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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (11 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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Brunetti decidió que había llegado el momento de llevar sus preguntas a una esfera más personal. Pasó unas hojas de la libreta, miró sus anotaciones y preguntó:

—¿Quién vive en esta casa, signora?

Si el brusco cambio de tema la había sorprendido, no lo exteriorizó:

—Mi marido y yo, y una criada.

—¿Cuánto hace que trabaja para ustedes la criada?

—Ha trabajado para Helmut unos veinte años, creo. Yo la conocí cuando vine a Venecia por primera vez.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace dos años.

—¿Sí? —la animó él.

—Ella vive todo el año en el apartamento, aunque nosotros no estemos. No estuviéramos —rectificó inmediatamente.

—¿Cómo se llama?

—Hilda Breddes.

—¿No es italiana?

—No; belga.

Él tomó nota.

—¿Cuánto tiempo llevaban casados usted y el maestro?

—Dos años. Nos conocimos en Berlín, donde yo trabajaba.

—¿Cómo fue?

—Él dirigía
Tristan
. Yo subí a la zona de bastidores con unos amigos que también eran amigos de él. Después de la función, nos fuimos a cenar todos juntos.

—¿Cuánto tardaron en casarse?

—Unos seis meses. —Ella se afanaba otra vez en afilar el cigarrillo.

—Dice usted que trabajaba en Berlín, pero es húngara. —Ella no respondió y él insistió-: ¿No es verdad?

—Sí; soy húngara por nacimiento, pero súbdita alemana. Mi primer marido, como usted ya debe de saber, era alemán, y yo adquirí su nacionalidad cuando nos trasladamos a Alemania, después de la boda.

Aplastó el cigarrillo y miró a Brunetti, como indicando que en adelante dedicaría toda la atención a contestar sus preguntas, cosa que sorprendió al comisario, ya que ésas eran cuestiones de dominio público. Todas sus respuestas acerca de sus matrimonios se ajustaban a la verdad; lo sabía, porque Paola, adicta incorregible a las revistas del corazón, le había puesto en antecedentes aquella mañana.

—¿No es insólito? —preguntó.

—¿Insólito, el qué?

—Que fuera usted autorizada a trasladarse a Alemania y adoptar la nacionalidad alemana.

Ella sonrió, pero a él no le pareció ésta una sonrisa divertida.

—No tan insólito como parecen pensar ustedes, en occidente. —¿Era desdén?—. Yo era una mujer casada, casada con un alemán. Su trabajo en Hungría había terminado y él regresaba a su país. Yo solicité permiso para ir con mi marido y me fue concedido. Tampoco bajo el régimen anterior éramos salvajes. Para los húngaros, la familia es muy importante. —Por su forma de decirlo, Brunetti dedujo que debía de creer que para los italianos era de importancia mínima.

—¿Es el padre de su hija?

La pregunta la sorprendió claramente.

—¿Quién?

—Su primer marido.

—Sí. —Ella alargó la mano hacia los cigarrillos.

—¿Vive todavía en Alemania? —preguntó Brunetti mientras le daba fuego, a pesar de que sabía que daba clases en la Universidad de Heidelberg.

—Así es.

—¿Es cierto que, antes de casarse con el maestro, era usted médico?

—Comisario —empezó ella con una voz tensa en la que vibraba una irritación mal disimulada—, yo sigo siendo médico y siempre lo seré. En este momento no ejerzo, pero no por ello dejo de ser médico.

—Mis disculpas, doctora —dijo Brunetti, lamentando sinceramente su estupidez. Cambió de tema rápidamente-: ¿Su hija vive aquí con usted?

Él vio el maquinal movimiento de la mano hacia el paquete de cigarrillos y observó cómo la mujer rectificaba y tomaba el que ardía en el cenicero.

—No; vive en Munich, con sus abuelos. Sería muy difícil para ella asistir a una escuela extranjera, y decidimos que estudiara en Munich.

—¿Con los padres de su primer marido?

—Sí.

—¿Cuántos años tiene su hija?

—Trece.

Los mismos que tenía Chiara, la hija del comisario, quien comprendió lo duro que sería obligarla a ir al colegio en un país extranjero.

—¿Piensa volver a ejercer la medicina?

Ella tardó en responder.

—No lo sé. Quizá. Me gusta curar a la gente. Pero aún es pronto para pensar en eso.

Brunetti inclinó la cabeza en muda señal de aprobación.

—Si me permite,
signora
, y me disculpa, desearía preguntar si tiene alguna idea de las disposiciones financieras adoptadas por su esposo.

—¿Quiere decir qué va a pasar con el dinero? —Una formulación extraordinariamente escueta y directa.

—Sí.

Ella respondió con rapidez:

—Sólo sé lo que me dijo Helmut. No teníamos un pacto formal por escrito como los que hoy suelen firmar las parejas al casarse. —Había en su tono cierto desdén—. Creo que cinco personas heredarán sus bienes.

—¿Y son?

—Los hijos que tuvo en sus matrimonios anteriores. Tuvo uno con su primera esposa y tres con la segunda. Y yo.

—¿Y su hija?

—No —respondió ella inmediatamente—. Sólo sus hijos biológicos.

A Brunetti le pareció natural que un hombre quisiera dejar su dinero a los hijos engendrados por él.

—¿Tiene idea de la cuantía de la herencia? —Las viudas, generalmente, estaban enteradas de esto pero solían decir que no lo sabían.

—Creo que es mucho dinero. Pero su agente o su apoderado podrán darle más detalles que yo. —Curiosamente, al comisario le pareció que ella no lo sabía. Y lo más curioso era que no parecía interesarle.

Las señales de fatiga que había observado en ella al entrar se habían acentuado durante la conversación. Sus hombros estaban más caídos y el rictus de su boca era más profundo.

—Sólo un par de preguntas más —dijo él.

—¿Quiere beber algo? —Resultaba evidente que su cortesía era meramente un formulismo.

—No, muchas gracias. Le hago las preguntas y me marcho.

Ella movió la cabeza de arriba abajo con cansancio, como si supiera que en realidad éstas eran las preguntas que había venido a hacerle.


Signora
, desearía que habláramos de su relación con su esposo. —Observó cómo ella se retraía, y apuntó-: La diferencia de edad era considerable.

—Sí.

Él guardó silencio, esperando. Finalmente ella dijo con una naturalidad que encontró admirable:

—Helmut tenía treinta y siete años más que yo. —Entonces era varios años mayor de lo que él había calculado, aproximadamente de la edad de Paola, y Wellauer tenía sólo ocho años menos que el abuelo de Brunetti. Le pareció extraña la idea, y trató de no demostrarlo. ¿Qué vida era la de esta mujer, con un marido casi dos generaciones mayor que ella? Vio que ella se revolvía, incómoda, bajo su intensa mirada y desvió los ojos durante un momento, como pensando en la manera de formular su siguiente pregunta:

—¿Esa diferencia de edad era causa de alguna dificultad? —Qué transparente era la nube de eufemismos que rodeaba siempre estos matrimonios. Aunque cortés, en el fondo, la pregunta era una impertinencia, y estaba avergonzado.

El silencio fue ahora muy largo, y Brunetti no supo si traducía repugnancia ante su curiosidad o irritación por el artificio del planteamiento. Con súbito cansancio, ella dijo:

—La diferencia de edad hacía que tuviéramos distintos conceptos de la vida, pero me casé con él porque estaba enamorada. —El instinto le dijo a Brunetti que lo que acababa de oír era la verdad, pero se daba cuenta de que ella había hablado sólo en singular. Por delicadeza, se abstuvo de pedir que subsanara la omisión.

En señal de que había terminado, Brunetti cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.

—Gracias,
signora
. Ha sido muy amable al recibirme en estos momentos. —Se interrumpió, para no volver a caer en el eufemismo o el tópico—. ¿Ha hecho los preparativos para el funeral?

—Mañana. A las diez. En San Moisé. Helmut adoraba esta ciudad y siempre deseó tener el privilegio de ser enterrado aquí.

Por lo poco que Brunetti había leído u oído contar del director, imaginaba que, para el muerto, un privilegio era algo que sólo él podía otorgar, pero quizá Venecia poseía la majestad suficiente como para erigirse en la excepción.

—Espero que no tenga inconveniente en que yo asista.

—Claro que no.

—Tengo una última pregunta, también dolorosa. ¿Conoce a alguien que pudiera desear causar daño a su esposo? Alguien con quien hubiera discutido, a quien tuviera razones para temer.

Su sonrisa fue leve, pero fue una sonrisa.

—¿Quiere decir si sé de alguien que deseara su muerte?

Brunetti asintió.

—Su carrera ha sido muy larga, y estoy segura de que él habrá ofendido a mucha gente. Algunos lo detestaban, seguro. Pero no puedo pensar en nadie capaz de hacer una cosa así. —Distraídamente, pasó el dedo por el brazo del sillón—. Y nadie que ame la música puede haberlo hecho.

Él se levantó y le tendió la mano.

—Gracias,
signora
, por su tiempo y su paciencia. —Ella se levantó y le estrechó la mano—. Le ruego que no se moleste —dijo él, dando a entender que ya encontraría la salida por sí mismo. Ella rechazó la sugerencia con un movimiento de cabeza y lo llevó por el pasillo. En la puerta, volvieron a estrecharse la mano, sin decir nada. Él salió insatisfecho, sin saber si la única razón de su desasosiego eran las fórmulas de cortesía y las banalidades que había dicho o algo que no había sabido captar, por torpe.

CAPÍTULO X

Había oscurecido mientras él estaba en la casa. Era el súbito anochecer de principios del invierno, que acentuaba la desolación que envolvía la ciudad hasta la llegada de la primavera. Decidió no volver al despacho, para no tener que enfadarse si no había llegado todavía el informe del laboratorio. No sentía ningún interés por releer el dossier enviado por los alemanes. Mientras caminaba, pensó en lo poco que había averiguado acerca del muerto. No; en realidad, tenía mucha información, pero inconexa, formal, impersonal. Un genio, un misántropo, ídolo del mundo de la música, un hombre del que podía enamorarse una mujer a la que doblaba la edad, pero también un hombre de personalidad huidiza. Brunetti conocía algunos hechos, pero no tenía idea de la realidad. Siguió andando, mientras repasaba los medios que le habían permitido adquirir la información. Disponía de los recursos de la Interpol, contaba con la plena colaboración de la policía alemana y tenía autoridad suficiente para recurrir a todo el sistema policial de Italia. Pero, evidentemente, la forma más segura de conseguir información fiable sobre el hombre era acudir a la fuente infalible: el chismorreo.

Sería una exageración decir que Brunetti detestaba a los padres de Paola, los condes de Falier, pero también lo sería afirmar que los adoraba. Le intrigaban del mismo modo que una pareja de garzas reales intrigaría al que está acostumbrado a dar de comer a las palomas del parque. Pertenecían a una especie rara y elegante, y Brunetti, al cabo de casi dos décadas de conocerlos, reconocía que tenía sentimientos ambivalentes acerca de su inevitable extinción.

La estirpe del conde de Falier, que entre sus antepasados por línea materna, contaba dos
dux
, se remontaba al siglo X. Posados en las ramas de su árbol genealógico había varios cruzados, uno o dos cardenales, un compositor de segunda fila y el antiguo embajador de Italia en la corte del rey Zog de Albania. La madre de Paola era florentina, y su familia, que se había trasladado a Venecia poco después de venir ella al mundo, se preciaba de descender de los Médicis y, en esa especie de ajedrez genealógico que posee una extraña fascinación para la gente de su esfera, oponía a los
dux
de su marido, un papa y un magnate de la industria textil; al cardenal, un primo del Petrarca; al compositor, un famoso
castrato
(que, lamentablemente, no había dejado descendencia) y, al embajador, el banquero de Garibaldi.

El
palazzo
había pertenecido a los Falieri durante por lo menos tres siglos. Era un vasto caserón situado a orillas del Gran Canal prácticamente imposible de calentar en invierno y cuyo inminente desmoronamiento era demorado por los constantes cuidados de una legión de carpinteros, fontaneros y electricistas que secundaban entusiásticamente al conde de Falier en la perpetua batalla de los venecianos contra las fuerzas inexorables del tiempo, el agua y la contaminación.

Brunetti nunca se había detenido a contar las habitaciones del palazzo, y tenía escrúpulos en preguntar cuántas eran. Sus cuatro plantas estaban rodeadas de canales por tres lados y la parte trasera se apoyaba en el muro de una iglesia desconsagrada. Él sólo ponía los pies en casa de sus suegros en los días señalados: en Nochebuena, cuando iban a comer pescado e intercambiar regalos; en la onomástica del conde Orazio, fecha en la que comían faisán y volvían a hacer regalos, y en la fiesta del Redentor, en la que comían
pasta fagioli
y contemplaban los fuegos artificiales que se elevaban sobre la piazza San Marco. A sus hijos les encantaba visitar a los abuelos en estas ocasiones, y el comisario sabía que iban otras veces durante el año, ya solos, ya con su madre. Él quería creer que era por el
palazzo
y por las posibilidades de exploración que ofrecía, pero tenía la mortificante sospecha de que los chicos querían a sus abuelos y disfrutaban de su compañía, dos fenómenos que desconcertaban por completo a Brunetti.

El conde se dedicaba a las «finanzas». Durante los diecisiete años que Brunetti llevaba casado con Paola, ésta era la única descripción que había oído de las actividades de su suegro. No se decía «financiero» por la connotación laboral del término, que sugería funciones como la de contar dinero y acudir a un despacho. No; el conde operaba en «finanzas» del modo en que los De Beers operaban en «minas» y Von Thyssen en «aceros».

La condesa operaba en «sociedad», es decir, asistía a los estrenos de los cuatro grandes teatros de ópera de Italia, organizaba conciertos a beneficio de la Cruz Roja Italiana y todos los años, con motivo de los Carnavales, daba un baile de máscaras para cuatrocientas personas.

Brunetti, en su calidad de comisario de policía, ganaba poco más de tres millones de liras al mes, suma, calculaba, sólo ligeramente superior a lo que su suegro pagaba mensualmente por amarrar su barco delante del palazzo. Hacía una década, el conde había intentado convencer a Brunetti para que dejara la policía e iniciara una carrera en la banca bajo sus auspicios. Repetía constantemente que Brunetti no debería pasar la vida en compañía de evasores de impuestos, maridos que pegaban a la mujer, chulos, ladrones y pervertidos. Sus ofrecimientos cesaron bruscamente una Navidad en que, agotada la paciencia, Brunetti comentó que, si bien él y el conde parecían trabajar con la misma clase de personas, a él, por lo menos, le cabía el consuelo de arrestarlas, mientras que el conde se veía en la obligación de invitarlas a cenar.

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