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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (5 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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—¿Me necesitará para esto, señor?

—No tenga escrúpulos en tomar una copa yendo de uniforme —le dijo Brunetti.

—No es eso, señor. —Quizá el chico estuviera cansado.

—¿Qué es entonces?

—Verá, señor, el
portiere
es amigo de mi padre, y he pensado que, si ahora vuelvo y le invito a tomar una copa, quizá me diga algo más. —Como Brunetti no respondiera, el muchacho agregó rápidamente-: Era sólo una idea, señor. No quiero…

—Una buena idea. Muy buena. Vuelva y hable con él. Le veré por la mañana. No hace falta que llegue antes de las nueve.

—Gracias, señor —dijo Miotti con una amplia sonrisa. El joven se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo que Brunetti contestó agitando la mano con negligencia, y volvió al teatro, a seguir haciendo de policía.

CAPÍTULO IV

Brunetti subió hacia el hotel, todavía iluminado a esta hora de la noche en la que el resto de la ciudad estaba oscura y dormida. Venecia, que fuera la capital de la disipación de todo un continente, se había convertido en una ciudad provinciana y dormilona que, después de las nueve o las diez de la noche, prácticamente dejaba de existir. Durante el verano, mientras los turistas pagaban y el sol brillaba, desempolvaba sus fastos de cortesana, pero en el invierno era una vieja cansada, amiga de acostarse temprano, y dejaba sus calles silenciosas a los gatos y a los recuerdos.

Pero, para Brunetti, éstas eran las horas en las que más bella estaba la ciudad, las horas en las que él, veneciano hasta la médula, podía vislumbrar vestigios de la gloria de antaño. La noche ocultaba el musgo que cubría las escalinatas de los
palazzi
del Gran Canal, tapaba las grietas de las iglesias y disimulaba los desconchados de la yesería de las fachadas de los edificios públicos. Al igual que muchas mujeres de cierta edad, la ciudad necesitaba de la penumbra para aparentar la belleza perdida. La barca que, de día, repartía detergente o coles, por la noche, era una forma nebulosa que navegaba hacia un destino misterioso. Las nieblas, tan frecuentes en estos días invernales, transformaban a personas y objetos y hasta podían convertir a los adolescentes melenudos que vagaban por las calles compartiendo un cigarrillo en misteriosos fantasmas del pasado.

El comisario levantó la mirada a las estrellas, que se veían claramente sobre la calle sin iluminar, y percibió su belleza. Con su imagen grabada en la mente, siguió andando hacia el hotel.

El vestíbulo, desierto, tenía el aspecto de abandono común a los lugares públicos por la noche. El portero estaba sentado detrás del mostrador de recepción, con la silla inclinada hacia la pared y las hojas rosa del diario deportivo del día abiertas ante sí. Un viejo con delantal a rayas verdes y negras barría el serrín que antes había esparcido por el suelo de mármol. Cuando Brunetti, que había pisado el serrín, vio que no podía cruzar el vestíbulo sin ensuciar la zona ya barrida, miró al viejo y dijo:


Scusi
.

—No importa —dijo el hombre yendo tras él con la escoba. El que leía el periódico no se molestó en levantar la mirada.

Brunetti pasó al salón del hotel. Había seis o siete grupos de butacas situadas alrededor de mesitas bajas. Brunetti las sorteó y se reunió con el único ocupante del salón. Si había que creer lo que decían los periódicos, este hombre era el mejor director escénico de Italia. Hacía dos años, Brunetti había visto en el teatro Goldoni una obra de Pirandello dirigida por él, y le impresionó más el montaje que la interpretación, que era mediocre. Santore era un homosexual reconocido, pero en el mundo del teatro, en el que el matrimonio entre un hombre y una mujer se considera mixto, su vida privada nunca fue impedimento para el éxito. Y ahora alguien decía haberle visto salir muy alterado del camerino de un hombre que poco después era víctima de una muerte violenta.

Santore se levantó al ver acercarse a Brunetti. Los dos hombres se estrecharon la mano y se presentaron. Santore tenía estatura y complexión medianas, y la cara de un boxeador al final de una carrera poco afortunada: nariz aplastada y de poro abierto y boca grande, de labios carnosos y húmedos. Preguntó a Brunetti si quería una copa, y de aquella boca salieron palabras pronunciadas con el más puro acento florentino y la modulación de un actor. Brunetti pensó que así debía de hablar el Dante.

Brunetti aceptó el coñac que le ofreció Santore y éste fue en busca de las copas. Al quedarse solo, Brunetti miró el libro que el otro había dejado abierto en la mesa y lo atrajo hacia sí.

Santore volvió trayendo en cada mano una copa Napoleón con una generosa dosis de coñac.

—Gracias —dijo Brunetti, bebiendo un gran trago. Señaló el libro, tras decidir que éste le ofrecía una manera de iniciar la conversación mejor que las preguntas de rigor de dónde había estado y qué había hecho—. ¿Esquilo?

Santore sonrió, disimulando la sorpresa que pudiera causarle el que un policía leyera un título escrito en griego.

—¿Lo lee por afición o por obligación?

—Digamos que por obligación —respondió Santore tomando un sorbo de coñac—. Dentro de tres semanas, empiezo a trabajar en un montaje de
Agamenón
en Roma.

—¿Lo representarán en griego? —preguntó Brunetti, pero era evidente que conocía la respuesta de antemano.

—No; en la traducción. —Santore guardó silencio un momento y cedió a la curiosidad—. ¿Cómo es que un policía lee griego?

Brunetti hizo girar el líquido en la copa.

—Estudié cuatro cursos. Pero de eso hace mucho tiempo y lo he olvidado casi todo.

—Pero aún reconoce a Esquilo.

—Conozco las letras. Es lo único. —Tomó otro trago y agregó-: Una cosa que siempre me ha gustado de los griegos es que mantenían la violencia fuera de la escena.

—¿A diferencia de nosotros? —preguntó Santore, y puntualizó-: ¿A diferencia de lo de esta noche?

—Sí, a diferencia de lo de esta noche —admitió Brunetti, sin preguntarse ni por asomo cómo podía saber Santore que la muerte había sido violenta: el teatro era pequeño, y seguramente se había enterado ya antes de que llegara la policía e incluso antes de que los avisaran.

—¿Ha hablado con él esta noche? —No era necesario dar nombres.

—Sí. Hemos tenido unas palabras antes de que empezara la función. Nos hemos encontrado en el bar y hemos ido a su camerino. Allí ha empezado la discusión. —Santore hablaba sin vacilaciones—. No recuerdo si hemos llegado a gritar, pero hemos levantado la voz.

—¿Cuál era la causa de la discusión? —preguntó Brunetti, con la misma tranquilidad con que hablaría con un viejo amigo, y seguro de que la respuesta que oiría sería la verdad.

—Habíamos llegado a un acuerdo verbal acerca de este montaje. Yo cumplí mi parte y Helmut se negó a cumplir la suya.

En lugar de pedir aclaraciones, Brunetti apuró el coñac, dejó la copa en la mesa y se quedó esperando a que el otro prosiguiera.

Santore sostenía la copa con las dos manos y la hacía girar lentamente.

—Yo accedí a dirigir esta ópera porque él prometió ayudar a un amigo mío a conseguir trabajo en el festival de Halle de este verano. No es un gran festival, ni el papel era importante, pero Helmut se avino a recomendar a mi amigo a los directores. Él tenía que dirigir una ópera allí. —Santore se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo—. Ésta fue la causa de la discusión.

—¿Qué dijeron?

—No estoy seguro de recordar todo lo que dije yo ni lo que dijo él, pero sí que recuerdo haber dicho que lo que él había hecho me parecía una bellaquería y una inmoralidad. —Suspiró—. Cuando discutías con Helmut, siempre acababas hablando como él.

—¿Y qué contestó él?

—Se rió.

—¿Por qué?

Antes de responder, Santore preguntó:

—¿Quiere otra copa? Yo la tomaré.

Brunetti asintió, agradecido. Esta vez, mientras Santore se ausentaba, él apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

Los abrió cuando oyó acercarse los pasos de Santore. Tomó la copa que el otro le ofrecía y preguntó, como si la conversación no se hubiera interrumpido:

—¿Por qué se rió?

Santore se sentó en su butaca, sosteniendo la copa con una mano.

—En parte, supongo, porque Helmut creía estar por encima de la moral corriente. O quizá creía haber creado su propia moral, distinta y mejor que la nuestra. —Como Brunetti no hiciera ningún comentario, prosiguió-: Es casi como si sólo él tuviera derecho a definir la moral, como si pensara que nadie más era digno de utilizar esa palabra. Yo, no, desde luego. —Se encogió de hombros y bebió.

—¿Por qué había de pensar tal cosa?

—Porque soy homosexual —respondió Santore simplemente, sugiriendo que él consideraba la cuestión tan importante como pudiera ser la elección de periódico.

—¿Por esa razón se negó a ayudar a su amigo?

—En definitiva, sí —respondió Santore—. Al principio, decía que Saverio no era lo bastante bueno, que no tenía experiencia. Pero la verdadera razón salió después, cuando me acusó de pedir un favor para mi pareja. —Se inclinó hacia adelante y dejó la copa en la mesa—. Helmut siempre se ha considerado una especie de guardián de la moral pública —dijo, y entonces rectificó-: Se había considerado.

—¿Y lo es? —preguntó Brunetti.

—¿Es quién, qué? —preguntó Santore, sorprendido, descuidando la gramática.

—¿Es su pareja ese cantante?

—No. Nada de eso. Por desgracia.

—¿Es homosexual?

—Tampoco.

—Entonces ¿por qué Wellauer no quiso ayudarle?

Santore miró fijamente a Brunetti y preguntó:

—¿Qué sabe de él?

—Muy poco, y sólo cosas de su carrera profesional, lo que han publicado las revistas y los diarios durante años. Pero de él, de su vida privada, nada. —Y Brunetti era consciente de que tendría que indagar en ella, porque ahí tenía que estar, como estaba siempre, la causa de la muerte.

En vista de que Santore no decía nada, Brunetti le apremió:

—No se debe hablar mal de los muertos,
vero
?

—Ni de alguien con quien tengas que volver a trabajar —agregó Santore.

Brunetti se sorprendió a sí mismo al responder:

—No creo que eso sea factible en este caso. ¿Y qué mal podría decirse de él?

Santore contemplaba la cara del policía como si éste fuera un actor o un cantante, y tuviera que decidir qué papel adjudicarle en la obra.

—Son, más que nada, rumores —dijo al fin.

—¿Qué rumores?

—Rumores de que era nazi. Nadie lo sabe a ciencia cierta o, si lo sabe, lo calla. Y, si alguien dijo algo alguna vez, ya se ha olvidado, ha ido a parar allí donde no llega la memoria. Cuando los nazis estaban en el poder, actuaba para ellos. Hasta se había dicho que dirigía conciertos privados para el Führer. Pero él argumentaba que tenía que hacerlo para salvar a músicos de su orquesta que eran judíos. Y lo cierto es que los judíos de la orquesta consiguieron sobrevivir a la guerra. Lo mismo que sobrevivió él. Pero su reputación no se resintió por su actividad de aquellos años ni por los conciertos íntimos para el Führer. Después de la guerra —prosiguió Santore con voz extrañamente serena—, dijo que él se sentía «moralmente opuesto» al nazismo y que había dirigido contra su voluntad. —Tomó un pequeño sorbo de coñac—. No tengo ni idea de lo que pueda haber de verdad en todo ello, ni si era miembro del partido, ni cuál era su implicación. Ni me importa.

—Entonces ¿por qué lo ha mencionado? —preguntó Brunetti.

Santore soltó una carcajada que llenó el espacio vacío del salón:

—Supongo que porque creo que es cierto.

—Podría ser —sonrió Brunetti.

—¿Y, probablemente, porque sí me importa?

—Eso, también podría ser —convino Brunetti.

Dejaron que el silencio se prolongara, hasta que Brunetti preguntó:

—¿Qué sabe usted en realidad?

—Sé que daba conciertos durante la guerra. Sé que la hija de uno de sus músicos fue a suplicarle que ayudara a su padre. Y sé que el músico sobrevivió a la guerra.

—¿Y la hija?

—La hija también sobrevivió.

—¿Entonces? —preguntó Brunetti.

—Nada, supongo. —Santore se encogió de hombros—. Además, siempre ha resultado fácil olvidar el pasado del hombre y pensar sólo en su genio. No ha habido otro como él y, siento decirlo, no habrá nadie que pueda ocupar su puesto.

—¿Por eso accedió usted a montar esta ópera para él, porque era conveniente olvidar su pasado? —Era una pregunta, no una acusación, y como pregunta lo tomó Santore.

—Sí —respondió en voz baja—. Decidí dirigirla para que mi amigo tuviera la oportunidad de cantar con él. Me convenía olvidar todo lo que sabía o sospechaba o, por lo menos, prescindir de ello. Pero ahora ya no importa.

Brunetti vio aparecer una idea en la cara de Santore.

—Pero ahora ya no podrá cantar con Helmut —y agregó, para dar a entender a Brunetti que en ningún momento había perdido de vista el motivo de la conversación-: lo cual indica que yo no tenía por qué matarlo.

—Sí; parece plausible —concedió Brunetti sin aparente interés, y preguntó-: ¿Había trabajado antes con él?

—Sí. Hace seis años. En Berlín.

—¿En aquel entonces su homosexualidad no supuso ningún inconveniente?

—No; eso nunca fue obstáculo, una vez fui lo bastante famoso como para que él quisiera trabajar conmigo. Era conocida la actitud de Helmut, que se consideraba una especie de ángel custodio de la moral de Occidente y de los principios bíblicos; pero, en este medio, si no quieres trabajar con homosexuales, no puedes hacer nada. Helmut había hecho una especie de tregua con nosotros.

—¿Y ustedes, con él?

—Desde luego. Como músico, estaba tan cerca de la perfección como pueda estarlo un mortal. Se podía transigir con el hombre por el privilegio de trabajar con el músico.

—¿Había en su carácter algo más que le disgustara?

Santore reflexionó antes de responder a esto.

—No; no sé de él nada más que me repugne. Los alemanes no me son simpáticos, él era muy germánico. Pero no hablamos de simpatía o antipatía. Era aquel sentido de superioridad moral que tenía, como si fuera un faro en un mundo de tinieblas. —Santore hizo una mueca—. No ha sido una frase afortunada. Culpa de la hora, o del coñac. Además, era un anciano, y está muerto.

Brunetti insistió sobre una pregunta anterior:

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