Muerte en Hamburgo (41 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Muerte en Hamburgo
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—Pero me has dicho que eras británico, ¿verdad? ¿No echas de menos… —Anna intentó pensar en algo británico que pudiera echarse de menos— la lluvia? —Se rió al decirlo.

MacSwain también se rió.

—Hamburgo ya tiene lluvia más que suficiente para matar cualquier sentimiento de añoranza por el clima lluvioso, créeme. Pero no, no echo de menos nada de Gran Bretaña. Hamburgo me proporciona todo lo que necesito de lo británico; a veces es como si viviera en el barrio situado más al este de Londres. Hamburgo es una ciudad única en el mundo. No me marcharía por nada del mundo.

Anna se encogió de hombros.

—Yo… podría quedarme o marcharme.

El rostro de MacSwain se animó.

—No lo entiendo. Sólo se tiene una vida. El tiempo que tenemos es demasiado precioso como para desperdiciarlo. ¿Por qué querría uno vivir en un sitio que le es indiferente?

—Por inercia, supongo. Requiere menos esfuerzo quedarse. Supongo que me da pereza reunir la energía necesaria para alcanzar la velocidad de escape.

—Pues me alegro de que no lo hayas hecho, Sara. Si no, no estaríamos aquí. —Se sentó a su lado—. Me encantaría enseñarte tu ciudad… con los ojos de un extranjero. Estoy seguro de que podría cambiar lo que sientes por ella. Y así tendría la oportunidad de conocerte mejor…

Se acercó. Anna olió el perfume sutil de una colonia cara. Lo miró a los ojos verdes y brillantes y examinó sus facciones perfectamente definidas. Anna se dio cuenta de que dudaba mucho de que MacSwain tuviera algo que ver con los asesinatos que estaban investigando o incluso que fuera quien había drogado a esas chicas para utilizarlas en actos de sexo con carácter ritual. MacSwain tenía una belleza clásica; se apreciaba con claridad que debajo de la ropa tenía un cuerpo musculado y de proporciones perfectas; era cortés, inteligente e inspiraba confianza. Todo en él tendría que resultarle atractivo. Sin embargo, cuando MacSwain acercó la cara a la de ella y su boca envolvió la suya, tuvo que combatir una arcada que le subió por el pecho.

La Barthel WS25 de quince metros de eslora era la lancha más nueva de la policía portuaria de Hamburgo, pero no la más rápida. El Kommissar Franz Kassel había ordenado apagar todas las luces en contravención de las normas portuarias que él mismo obligaba a respetar todos los días. Kassel alzó los binoculares y examinó el barco a motor de MacSwain, que se alejaba del muelle. Refunfuñó algo para sí mismo cuando vio que la embarcación era un Chris Craft 308 o un Express Cruiser 328. Ideal para navegar. También era rápida. Mucho más, si el propietario quería, que los veintidós kilómetros por hora que alcanzaba la VVS25. Pero no era más rápida que las ondas de radio o el radar. Si el barco intentaba escapar, Kassel podía pedir refuerzos a cualquiera de los Kommissariats de la WSP que había a lo largo del río de allí a Cuxhaven. Con todo, sabía que había una agente de policía en aquella embarcación. Y, por lo que le había contado la Oberkommissarin Klee por radio, si se producía una llamada de socorro, la capacidad de reacción podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Kassel tenía un aspecto fantasmal: era increíblemente alto y delgado, de pelo rojizo y con pecas que parecían haber surgido después de veinte años de exposición al aire, al sol y al rocío salobres del puerto. Se dejó colgados al cuello los binoculares, se quitó la gorra de la WSP y se pasó los dedos huesudos por el pelo rubio, seco y ralo.

—Chico malo… —farfulló, y cogió la radio.

Anna apartó a MacSwain, colocándole la mano en el pecho y empujándolo; no con fuerza, pero sí con la firmeza suficiente como para que captara el mensaje. Mientras se separaban, Anna se aseguró de sonreír.

—¿Qué pasa, Sara? —La voz de MacSwain sugería una preocupación que no transmitían sus fríos ojos verdes.

—Nada… —dijo Anna. Luego, casi con coquetería, dijo—: Es que quiero ir despacio. Apenas te conozco. No te conozco.

—¿Qué hay que saber? —MacSwain intentó besarla de nuevo. Anna se apartó. Esta vez el empujón que le dio con la mano en el pecho fue más en serio.

Maria Klee se volvió hacia Paul Lindemann, sosteniendo aún el transmisor de la radio a medio camino de la boca.

—El capitán de la lancha de la WSP dice que, si queremos, hay un modo de acabar con esto ahora mismo sin alertar a MacSwain de que lo estamos vigilando.

A Paul se le iluminó la mirada.

—¿Cómo?

—MacSwain está haciendo un pequeño recorrido nocturno por Hamburgo. El capitán de la lancha dice que ha apagado las luces del barco. Y eso está prohibido… Está cerca de una ruta de navegación principal y podría representar un peligro. Por suerte, nuestro hombre de la WSP también ha apagado las luces. Dice que puede abordar a MacSwain antes de que se dé cuenta, escoltarlo hasta su atracadero y multarlo. Sería un modo de fastidiarle la noche a MacSwain… y de llevar a Anna a tierra firme.

—¿Tú qué opinas?

—Anna no nos ha indicado que quiere que la saquemos de allí. Y no hemos obtenido ninguna información útil. Creo que deberíamos ceñirnos al plan. Sin embargo, por otro lado, en cuanto vuelva a encender las luces de navegación, nuestra excusa se debilitará. Tú decides, Paul.

Viernes, 20 de junio. 21:40 h

SPEICHERSTADT (HAMBURGO)

El cigarrillo sin filtro ardía peligrosamente cerca de los labios del ucraniano, y éste los apretó con fuerza al dar la última calada. Cogió el pitillo diminuto con el índice y el pulgar, lo tiró al suelo y lo apagó con el tacón.

Fabel sacó una docena de fotografías del sobre beige. Cuando vio las primeras imágenes, fue como si recibiera un martillazo en el pecho. Tres fotos en color mostraban a la misma mujer, desde ángulos distintos; le habían abierto y desgarrado el abdomen y extraído los pulmones. Fabel notó un regusto de bilis en la boca. Más horror. Vio que la chica rubia volvía la cabeza para mirar por la pequeña ventana el espacio vacío del almacén, como si quisiera evitar que su mirada recayera en las fotos. Con un gesto de la mano, el ucraniano no quiso hablar de aquellas imágenes.

—Ya llegaremos a ese caso después… —El ucraniano le indicó a Fabel que pasara al siguiente grupo de fotos. La chica dejó de mirar por la ventana y se dio la vuelta. Las siguientes imágenes no se habían tomado con luces extras para iluminar la escena, sino que se había confiado en el flash de la cámara para que lanzara un foco de luz y viveza intensas. Por alguna extraña razón, la fotografía no profesional con flash daba a cada escena una inmediatez y un realismo de los que carecía la objetividad clínica de la fotografía forense. Con cada estremecimiento de horror, Fabel se descubrió mirando una nueva imagen de mujeres, algunas aún niñas, despedazadas del mismo modo. Pero en cada foto, acechando en los bordes oscuros de los flashes de la cámara, Fabel vio que había otras víctimas. Pasó a la última imagen.

—Dios santo… —Fabel se quedó mirando la imagen con estupor, como si la atrocidad que tenía ante él fuera imposible de creer. Una chica, que no tendría más de dieciséis o diecisiete años, estaba clavada a la pared de madera. En las manos y en la carne y los músculos de la parte superior de los brazos le habían incrustado clavos, que más bien parecían escarpias de hierro rudimentarias. La habían desgarrado y abierto siguiendo el mismo método del Águila de Sangre de las otras víctimas, pero las masas oscuras y ensangrentadas de sus pulmones también estaban clavadas en la pared. De algún modo, a pesar del asco que le retorcía el estómago, alguna parte analítica y profunda del cerebro de Fabel procesó la similitud que había entre aquella fotografía y los lienzos que había visto en la exposición de Marlies Menzel. La foto se le cayó de las manos. Mientras la imagen planeaba boca arriba, vio las marcas que sus pulgares habían dejado en ella. Miró al ucraniano, casi suplicándole, como si buscara alguna explicación que pudiera hacer menos terrible lo que acababa de ver.

—Fue el último pueblo al que llegamos antes de alcanzar a Vitrenko. Estaba en pleno territorio rebelde, y la batalla que tuvimos que librar para llegar hasta allí fue terrible. No estábamos seguros de si la unidad de Vitrenko había pasado por aquel lugar o si éste estaba tomado por los rebeldes. Al final, resultó ser una aldea normal sin combatientes. Pero teníamos que asegurarnos: así que pasamos medio día bajo un sol implacable, recibiendo el azote continuo del polvo y la arena. Luego, justo después del mediodía, el viento cambió de dirección y nos trajo el hedor a muerte del poblado. Entonces supimos que Vitrenko había estado allí. Mandé a un pelotón de reconocimiento que nos hizo señas para que entráramos. Cuando me acerqué al jefe del pelotón, vi por su cara que la cosa pintaba mal.

El ucraniano hizo una pausa y señaló con la cabeza la imagen que ahora descansaba entre los pies de Fabel.

—Fue en una especie de granero o almacén de la aldea. Si existe el infierno, debe de parecerse bastante a lo que encontramos en aquel granero. Habían pegado un tiro a todos los hombres. Estaban todos apilados justo al lado de la puerta. Tenían las manos y los pies atados, y les habían obligado a arrodillarse antes de dispararles. Luego estaban las mujeres. Seguramente, todas las mujeres del pueblo. Unas veinte. De todas las edades: desde niñas a ancianas. A todas las habían desgarrado y les habían extraído los pulmones, igual que a sus víctimas. A un par las habían clavado a la pared del granero, con los brazos y las piernas separados como si fuera una especie de exposición… —El ucraniano hizo una pausa. Sus ojos buscaban en una escena invisible los detalles que le permitirían dar una descripción precisa—. Igual que los coleccionistas de mariposas presentan sus mariposas.

—¿Lo hizo Vitrenko? —preguntó Fabel.

—No personalmente. Ésa es la cuestión: ordenó a otros que lo hicieran por él. Tiene talento para ello. Creó esta galería espantosa de piezas expuestas sin mancharse las manos de sangre. Sus hombres lo hicieron por él. Fue como una especie de examen…, una prueba. Fue como un ritual que los unió a su líder.

—¿Y sólo se lo hicieron a las mujeres? —preguntó Mahmoot, que había escuchado el relato del ucraniano en silencio. Éste asintió con la cabeza.

—Recuerdo que el jefe del equipo de reconocimiento dijo que al menos los hombres habían tenido una muerte más fácil. Pero luego vimos que no. Vitrenko había obligado a los hombres a presenciar el horror. Antes de matarlos, les hizo observar cómo morían las mujeres.

Fabel y Mahmoot se miraron. El pequeño despacho modular se sumió en el silencio. De nuevo, Fabel se descubrió pensando en las imágenes que Marlies Menzel presentaba en su exposición y se imaginó en la galería espantosa de un granero cerrado y sofocante, situado en un paisaje desierto, contemplando los cadáveres destrozados de veinte mujeres: la obra de arte pervertida de la creatividad propia de un psicópata.

—¿Le dieron alcance?

—Al final, sí. Mis órdenes eran llevarlos de vuelta a él y a sus hombres a territorio controlado por los soviéticos. Y es lo que hicimos; pero después de arduas negociaciones. De hecho, cuando le dimos alcance, los hombres de Vitrenko tomaron posiciones defensivas. Tuve que ordenar a mis hombres que se pusieran a cubierto. No entendían por qué sus camaradas les apuntaban. Pero aquellos hombres ya no eran soldados soviéticos. Eran soldados de Vitrenko. Bandidos. Muy bien entrenados, muy motivados, muy eficientes…, pero bandidos, en definitiva. Y su lealtad era exclusivamente para con Vitrenko.

»Después de la guerra de Afganistán, se convirtió en un héroe. Los detalles de sus atrocidades quedaron eclipsados por la popularidad de que gozaba entre los hombres normales y corrientes. Para serle sincero, a pocas personas, fuera cual fuese su rango, les importaba lo que le pasara a un puñado de musulmanes extranjeros, siempre que diera buenos resultados. Vitrenko pronto fue reconocido como un experto en terrorismo islámico. Después de la desintegración de la Unión Soviética, se convirtió en un miembro muy valioso de las nuevas fuerzas antiterroristas ucranianas. Se alistó en el Berkut, las «Águilas Doradas». De nuevo, su hoja de servicios fue ejemplar. Vitrenko es una persona muy inteligente y culta, y estudió todas las formas de criminología, psicología y antiterrorismo. Esto, combinado con su experiencia en el campo de batalla, lo convirtió en un experto muy respetado. Pero entonces, tuvieron lugar en Kiev una serie de violaciones y asesinatos brutales. —El ucraniano señaló de nuevo las fotos—. La primera fotografía que ha visto era de una de las víctimas, una joven periodista de una emisora de radio independiente de Ucrania. Detuvimos a alguien por los asesinatos, un joven de unos veinticinco años. Encajaba en todos los criterios de asesino en serie y confesó ser el autor de los crímenes, pero estábamos bastante seguros de que no actuaba solo. De hecho, Herr Hauptkommissar, no estoy convencido de que fuera el asesino. Corría el rumor de que detrás de estos crímenes había una especie de culto, y se mencionaba el nombre de Vitrenko. También sospechábamos que un agente de policía o de seguridad bien situado estaba dirigiendo la actividad del crimen organizado, pero no pudimos relacionar nunca a Vitrenko con este asunto. Luego, hará unos tres años, desapareció. Poco después, se perdió de vista a doce de sus antiguos subordinados… o, de hecho, desertaron de sus puestos en los ejércitos de Rusia, Bielorrusia y Ucrania.

Fabel soltó una risa amarga.

—Y se han trasladado a Hamburgo, donde las ganancias son mayores. Supongo que se trata de las personas a las que nuestra división de crimen organizado llama el «Equipo Principal»…

El ucraniano se encogió de hombros.

—La llame como la llame, la unidad de Vitrenko ha tomado de forma sistemática el control de las principales actividades mafiosas de su ciudad. Verá, para ellos, su queridísimo Hamburgo no es distinto de Afganistán, Chechenia o cualquier otro escenario de operaciones. Simplemente es otro paisaje. La lealtad que se tienen y que tienen para con su líder, su compromiso para alcanzar el objetivo de su misión… es lo único que les importa, nada más.

—Pero Vitrenko está loco —protestó Fabel, consciente de la pobreza de su argumento.

—Eso no viene al caso. Yo también creo que está demente, que es un psicópata. Pero su locura se ha convertido en su mayor activo. Como carece totalmente de inhibición y, bueno, de restricciones morales, puede utilizarla para aterrorizar a quienes subyugaría y cautivar a aquellos que utilizaría como instrumentos suyos.

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