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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (42 page)

BOOK: Muerte en Hamburgo
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—Iván el Terrible… —dijo Fabel entre dientes.

—¿Cómo?

—Nada, he recordado una cosa que alguien me dijo hace poco —dijo Fabel—. ¿Por qué me cuenta todo esto?

Pareció que algo apagaba su mirada verde. Fabel casi podría haberlo definido como tristeza. La chica rubia interpretó una vez más la orden silenciosa del ucraniano y le entregó una carpeta. Él la abrió, sacó otra fotografía y se la dio a Fabel. Era una foto de archivo militar de un hombre de unos cuarenta años. El ucraniano se rió en voz baja al ver la contusión de Fabel mientras éste miraba primero la foto y luego al ucraniano y después de nuevo la foto. El rostro de la fotografía tenía exactamente la misma forma y los mismos ojos verdes que el anciano; pero la mandíbula era más ancha y robusta, y la amplia frente estaba encuadrada por una melena rubia. Por un instante, Fabel se preguntó si sería una foto del ucraniano de joven; pero a pesar de las similitudes desconcertantes, había demasiadas diferencias fundamentales y estructurales entre los dos rostros. Fabel recorrió más camino en tan sólo un par de segundos que en toda la investigación hasta la fecha. Se recostó en la silla y miró al anciano con una compasión perceptible.

—¿Se apellida usted Vitrenko?

El ucraniano asintió con la cabeza. Fabel volvió a mirar la cara de la fotografía.

—¿Es su hermano?

El ucraniano negó lentamente con la cabeza, como si la tuviera de plomo.

—Es mi hijo. Soy el padre de Vasyl Vitrenko.

Viernes, 20 de junio. 22:00 h

NIEDERHAFEN (HAMBURGO)

Ahora que no corrían el riesgo de que MacSwain los viera, habían abierto la puerta corredera de la furgoneta Mercedes que servía de puesto de mando. Los hombres del MEK estaban fuera fumando. Dentro, el aire era más limpio, pero el ambiente seguía crispado. Todo el mundo escuchaba la conversación que tenía lugar en el barco, en algún punto de las aguas negras. La voz de Anna sonaba relajada y segura. Paul Lindemann abrió las manos sobre las rodillas, frotó las palmas en el tejido de los pantalones y soltó el aire despacio antes de levantarse de repente con un gesto decidido.

—Comunica a la lancha de la WSP que se mantenga a la espera. Si Anna quisiera que la sacáramos de allí, nos haría una señal.

Maria levantó el auricular de la radio, pero no comunicó.

—¿Estás seguro, Paul?

—Diles que se mantengan a la espera. Pero quiero que se aseguren de que tienen contacto visual en todo momento, aunque corran el riesgo de que los vea. No quiero perder de vista a Anna.

—Creo que tomas la decisión correcta, Paul. Lo del barco ha sido una sorpresa desagradable, pero ahora que tenemos a la policía portuaria vigilando, controlamos de nuevo la situación. —Maria hizo una pausa—. Si quieres, también podemos subirnos nosotros a una lancha…

Paul negó con la cabeza.

—No. Volverán a tierra firme… de un modo u otro. Y lo lógico es que regrese a su atracadero. Quiero vigilarlo de cerca cuando vuelva.

MacSwain pulsó un botón en el panel blanco junto al timón del barco. Las luces de navegación y las luces interiores de la cabina de mando volvieron a encenderse. Levantó la botella de Sekt y arqueó una ceja. Anna alzó la copa.

—¿Tú no quieres? —le preguntó ella, y comprobó, tanto como le fue posible sin que se notara, que era la misma botella que había abierto antes de apagar las luces.

MacSwain sonrió.

—Cuando estoy al timón del barco, sólo tomo una copa…; pero tú bebe, por favor. —Le llenó la copa y volvió a dejar la botella en la cubitera. Anna tomó un sorbo de champán. ¿Había algo en la bebida que antes no estaba? ¿Un regusto? Notó el hormigueo de un sudor frío en la frente y retuvo el líquido en la boca, llevando al límite las capacidades analíticas de su paladar. Anna tragó el champán, mientras repasaba mentalmente su frase de alarma, como si fuera un chaleco salvavidas al que pudiera agarrarse al primer indicio de hundimiento. Sonrió débilmente a MacSwain, cuyo rostro seguía inexpresivo y oscuro. El momento pasó. No se mareó ni sintió confusión.

—¿Cuánto hace que te interesan los barcos? —Fue lo único que se le ocurrió preguntar.

—Bueno…, desde pequeño. Mi padre me llevaba a navegar en Escocia. Siempre he andado entre barcos y cerca del agua.

—¿Estás muy unido a tu padre?

MacSwain se rió.

—Nadie está unido a mi padre. Es un aburrido. La verdad es que nunca nos hemos llevado bien. Me metieron en un internado, y sólo veía a mis padres en vacaciones. Incluso entonces, aparte de llevarme con él cuando iba a navegar, o acompañarlo en viajes al extranjero, mi padre no me dedicaba demasiado tiempo. —Se encogió de hombros con filosofía—. Mi madre es alemana y siempre he conectado más con su rama de la familia. ¿Quieres comer algo más?

—No, gracias… Debe de ser duro… para un chico, quiero decir, no tener una buena relación con su padre.

MacSwain se ofendió un poco.

—Ya no soy un niño pequeño. —Esbozó una sonrisa forzada—. Empieza a hacer frío aquí fuera… ¿Quieres que entremos en el camarote y tomemos un café?

Anna se rió.

—¿No se te ocurre nada mejor? ¿O es que quieres enseñarme tu colección de sellos?

MacSwain levantó las manos.

—Si lo único que quieres es un café, un café es lo único que te voy a dar.

Anna tensó los músculos de las mejillas para mantener la sonrisa. Café. Otra bebida donde esconder algo menos inocuo.

—De acuerdo…

El camarote era pequeño pero luminoso y elegante, de polímero blanco moldeado con detalles de madera. A cada lado había dos ojos de buey ovalados y tres en el techo de la cubierta. A la derecha, había un pequeño sofá encajado en un hueco; una cocina compacta y un cubículo que Anna imaginó que era el baño se ajustaban en el espacio disponible a la izquierda. Una cama de matrimonio ocupaba el extremo de la proa. En el camarote flotaba un aroma intenso procedente de la cafetera embutida en la pared de la cocina. MacSwain le indicó a Anna que se sentara en el sofá. Ella vio que servía los dos cafés de la misma cafetera y se sintió aliviada cuando MacSwain se sentó en el borde de la cama en lugar de forzar cierta intimidad apretujándose en el pequeño espacio que quedaba en el sofá.

—¿Así que trabajas en una agencia de viajes? —le preguntó MacSwain.

Anna sintió un escalofrío en el pecho. Era una parte de su tapadera que no quería someter demasiado al examen de MacSwain. Escarbó en su memoria en busca de las emociones verdaderas que le había suscitado su breve paso por Meier Reisen.

—Sí. Es el trabajo más aburrido del mundo. Mandas a la típica familia alemana dos semanas de vacaciones a Tenerife o a Gran Canaria y luego tienes que escuchar cómo se quejan de que en el menú del hotel no había Bratwurst… ¿Por qué lo preguntas?

—¿Has enviado alguna vez a alguien a un lugar del que no quisiera regresar…? Un lugar que despertara un sentimiento instintivo en su interior… Que le hiciera sentir que aquél era su lugar.

Anna se encogió de hombros.

—No… No lo creo…

—Así me sentí yo la primera vez que vi Hamburgo. Y a veces también pasa eso con las personas. —Un fuego se encendió en los ojos de MacSwain—. A veces encuentras a alguien y es como si os conocierais desde hace una eternidad. Como si fuera la última variación de una melodía que lleva sonando mil años.

—Qué romántico… ¿Es una frase que utilizas con las mujeres?

La expresión de MacSwain se ensombreció.

—No tiene nada que ver con las mujeres o el sexo. Estoy hablando de algo mil veces más importante que, bueno, el amor. Estoy hablando de un vínculo verdadero entre una persona y un lugar…, entre una persona y otras. —MacSwain frunció el ceño como si buscara un punto de referencia, una señal, que pudiera mostrar a Anna—. En alemán hay una palabra que no tiene traducción en inglés…

—Hay unas cuantas…

MacSwain desechó el comentario de Anna con un gesto de la mano.


Heimat
. El concepto de un lugar, un tiempo, y unas personas que son tu gente. Está entre los conceptos de «hogar» y «patria».

Anna asintió con la cabeza distraídamente. Era una palabra que ella asociaba con provincianismo y estrechez de miras; con las películas anodinas políticamente descafeinadas y afectadas que se habían rodado en Alemania durante el período posterior a la segunda guerra mundial: una época en la que albergar cualquier sentimiento de germanidad parecía inadecuado o incluso de mal gusto.

—A lo largo de la vida, encuentras y forjas relaciones que te proporcionan ese sentimiento interno de
Heimat
, de pertenencia. Pero no tiene por qué estar necesariamente vinculado a un lugar. Cuando te encuentras con esa persona, donde sea que vuelvas a encontrarla, sientes que estás en casa. —La intensidad desapareció de los ojos de MacSwain. Se encogió de hombros y bebió otro sorbo de café—. Por eso mi padre ya no forma parte de mi paisaje, sólo es un personaje secundario. He aprendido que hay vínculos mucho más importantes entre las personas que los meramente genéticos. Bueno…, ya basta de hablar de mí…

Se trasladó al sofá. Anna se vio obligada a moverse para hacerle sitio. Él se acercó más y aproximó la cara a la de ella. Una vez más, Anna se fijó en sus facciones de una belleza casi perfecta y le asombró que se le revolviera el estómago cuando MacSwain posó sus labios en los de ella. Se apartó con tranquilidad de él y sonrió.

—Hora de volver a puerto, capitán —le dijo Anna con la esperanza de que su jocosidad no sonara tan falsa por fuera como le sonó a ella por dentro. MacSwain sonrió con sequedad y soltó un suspiro.

—Claro…

MacSwain había sido amable y educado, pero Anna lo notó frío de regreso al embarcadero. A medida que las luces de la orilla se acercaban, sintió que la invadía una sensación de energía y alivio. Declinó la invitación de MacSwain de llevarla a casa, aduciendo que tenía el coche aparcado por la discoteca, pero él insistió en acercarla hasta allí. Cuando MacSwain entró en su atracadero, Paul Lindemann y el equipo de vigilancia ya se habían retirado, y habían vuelto a seguirle la pista de camino a la discoteca.

—Aquí ya está bien… —dijo Anna mientras se detenían por fuera del club. De nuevo, MacSwain esbozó una sonrisa educada.

—¿Dónde tienes el coche? —le preguntó. Anna hizo un gesto impreciso con la mano.

—A la vuelta de la esquina. —Anna sacó una libretita del bolso sin asas y anotó el número de móvil que le habían asignado para la operación—. Escucha… Creo que esta noche no he sido la mejor de las compañías… Llámame y podemos quedar para otro día.

—Empezaba a pensar que no te gustaba, Sara. Parecías, bueno, inquieta o algo así.

Anna se acercó a MacSwain y le dio un beso prolongado en los labios. Se retiró y sonrió.

—Ya te lo he dicho… Me mareo en los barcos. Eso es todo. Llámame. —Abrió la puerta del Porsche y sacó las piernas—. La próxima vez quedamos en tierra firme…

Uno de los coches de vigilancia partió detrás del Porsche de MacSwain manteniendo una distancia segura. Anna se quedó en la acera mirando cómo el coche doblaba por la esquina de Albers-Eck. Sólo después de que el equipo de vigilancia confirmara que MacSwain había salido del Kiez, la Mercedes Vario se detuvo junto a Anna. La primera en bajar fue Maria, que le pasó un brazo por los hombros en un gesto de afecto torpe y poco habitual.

—Lo has hecho la hostia de bien, Anna —le dijo.

—Menudo susto nos ha dado con la maniobra del barco. —Paul Lindemann había salido de la furgoneta y estaba junto a Maria—. No sé cómo coño has estado tan tranquila.

Anna soltó una risita infantil y se dio cuenta de que le temblaban las piernas.

—Yo tampoco.

—Le pedimos a la Wasserschutzpolizei que te vigilara —le explicó Paul—. Has estado segura todo el tiempo… Si hubieras necesitado ayuda, la tenías a unos segundos.

Maria iba a decir algo cuando le sonó el móvil. Retrocedió unos pasos y contestó.

—Tengo que decirte que lo has hecho muy bien, Anna —dijo Paul—. Pero no hemos sacado demasiado. No ha dicho ni hecho nada que sugiera que está relacionado con los secuestros o con los asesinatos.

Anna no contestó, pero siguió mirando en la dirección que había tomado MacSwain. El fantasma de la náusea que había sentido cada vez que MacSwain la tocaba se retorcía en algún lugar de su estómago.

—Tengo un presentimiento sobre MacSwain —dijo sin mirar a Paul—. He tenido una reacción física muy real y poderosa hacia él.

Paul soltó una risita.

—¿Intuición femenina?

—No. —Anna contestó con un hilo de voz, pero con un tono fuerte y claro—. Intuición de policía.

—Bueno —dijo Paul—. Parece que has pasado por todo eso para nada. Sospecho que Mister MacSwain no es más que un
yuppie
mujeriego.

—Parece que tienes razón. —Maria cerró la tapa de su móvil—. Era Fabel…, por fin. Parece ser que también ha tenido una noche movidita. MacSwain queda fuera. Ya tenemos un nombre para nuestro asesino. Vasyl Vitrenko.

Anna se volvió para mirar a sus compañeros. Sus ojos negros brillaban con frialdad bajo el destello de neón del Kiez.

—Me da igual lo que haya descubierto Fabel. Sé que MacSwain tiene algo maligno. Es nuestro asesino. Lo sé y punto.

Sábado, 21 de junio. 1:04 h

HARBURG (HAMBURGO)

Pese a que la noche era suave, Hansi Kraus temblaba debajo de las sábanas pestilentes y raídas y del grueso abrigo militar que lo acompañaba a todas partes. Su cuerpo magro se convulsionaba, le castañeteaban los dientes y era como si una rata le royera constantemente las tripas. Quizá no tendría que haber vuelto a la casa abandonada; pero necesitaba un sitio cálido donde, tal vez, poder mendigar, pedir prestado o robar el dinero suficiente para pagarse el pico que tanto necesitaba. Desafortunadamente para Hansi, no había tenido la oportunidad de explotar ninguna de las tres opciones. Allí estaba expuesto, pero tenía que aclararse. Iría a ver al turco por la mañana y le diría lo que había visto en el Polizeipräsidium. Los turcos sabrían qué hacer; quizá, por una vez, incluso le anticiparían algo. También le había escrito una carta a su madre, la primera prueba que le daba en cinco años de que todavía respiraba. En ella, le expresaba lo más parecido a una disculpa de que era capaz; le pedía perdón por haber destruido a su único hijo y haber acabado con todas las esperanzas y sueños que había depositado en él. Era irónico que, después de una década de miedo y amenazas, y cinco años durante los cuales su madre y sus hermanas probablemente lo habían dado por muerto, Hansi aceptara que seguramente había llegado su hora. Ahora reparaba en el daño que había causado; ahora dejaba un mensaje que perduraría cuando él ya no estuviera.

BOOK: Muerte en Hamburgo
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