho, el hijo que le había dado la viuda Zaida, ahora cristianizada como Isabel y casada legalmente con el monarca. Pero Sancho era un niño, y muchos nobles empezaron a pensar si acaso no habría llegado el momento de hacer una demostración de fuerza. El clima de impotencia militar frente al empuje almorávide terminaba de complicar las cosas.
Menos acuciantes eran los problemas en el este, aunque el paisaje tampoco resultaba especialmente prometedor. El conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, yerno del Cid, había emprendido una política metódica de absorción de los otros condados catalanes, pero tenía que hacer frente al peligro almorávide, ahora radicado en Valencia, que no tardará en castigar los territorios de Barcelona. En cuanto a Aragón y Navarra, bajo la férrea mano de Alfonso el Batallador, mantenían su tenaz y vigorosa política de expansión hacia el valle del Ebro, pero una complicación surgía en el horizonte: el rey taifa de Zaragoza, al-Mustaín, no tardaría en pedir apoyo a los almorávides, aquello a lo que antes siempre se había resistido.
En este clima de renovación bélica, los ojos de los reyes vuelven a ponerse en las gentes que habitan la frontera, como siempre ocurrió a lo largo de toda la Reconquista. En León y Castilla, se trata de asegurar los pasos que conectan el norte y el sur a través del Sistema Central; en Aragón, el objetivo será consolidar las posiciones ganadas en el llano. Para una y otra cosa vuelven a ser decisivos los pioneros, los colonos, como lo fueron un siglo atrás. Porque era la presencia de los colonos sobre el terreno lo que aseguraba el control del espacio, mucho más que la dirección militar y política de los señores feudales. Así los infanzones, los caballeros villanos, vuelven a ocupar un lugar de primera importancia en la España cristiana. Aquí lo veremos.
En cuanto aYusuf ben Tashfin, podía mirar atrás y sentirse legítimamente orgulloso: había hecho lo que creía que era el mandato de su Dios, y lo había hecho con éxito. Desde el lejano año de 1062, cuando llegó al poder, el pequeño núcleo del sur de Marruecos se había convertido en una potencia extraordinaria. Su posesión de las caravanas de oro de Sigilmasa se completaba ahora con el control sobre las rutas comerciales hacia Europa. Su interpretación radical del islam había triunfado en todo el occidente del mundo musulmán. Realmente,Yusuf bien podía morir.
Lo más importante que le pasó al viejoYusuf fue que al fin, después de larga espera, recibió del califa de Bagdad al-Mustazhir el reconocimiento oficial de su poder.Yusuf, musulmán ortodoxo a machamartillo, no había osado proclamarse califa, sino simplemente emir, y por tanto dependiente, en el plano espiritual, del califa de Bagdad. Por eso era tan importante que éste, cabeza de la comunidad musulmana, sancionara sus conquistas. Ahora, cumplido ese trámite decisivo,Yusuf podía entregar su alma a Alá.
Y al frente del imperio quedaba su hijo Alí benYusuf, hechura de su padre. Alí tenía un objetivo único: revitalizar la guerra santa. Puso a un hermano suyo llamado Tamim al frente del gobierno de Al-Ándalus, señaló su capital en Granada y sin esperar mucho lanzó la gran ofensiva. Era la primavera de 1108. El objetivo: Uclés, una plaza muy cercana al camino que llevaba de Toledo a Zaragoza, los dos grandes objetos de la ambición almorávide. La batalla será tremenda.
Uclés: donde Alfonso VI perdió a su heredero
Alí benYusuf, flamante emperador de los almorávides, quiere estar a la altura de la herencia que ha recibido. Después de varias incursiones en territorio catalán, decide concentrar sus esfuerzos en una sola ofensiva. El objetivo mayor es, por supuesto,Toledo, pero los almorávides ya han fallado una vez ante la vieja capital goda. Alí sabe que Toledo no podrá caer en un ataque directo si previamente no se ha desmantelado el aparato defensivo cristiano.
Por otro lado, Toledo no es el único objetivo estratégico de Alí: hacia el noreste está la taifa de Zaragoza, el único territorio del islam español que aún no ha caído en manos almorávides.Y Toledo y Zaragoza están conectados por una vía que atraviesa el valle alto del Tajo, a través de Guadalajara. Ése será el objetivo estratégico de Yusuf.Y aquí se escribirá una auténtica tragedia.
¿Dónde estaba en ese momento Alfonso VI? En Sahagún.Y las noticias que llegan hasta Sahagún son confusas y fragmentarias: Alfonso VI sólo conoce que un poderoso ejército almorávide se dirige desde Granada hacia el norte. Su inmediato temor es que el enemigo se encamine a Toledo, la capital del reino. Así Alfonso dispone a sus tropas para defender la ciudad. El rey llama a sus nobles. Él no irá: tiene sesenta y ocho años y sus viejas heridas le están martirizando. Además, en ese momento acaba de casarse de nuevo. Pocos años antes había muerto la madre del heredero, la mora Zaida, probablemente en su tercer parto. Muerta Zaida, el rey se casa ahora con la italiana Beatriz de Este.Y como Alfonso no va, el rey pone nominalmente al frente del ejército a su hijo, Sancho, el heredero de la corona. Sancho tiene en este momento unos catorce años; el verdadero mando sobre las tropas no lo ejercerá él, evidentemente, sino su ayo y tutor, García Ordóñez, el de Nájera, así como el imprescindible Álvar Fáñez.
El ejército almorávide ha salido de Granada, en efecto, en la última semana del ramadán. Lo manda el hermano de Alí,Tamim, gobernador de Granada. Es mayo de 1108. La hueste almorávide, con sus habituales contingentes senegaleses —espadas indias, tambores y escudos de piel de hipopótamo—, llega hasta Jaén. Allí se le unen refuerzos de Córdoba: son las columnas mandadas por Ibn Abi Ranq. El ejército enfila entonces hacia Baeza y penetra en La Mancha. Entre La Roda y Chinchilla afluyen nuevos refuerzos: las tropas de Murcia y también las deValencia.A estas alturas, el ejército invasor ya ofrece un aspecto imponente.
Los cristianos, mientras tanto, empiezan a recibir informes sobre la ofensiva musulmana. En Toledo, el infante Sancho Alfónsez —el heredero— y sus nobles tutores envían mensajes en todas direcciones. Piden refuerzos a las plazas de Calatañazor y Alcalá, entre otras. La orden: concentrarse en Toledo para defender la capital.
El avance almorávide por las secas tierras de La Mancha es arrasador: saquean e incendian todos los asentamientos cristianos que encuentran a su paso. Pero hay algo inesperado en su trayectoria: los invasores no están dirigiéndose hacia Toledo, sino más hacia el este: a Uclés. ¿Por qué precisamente Uclés? Porque era una de las plazas principales de la región desde mucho tiempo atrás, el nudo que comunicaba el Reino de Toledo con las tierras de Zaragoza y también con las de Valencia y Murcia. El 27 de mayo, las primeras vanguardias almorávides aparecen en la ciudad.
En ese momento están llegando a Toledo los refuerzos solicitados por el infante Sancho Alfónsez y sus condes. Por las noticias que reciben han podido intuir la intención del enemigo: no van contra Toledo, sino contra Uclés. El ejército cristiano se pone en marcha. Pero en Uclés, mientras tanto, los almorávides se han lanzado al asalto.
Nadie en Uclés esperaba un ataque. En aquella época la ciudad se extendía por la falda este del cerro sobre el que Uclés se asienta, al otro lado del río Bedija. La masa musulmana se precipitó sobre las frágiles defensas como un ciclón. Los mudéjares que allí vivían recibieron a los invasores como a libertadores: ellos fueron quienes mostraron a los almorávides por dónde entrar. Fue un baño de sangre: asesinaron a los campesinos, descuajaron los árboles, derribaron las casas, destruyeron la iglesia, demolieron las cruces, arrancaron las campanas, hicieron esclavos, saquearon a fondo cuanto encontraron a su paso. Los pocos que pudieron escapar se refugiaron en la alcazaba, donde la exigua guarnición de la ciudad se hizo fuerte. Al anochecer del día 27, de Uclés sólo quedaba preci samente aquel último reducto: la alcazaba, con un puñado de desesperados defensores.
Los cristianos llegaron a Uclés el día 28: en poco más de dos días habían logrado cubrir los cien kilómetros que separan ambas localidades. La ciudad estaba destruida, pero la guarnición de la alcazaba se mantenía en pie, haciendo frente al acoso de los almorávides. Podemos imaginar la euforia que se apoderaría de los asediados al divisar a los refuerzos. Inversamente, los musulmanes retrocedieron hasta su campamento. ¿De cuánta gente se componían aquellos refuerzos leoneses y castellanos al mando del infante Sancho? Cálculos recientes apuntan una cifra —bastante realista— de entre 3.000 y 3.500 combatientes entre caballeros, escuderos, mozos de caballos, encargados de las provisiones y colonos reclutados sobre el terreno. No era un gran ejército, pero sí lo suficiente para ahuyentar a los almorávides.
Ahuyentarlos, en efecto: eso es lo que logró la aparición de los cristianos en el campo de Uclés.Y la primera intención de Tamim, el jefe musulmán, fue levantar el campo sin presentar batalla. Ahora bien, esa noche apareció en el campamento moro un misterioso personaje: era un desertor del ejército cristiano, un joven musulmán que se presentó ante Tamim y le dio todo género de detalles sobre la situación del enemigo, su número, su potencial, etc.Tamim, con esas informaciones, reunió a los comandantes aliados de Murcia yValencia (Ibn Aysa e Ibn Fátima, se llamaban) y les expuso los nuevos planes: no abandonarían el campo; darían la batalla contra los cristianos.
Al alba del 29 de mayo de 1108, viernes, los musulmanes salen al encuentro de los leoneses. En vanguardia van las tropas de Córdoba; las de Murcia y Valencia, en las alas; Tamim se reserva el centro con sus huestes de Granada. Enfrente, los cristianos alinean a los suyos: Álvar Fáñez ocupa el centro del dibujo táctico; en un flanco, el conde García Ordóñez con el infante Sancho; en el otro, el conde de Cabra. Repartidos, entre ambos, las tropas de los alcaldes de Toledo, Calatañazor y Alcalá de Henares, así como las huestes de otros condes leoneses y castellanos. En retaguardia, una tropa auxiliar de judíos.
El choque siguió el esquema habitual: una carga de la caballería pesada cristiana contra la vanguardia mora, que quedó diezmada, pero pudo retirarse en orden; inmediatamente, dos movimientos simultáneos de las alas musulmanas, buscando con su caballería ligera envolver a los cristianos y tomar su retaguardia. Era el famoso «tornafluye» almorávide. Una táctica que los cristianos conocían y a la que sabían responder: si los flancos se replegaban ordenadamente y si la retaguardia aguantaba a pie firme, el «tornafluye» musulmán quedaría deshecho. Pero las cosas, una vez más, se torcieron.