Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
El nombre de Alfonso el Batallador tenía la virtud de causar terror entre los musulmanes. Los almorávides, que habían dispuesto tropas en torno a Toledo para tantear un asedio, levantaron el campo en cuanto se enteraron de la boda, no fuera a aparecer Alfonso por allí. Se fueron a cercar Madrid, pero también allí fallaron; decididamente, la guerra de asedio no era el punto fuerte de los almorávides.A todo esto, el Batallador ni siquiera había asomado la cabeza por Toledo: estaba en Burgos, camino de encontrarse con su esposa.
La boda se celebró en el castillo de Monzón de Campos, en Palencia. Actuó como padrino el veterano Pedro Ansúrez, magnate principal del Reino de León y Castilla. Si todos los enlaces regios eran ante todo matrimonios de conveniencia política, el de Urraca y Alfonso lo era en grado extremo. Como tal, lo más importante de todo fue el pacto entre los contrayentes.Y aquel pacto contenía una cláusula que realmente podía cambiar la historia de España, a saber: Alfonso y Urraca acordaron que si engendraban un hijo varón, éste heredaría todos los reinos, es decir, León, Castilla, Navarra y Aragón.Y había una cláusula más: si no tenían hijos, y si alguno de los dos cónyuges moría, el superviviente heredaría el reino del otro. Lo que se estaba planteando era unificar por primera vez todos los reinos de España. Nada menos.
La apuesta era de enorme alcance. Ahora bien, para la España de aquel tiempo era algo completamente revolucionario, porque significaba extender la idea imperial leonesa a escala de todo el territorio cristiano, y porque también representaba una evidente merma para el poder de los nobles y los señores feudales, que temían ver su libertad sojuzgada por esta especie de «supersoberanía» encarnada en Urraca y Alfonso. Así, no tardarán en aparecer dos corrientes muy nítidas. Una, la que podemos llamar unionista, partidaria de la unión de coronas, tal y como Alfonso VI había dispuesto; su principal representante será el veterano Pedro Ansúrez, magnate que además, por sus vínculos familiares con Cataluña y Aragón, veía con muy buenos ojos el acercamiento. Pero enfrente había otra corriente aún más potente: en Galicia, en Castilla, en León y prácticamente en todas partes, serán muchos los que se manifiesten contra el matrimonio.
Muchos: ¿quiénes? Para empezar, el alto clero del Reino de León, casi todo él de origen francés, traído por la difunta reina Constanza, y en primer lugar el arzobispo de Toledo, Bernardo de Sauvetat. ¿Por qué se oponían? Porque Alfonso de Aragón, cruzado vehemente, tenía su propia idea sobre cómo organizar la jerarquía eclesiástica. Además, al matrimonio se oponía buena parte de la nobleza gallega, que con Urraca y Raimundo había ganado puestos de influencia que ahora temía perder. Más oposiciones: la otra hermana,Teresa, y su marido Enrique, que desde su señorío en Portugal veían con muy malos ojos el reforzamiento de la idea imperial.
Desde el primer día comienzan las desavenencias. Un bando exige que sea Urraca quien ejerza el poder en Castilla y León, pues ella es la reina propietaria. ¿Quién encabeza este bando? Gómez González, el conde de La Bureba, el amante de Urraca. Otro bando —el de Pedro Ansúrez— defiende la posición contraria: que el poder ejecutivo pase al varón, esto es, a Alfonso I el Batallador. Pero Ansúrez está en minoría; tanto que se verá desterrado de la corte, y hará falta la intervención del propio Alfonso I para que pueda volver a Toledo.Y mientras tanto, el partido de quienes se oponen al matrimonio hará correr un bulo: que el enlace es nulo por derecho canónico, asunto que salió, al parecer, del caletre de Pedro Agés, obispo de Palencia.
El conflicto comenzará por Galicia. ¿Por qué? Porque el pacto nupcial de Alfonso y Urraca había dejado pendiente un asunto muy enojoso: ¿qué pasaba con los hijos del primer matrimonio de Urraca, y especialmente con el varón, Alfonso Raimúndez? Alfonso tenía sólo cuatro años, pero, según el testamento del rey, a ese niño le correspondía Galicia si su madre, Urraca, volvía a casarse.Y Urraca había vuelto a casarse. Los aristócratas gallegos no tardaron en aprovechar el lapsus para plantear sus reivindicaciones.
¿Defendían estos gallegos el derecho del pequeño Alfonso Raimúndez al trono gallego? No exactamente: lo que querían era evitar a toda costa la unificación de toda la cristiandad peninsular. La protesta gallega será una protesta particularista. Pero a partir de ella comenzará una cadena de conflictos que terminará desgarrando al conjunto de la España cristiana.
La revuelta gallega contra Urraca y Alfonso
Las carambolas de la vida han llevado a España, a la altura del año 1110, a una situación imprevisible y al mismo tiempo muy prometedora: por primera vez desde que empezó la Reconquista, todos los reinos cristianos de la Península están unificados bajo un solo poder, el de Urraca de Castilla y Alfonso I de Aragón; sólo quedan fuera los condados catalanes, pero incluso ellos están vinculados a la corte leonesa por lazos de parentesco. En aquel momento nuestra historia podía haber cambiado de golpe.
Podía haber cambiado, sí, pero no lo hizo. Seguramente era demasiado pronto para que aquellos reinos, nacidos en el esfuerzo singular y continuo de la lucha contra el sur musulmán, pudieran reconocerse bajo una voluntad común. Por un lado, las fuerzas que se oponían a la unificación eran muchas y muy poderosas. Por otro, los propios protagonistas de la unión, el Batallador y la hija de AlfonsoVI, eran cualquier cosa menos almas gemelas. Así se fraguará la ruptura.
Todo va a suceder en el espacio de unos pocos meses. Primero, los reyes Alfonso y Urraca lucharán contra sus enemigos; acto seguido, Urraca y Alfonso lucharán entre sí. No va a ser una guerra episódica ni cosa de un día: Urraca y Alfonso van a estar en permanente conflicto durante nada menos que diecisiete años, y lo que aún es más asombroso, en todo este periodo van a reconciliarse varias veces. A todo esto, los almorávides seguían en el sur, pero eso no será óbice para que todos los reinos cristianos, en la estela de las broncas de Alfonso y Urraca, se líen a bofetadas.Vamos a ver cómo pasó.
Todo empezó por Galicia. Podía haber empezado en cualquier otro lugar, pero fue Galicia el primer escenario de la confrontación. ¿Qué estaba pasando en Galicia? Que un poderoso partido local, liderado por el conde de Traba, se oponía ferozmente al matrimonio de Urraca y Alfonso.Y como pretexto para su oposición encontró un argumento de peso: los derechos del pequeño Alfonso Raimúndez, el hijo de Urraca en su anterior matrimonio con Raimundo de Borgoña.
Hablemos un poco del líder gallego: ese conde de Traba, de nombre Pedro Froilaz, con anchísimas posesiones en la provincia de La Coruña. Pedro Froilaz habría crecido en influencia a la sombra de Urraca y Raimundo de Borgoña, precisamente: numerosos documentos demuestran que Pedro firmaba en nombre de Raimundo y Urraca, y más aún, ambos encomendaron al conde gallego la crianza de su hijo, el pequeño Alfonso Raimúndez. Cuando murió Raimundo, Pedro Froilaz quedó como el hombre más poderoso de Galicia. Y cuando la viuda Urraca se casó de nuevo, nuestro conde gallego vio llegado el momento de dar el golpe de gracia: hizo proclamar al pequeño Alfonso Raimúndez como rey de Galicia.
La iniciativa de Pedro Froilaz representaba un desafio en toda regla a la corona; a esa supercorona que había constituido el matrimonio entre Urraca y Alfonso el Batallador. Numerosos nobles gallegos apoyaron al conde: como él, querían defender sus intereses frente al predominio de leoneses y castellanos, agravado ahora con la llegada de aragoneses y navarros a la corte. En toda esta operación había un hombre al que era preciso captar para la causa: el venerable y sabio obispo de Santiago, Diego Gelmírez.
Este Gelmírez era un personaje de primera: en la polémica eclesial de la que ya hemos hablado aquí, Gelmírez estaba con los cluniacenses y con la reforma gregoriana; además, por sus conocimientos de leyes había servido como notario a las órdenes de Raimundo de Borgoña, antes de ser nombrado obispo de Santiago. Por unas cosas y por otras, era una personalidad determinante: lo que él hiciera tendría una influencia decisiva sobre los magnates ya no sólo de Galicia, sino del resto del reino. Por eso el conde de Traba tocó a Gelmírez. Pero el obispo Gelmírez, de momento, prefirió no actuar.
Gelmírez era tan hostil como todos los demás al matrimonio de Urraca con el Batallador: no le hacía ninguna gracia esa extensión hacia el este del horizonte político del reino. Ahora bien, su devoción personal y legal estaba con la reina Urraca.Y si se coronaba al pequeño Alfonso Raimúndez como rey, ¿qué quedaría de los derechos de Urraca en Galicia? Nada. Gelmírez se acercaba ya a la vejez. Había visto muchas cosas y además las iba escribiendo en lo que la posteridad conocería como Historia Compostelana. El anciano obispo sabía demasiado como para meterse en aventuras de incierto final. Por eso Gelmírez, de momento, prefirió quedarse quieto.
La del obispo Gelmírez —que, por cierto, volverá a salir en nuestra historia— no fue la única oposición que encontraron los propósitos conspiradores de Pedro Froilaz, conde de Traba. Resulta que en Galicia, además de los grandes nobles, había muchos nobles pequeños.Y estos pequeños temían, sobre todo, que el poder de los grandes creciera hasta la desmesura, cosa que inevitablemente ocurriría si Froilaz se hacía con el poder en nombre de un rey menor de edad. ¿Cuál era la única garantía de seguridad de la pequeña nobleza gallega? La reina Urraca, la única persona capaz de controlar a los grandes nobles.Así que los pequeños nobles, al igual que el obispo Gelmírez, dieron la espalda al conde de Traba. Más aún: constituyeron una hermandad para defender los derechos de doña Urraca. Mientras Urraca estuviera casada con Alfonso I el Batallador, Pedro Froilaz no tendría otros apoyos que sus pares, los magnates.
Los reyes reaccionaron con prontitud. La revuelta gallega era un auténtico peligro. Para solucionar el problema, Urraca y el Batallador acudieron a Galicia con sus ejércitos. Literalmente aplastaron a los rebeldes. Fue en Monterroso, en el centro geográfico de Galicia. Las huestes de Froilaz y sus pares poco podían hacer frente a las tropas de León, Castilla y Aragón.
Alfonso el Batallador se tomó muy a pecho la revuelta gallega. Tanto que se le fue ostensiblemente la mano en la represión. El rey venía en ese momento de Toledo, donde había desplegado una nutrida serie de guarniciones sobre las plazas de Segovia, Gormaz, Guadalajara y la propia capital toledana. Lo que al Batallador le interesaba era combatir al moro, no enzarzarse en disputas territoriales con señores levantiscos. Inmerso por fuerza en la revuelta gallega, Alfonso de Aragón la sofocó con enorme violencia. Hasta el punto de que la represión de Monterroso marcó un primer conflicto entre Urraca y su vehemente marido.
Para colmo de males, en Zaragoza, donde Alfonso tenía puesta su atención, la situación había dado un vuelco espectacular. El rey taifa alMustaín acababa de morir. Fue un episodio realmente desdichado. Al-Mustaín se sentía cada vez más presionado por los radicales de Zaragoza, que aspiraban a entregar el reino a los almorávides. Para ganar fama guerrera y neutralizar al partido almorávide, al-Mustaín decidió hacer una exhibición y encabezó personalmente una campaña contra tierras cristianas. Marchó contra Olite, al sur de Pamplona. Arrasó los campos. Hizo un enorme botín. Pero en el camino de regreso, tropas de Navarra y Aragón le salieron al encuentro. Aragoneses y navarros atacaron a los moros de Zaragoza y les derrotaron. Al-Mustaín murió en el combate. Su hijo Abd al-Malik le sucedió al frente de la taifa zaragozana, pero la situación ya era irrecuperable: muy poco después, en mayo de 1110, el partido almorávide de Zaragoza forzaba la mano y abría a los africanos las puertas de la ciudad.
Era lo que Alfonso el Batallador más temía: los almorávides, en Zaragoza; la codiciada plaza que el aragonés había tenido al alcance de la mano, se alejaba ahora con el nuevo refuerzo militar que los almorávides aportaban.Y mientras todo eso pasaba, él, Alfonso, se encontraba allí, lejos, enredado en líos de rebeldes gallegos. ¿Cabían más desdichas en la vida de Alfonso el Batallador? Sí, sí cabían.
Alfonso y Urraca llegan a las manos
Todo lo que empieza a pasar ahora es un vértigo de despropósitos: es como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para hacer exactamente aquello que más trastornos podía causar.Y así, en muy pocos meses, el sueño de Alfonso VI —un solo poder en toda la España cristiana va a quedar completamente arruinado. ¿Por qué? Por la acumulación de una serie de problemas que hacían inevitable el conflicto.
Primer problema: la eventual nulidad del matrimonio entre Urraca y Alfonso el Batallador. ¿Por qué? Por parentesco. Urraca era hija de Alfonso VI, nieta de Fernando 1 y, por tanto, bisnieta de Sancho el Mayor. Alfonso el Batallador, hijo de Sancho Ramírez de Aragón, era nieto del rey Ramiro y, por tanto, también bisnieto de Sancho el Mayor. ¿Esa lejana consanguinidad era razón para anular el matrimonio? En realidad, no: en la época —y hasta fecha bien reciente— los matrimonios de este tipo eran muy comunes entre las casas reales. Aunque el parentesco era evidente, un grado tan lejano permitía obtener sin ningún problema la dispensa papal. De hecho, el anterior matrimonio de Urraca, el que contrajo con Raimundo de Borgoña, se había visto amenazado de nulidad por un motivo semejante y el papa otorgó su dispensa. También en este caso podía hacerlo.
Sin embargo, en este caso había un factor determinante: demasiada gente, y en particular gente muy relevante de la Iglesia española, estaba dispuesta a acogerse al parentesco de los reyes para frustrar un matrimonio que en realidad no interesaba a nadie.Y así el arzobispo de Toledo, Bernardo de Sauvetat, acude a ver a la reina Urraca y le informa de que el papa Pascual II se propone excomulgar a la pareja por concubitus illicitus ínter personas cognaciones sibi invicem conjunctas. O sea, por haberse casado siendo parientes.
¿Por qué el arzobispo Bernardo había promovido la declaración de nulidad del matrimonio? Fundamentalmente, por razones políticas. El clero borgoñón que había entrado en el reino con Constanza, la que fuera esposa de Alfonso VI, mantenía usos feudales al estilo europeo: es decir, que además de su autoridad espiritual gozaba de anchos poderes señoriales en sus dominios, especialmente a lo largo del Camino de Santiago. Ahora bien, la política de Alfonso el Batallador sobre este punto era muy distinta: la práctica aragonesa y navarra era más bien sembrar el Camino de villas a las que inmediatamente se reconocían fueros, derechos y franquicias ajenos al poder señorial. Evidentemente, ahora, si se imponía el criterio de Alfonso, las villas dejarían de pagar impuestos a sus señores eclesiásticos borgoñones, y eso no se podía consentir. Pero aún había más.