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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (9 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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La escalera terminaba delante de una puerta metálica negra. Al acercarse, Brunetti se sintió observado a través de la minúscula mirilla situada encima de la cerradura superior. Antes de que pudiera levantar la mano para llamarla puerta se abrió y Brett Lynch le invitó a entrar haciéndose a un lado.

Él musitó el
«Permesso»
ritual, formalidad sin la que ningún italiano entraría en casa ajena. Ella sonrió, pero no le tendió la mano y, dando media vuelta, le precedió por el pasillo hasta la sala del apartamento.

Brunetti se sorprendió al encontrarse en un espacio amplio, de diez por quince metros. El suelo era de gruesas vigas de roble, como las que sostienen los más antiguos techos de la ciudad. Las paredes habían sido despojadas de todas sus capas de pintura y revoque para dejar a la vista el ladrillo original. Lo más extraordinario de la habitación era la luz que entraba por unas claraboyas dobles, seis en total, tres en cada vertiente del tejado. Brunetti se dijo que quien hubiera conseguido permiso para modificar la estructura exterior de un edificio tan antiguo como ése debía de tener amigos muy influyentes o, si no, habría chantajeado al alcalde y al concejal de urbanismo. Y las obras eran recientes; así lo indicaba el olor a madera nueva.

Brunetti trasladó su atención de la casa a su dueña. Era muy alta —la noche antes no se había dado cuenta—, y tenía esa figura angulosa que, por lo visto, tan atractiva resulta a los norteamericanos. Pero su cuerpo no daba la impresión de fragilidad que suelen sugerir las personas altas y delgadas. Parecía estar sana y en buena forma física, y tenía el cutis terso y la mirada brillante. Advirtió entonces que se había quedado mirándola con descaro, sorprendido por la inteligencia que había en sus ojos y sorprendido también por estar buscando malicia en ellos. Le inspiraba curiosidad su propia resistencia a tomarla por lo que parecía ser, una mujer atractiva e inteligente.

Flavia Petrelli componía una artística figura, o eso le sugirió al comisario, sentada junto a una de las grandes ventanas abiertas en la pared de la izquierda, desde la que, a lo lejos, se veía el campanario de San Marcos. La soprano movió ligeramente la cabeza de arriba abajo por todo saludo y él correspondió de igual manera antes de decir a la otra mujer:

—Le traigo los periódicos.

Se los entregó presentándole las fotos y los grandes titulares de la primera plana. Ella miró los papeles, los dobló rápidamente con un escueto «Gracias» y los arrojó a una mesita baja.

—La felicito, tiene una casa preciosa Miss Lynch.

—Gracias —repitió ella.

—No es corriente ver tanta luz, tantas claraboyas, en un edificio antiguo —dijo él, inquisitivamente.

—Cierto —convino ella con afabilidad.

—Vamos, comisario —cortó Flavia Petrelli—, usted no ha venido a hablar de interiorismo.

Como si quisiera suavizar la brusca observación de su amiga, Brett Lynch dijo:

—Siéntese, por favor,
dottor
Brunetti —señalando un diván situado frente a una larga mesa de vidrio que ocupaba el centro de la habitación—. ¿Café? —preguntó como una buena anfitriona a una visita de cumplido.

En aquel momento, a Brunetti no le apetecía el café, pero aceptó el ofrecimiento, para ver cómo reaccionaría la cantante a esta indicación de que no tenía prisa por marcharse. Flavia Petrelli volvió a concentrar su atención en la partitura que tenía en el regazo, desentendiéndose del visitante, en tanto su amiga iba a preparar el café.

Mientras la norteamericana se ocupaba en hacer café y la Petrelli se ocupaba en olvidarse de Brunetti, éste examinó atentamente la sala. La pared que tenía delante estaba totalmente cubierta de libros. Reconoció fácilmente los italianos porque los títulos estaban escritos de abajo arriba, mientras que en los libros ingleses se leían de arriba abajo. Más de la mitad de los tomos mostraban caracteres que él supuso chinos. Todos parecían haber sido leídos más de una vez. Distribuidas entre los libros había piezas de cerámica —cuencos y figuritas humanas— que, a sus ojos, tenían un aire sólo vagamente oriental. Uno de los estantes estaba ocupado por estuches múltiples de CDs, óperas completas, sin duda. A su izquierda había un equipo estéreo de aspecto muy complicado y, en los ángulos de la habitación, dos grandes altavoces sobre sendos pedestales de madera. Los únicos cuadros de las paredes eran chafarrinones modernos que no le seducían.

Al poco rato, Lynch volvió de la cocina con dos tacitas de
espresso
y un azucarero de plata en una bandeja también de plata. El comisario observó que hoy llevaba un pantalón vaquero que nunca había visto América y otro par de botas de aquéllas, pero de color mostaza. ¿Un color para cada día de la semana? ¿Qué era lo que tanto le irritaba de esta mujer? ¿El que fuera extranjera y hablara el italiano tan bien como él, y viviera en una casa que él nunca podría permitirse?

Ella le puso una taza delante y el comisario le dio las gracias y esperó a que se sentara. Entonces se ofreció a echar el azúcar en la segunda taza, pero la mujer movió la cabeza negativamente. Puso dos cucharadas de azúcar en su taza y se arrellanó en el sofá.

—Vengo de San Michele —dijo a modo de introducción—. La causa de la muerte fue envenenamiento por cianuro. —Ella se llevó la taza a los labios—. Estaba en el café.

La mujer volvió a dejar la taza en el platillo y puso ambas cosas en la mesa.

Flavia Petrelli levantó la mirada de la partitura, pero quien habló fue la otra.

—Entonces fue una muerte rápida. Qué considerado, quien lo haya hecho. —Miró a su amiga—. ¿Querías café, Flavia?

A Brunetti la escena le parecía un poco teatral, pero decidió mantener el tono y formular la pregunta que ella le incitara a hacer con su observación:

—¿He de deducir de eso que no le agradaba el maestro, Miss Lynch?

—No me agradaba —respondió ella mirándole a los ojos—. Ni yo a él.

—¿Por alguna razón en concreto?

Ella agitó una mano con displicencia.

—Teníamos opiniones diferentes sobre muchas cosas.

Él supuso que, para la norteamericana, esto era razón suficiente.

El comisario miró a la Petrelli.

—¿Eran sus relaciones con el maestro distintas de las de su amiga?

Antes de contestar, ella cerró la partitura y la depositó cuidadosamente a sus pies.

—Sí; Helmut y yo siempre habíamos trabajado bien juntos. Profesionalmente, nos respetábamos mucho.

—¿Y personalmente?

—También, por supuesto —respondió ella con rapidez—. Pero nuestra relación era esencialmente profesional.

—¿Puedo preguntar cuáles eran sus sentimientos personales hacia él? —A pesar de que debía de estar preparada para la pregunta, pareció que no le gustaba. Se revolvió en la butaca, y al comisario le llamó la atención que hiciera tan ostensible su incomodidad. Hacía años que leía lo que se publicaba en la prensa sobre esta mujer, y le constaba que era mejor actriz de lo que ahora aparentaba. Si en sus relaciones con Wellauer había algo que deseaba ocultar, hubiera sabido disimularlo perfectamente, en lugar de titubear como una colegiala que es interrogada acerca de su primer novio.

Dejó que el silencio se prolongara, absteniéndose de repetir la pregunta.

Finalmente, ella concedió a regañadientes:

—No me agradaba.

En vista de que no decía más, Brunetti la apremió:

—Si me lo permite, me gustaría hacerle la misma pregunta que a Miss Lynch: ¿Alguna razón en concreto? —Qué corteses somos, pensó. El viejo, al otro lado de la laguna, frío y eviscerado, y nosotros, aquí, entregados a sutilezas gramaticales: ahora un subjuntivo, después un condicional. ¿Sería tan amable de decirme? ¿Tendría la bondad de explicarme? Durante un momento, sintió nostalgia de Nápoles, donde había pasado unos años de purgatorio, tratando con gentes insensibles a las florituras semánticas y que sólo respondían a los guantazos.

La
signora
Petrelli interrumpió su ensoñación:

—No había una razón en particular. Simplemente, era
antipático
.

Ajá, pensó Brunetti, al volver a oír la palabra, mucho más ilustrativa que cualquier ejercicio gramatical. Para explicar una incompatibilidad, para justificar que no ha sido posible establecer ese inefable flujo de cordialidad que hace sintonizar a dos personas, basta decir que fulano es
antipático
, y todo queda perfectamente claro. Una respuesta vaga e insuficiente, pero el comisario comprendió que no iba a sacar más.

—¿Era mutua la antipatía? —preguntó, impasible—. ¿Hay en usted algo que desagradara al maestro?

Ella lanzó una rápida mirada a Brett Lynch, que volvía a tomar el café a sorbitos. Si entre ellas se cruzó algún mensaje, Brunetti no lo captó.

Finalmente, como si le disgustara el papel que estaba interpretando, la Petrelli levantó una mano abierta, en el mismo ademán que tenía en la foto publicitaria en la que aparecía en los periódicos de la mañana, vestida de Norma, hizo un amplio movimiento de rechazo y dijo «Basta». Brunetti quedó fascinado por el cambio de expresión, porque aquel ademán parecía haber barrido vanos años. Ella se levantó bruscamente. De sus facciones había desaparecido la rigidez.

—Antes o después, se enterará, así que vale más que se lo cuente —dijo la soprano. Él oyó el golpe de la porcelana, cuando la otra mujer dejó la taza y el plato en la mesa, pero no apartó la mirada de la cara de la Petrelli—. El maestro me acusaba de ser lesbiana e insinuaba que Brett era mi amante. —Hizo una pausa, esperando su reacción. Como él permaneciera imperturbable, prosiguió-: Empezó en el tercer ensayo, aunque no de forma clara y directa; era su tono, su manera de referirse a Brett. —Volvió a interrumpirse, esperando su respuesta, que tampoco llegó—. Al final de la primera semana, le hice una observación, que degeneró en una disputa, y al final él dijo que iba a escribir a mi marido. Mi ex marido —rectificó, espiando el efecto de estas palabras en Brunetti.

—¿Y eso, por qué? —preguntó él con curiosidad.

—Mi marido es español. Pero nuestro divorcio es italiano. Lo mismo que el fallo que me concede la custodia de nuestros hijos. Si mi marido formulara una acusación semejante contra mí en este país… —Dejó que su voz se apagara, porque creía haber expuesto con suficiente claridad cuáles serían sus probabilidades de conservar la custodia de sus hijos.

—¿Y los niños? —preguntó él.

Ella movió la cabeza, desconcertada, sin entender la pregunta.

—Los niños. ¿Dónde están?

—Los niños están en el colegio, donde deben estar. Vivimos en Milán, y van a un colegio de allí. No me parece conveniente llevarlos conmigo por el mundo. —Se acercó a él y se sentó en el extremo del sofá. Él miró entonces a la amiga y vio que tenía la cara vuelta hacia la ventana y que miraba al campanario, casi como si la conversación no la afectara.

Nadie habló durante un rato. Brunetti reflexionaba y se preguntaba si lo que acababa de oír podría ser la causa de su instintiva reserva hacia la norteamericana. No obstante, Paola y él tenían buenos amigos homosexuales, y comprendía que no podía ser ésta la causa de su reticencia, aunque fuera cierta la acusación.

—¿Y bien? —preguntó al fin la cantante.

—¿Y bien, qué? —dijo él.

—¿No va a preguntar si es verdad?

Él rechazó la pregunta con un movimiento de cabeza.

—Si es verdad o mentira, no hace al caso. Lo que importa es saber si él hubiera cumplido la amenaza de decírselo a su marido.

Brett Lynch se había vuelto hacia él y le miraba con aire especulativo.

La norteamericana dijo con voz serena:

—Se lo hubiera dicho. Todo el que le conociera bien lo sabría. Y el marido de Flavia removería cielo y tierra para conseguir la custodia de los niños. —Al decir el nombre de su amiga, la miró, y sus ojos se encontraron un momento. Luego se arrellanó en la butaca, metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas.

Brunetti la observaba. ¿Eran las relucientes botas y el negligente despliegue de riqueza que se observaba en el apartamento la causa de su prevención hacia ella? Trató de despejar la cabeza, de hacer como si la viera por primera vez: una mujer de treinta y tantos años que le había brindado hospitalidad y ahora parecía brindarle confianza. A diferencia de su jefa —suponiendo que Petrelli fuera su jefa—, ella no hacía ademanes teatrales ni trataba en modo alguno de acentuar la angulosa belleza de su cara anglosajona.

El comisario vio que su bien cortado pelo estaba húmedo en la nuca, como si hiciera poco que había salido del baño o de la ducha y, al mirar a Flavia Petrelli, creyó detectar también en ella ese aspecto fresco de la mujer que acaba de bañarse. De improviso, se encontró inmerso en una fantasía erótica, imaginando a las dos mujeres desnudas y abrazadas, seno contra seno, en la ducha, y se asombró del poder de excitación de la imagen. Ay, Dios, qué fácil era todo en Nápoles, a guantazos.

La norteamericana lo sacó de su abstracción al preguntar:

—¿Piensa usted que Flavia pudiera haberlo hecho? ¿O yo?

—Aún es pronto para hablar de eso —dijo él, aunque no era exacto—. Aún es pronto para hablar de sospechosos.

—Pero no para hablar de móvil —dijo la cantante.

—No —concedió. No le hizo falta añadir que ahora ella parecía tenerlo.

—Imagino que yo también tengo un móvil —dijo entonces la amiga, y el comisario descubrió que ésta era la declaración de amor más extraña que había oído en su vida. ¿O de amistad? ¿O de lealtad? Y dice la gente que los italianos son complicados.

Decidió contemporizar.

—Como ya le he dicho, aún es pronto para hablar de sospechosos. —Y cambiando de tema: ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en la ciudad,
signora
?

—Hasta que terminemos las representaciones —respondió la cantante—. Otras dos semanas. Hasta últimos de mes. Aunque me gustaría ir a Milán los fines de semana. —Lo formuló como una afirmación, pero era evidente que estaba pidiendo permiso. Él asintió expresando con el gesto a un mismo tiempo comprensión y autorización oficial para abandonar la ciudad—. Después, no sé —prosiguió ella—. No tengo otros compromisos hasta… —Miró a su amiga, que inmediatamente facilitó la información:

—El cinco de febrero. Covent Garden.

—¿Y estará en Italia hasta entonces?

—Desde luego. Aquí o en Milán.

—¿Y usted, Miss Lynch?

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