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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (21 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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Brunetti estimó que ya la había preparado para empezar a contestar el verdadero interrogatorio.

—Así que cuando el maestro se casó usted ya trabajaba para él.

—Sí.

—¿Supuso su matrimonio algún cambio? Me refiero a cuando venía a Venecia.

—No sé a qué se refiere —dijo la mujer, aunque era evidente que lo sabía.

—En la organización de la casa. ¿Cambiaron sus responsabilidades después de que él se casara?

—No. A veces, guisaba la
signora
, pero no muy a menudo.

—¿Algo más?

—No.

—¿Le causó algún problema la hija de la signora?

—Ninguno. Comía mucha fruta. Pero eso no suponía ningún inconveniente.

—Ya. Entiendo —dijo Brunetti sacando un papel del bolsillo y garabateando unas palabras en él—. Dígame,
signorina
Breddes, durante estas últimas semanas que ha estado aquí el maestro, ¿ha notado usted algo… alguna diferencia en su comportamiento, algo que le llamara la atención?

Ella permaneció callada, con las manos fuertemente enlazadas en el regazo. Finalmente, dijo:

—No comprendo.

—¿Había en él algo extraño? —Silencio—. Bueno, si no extraño —sonrió pidiéndole que comprendiera lo difícil que esto era para él—, fuera de lo corriente. —Como ella siguiera sin decir nada, agregó-: Estoy convencido de que usted habría notado cualquier cambio, porque no en vano conocía al maestro desde hacía tanto tiempo y sin duda le comprendía mejor que ninguna otra persona de la casa. —Era una adulación patente, pero podía dar resultado.

—¿Se refiere a su trabajo?

—Bueno —empezó él con una sonrisa de complicidad—, podía ser el trabajo y podía ser cualquier otra cosa, quizá algo personal, algo que no tuviera nada que ver con su carrera ni con su música. Como le digo, estoy seguro de que, al cabo de tantos años de tratarle, usted tenía que ser especialmente sensible a cualquier cambio.

Observaba cómo el cebo flotaba hacia ella y agitó ligeramente la caña, para acercarlo más todavía.

—Sin duda usted podía detectar cosas que a otros se les hubieran escapado.

—Eso es verdad —reconoció ella. Se humedeció los labios nerviosamente, acercándose al anzuelo. Él permaneció mudo, inmóvil, para no remover las aguas. Ella se manoseaba un botón del vestido haciéndolo girar hacia uno y otro lado en semicírculo. Finalmente, dijo-: Algo noté, pero no sé si será importante.

—Quizá lo sea. Recuerde,
signorina
, que todo lo que pueda usted decirme ayudará al maestro. —Sin saber por qué, estaba seguro de que ella no repararía en la colosal estupidez de esta afirmación. Dejó el bolígrafo y juntó las manos en actitud sacerdotal, esperando sus palabras.

—Hubo dos cosas. Esta vez, desde que llegó, parecía más y más distraído, como ausente. No; no es eso exactamente. Era como si le fuera indiferente lo que ocurría a su alrededor. —Se interrumpió, no satisfecha todavía.

—¿Podría ponerme un ejemplo? —la animó él.

Ella movió la cabeza negativamente. Aquello no le gustaba nada.

—No; no lo digo bien. No sé cómo explicarlo. Antes, siempre me preguntaba qué había pasado durante su ausencia, preguntaba por la casa, por las criadas y por lo que había hecho yo. —¿Se había ruborizado?—. El maestro sabía que me gustaba la música, que en su ausencia yo iba a conciertos y a la ópera, y siempre me preguntaba qué me había parecido. Pero esta vez, nada. Me saludó al llegar, y me preguntó cómo estaba, pero no parecía interesarle lo que yo le decía. A veces… no, fue una vez. Tuve que ir al estudio para preguntarle a qué hora quería la cena. Tenía ensayo aquella tarde, y yo no sabía a qué hora pensaba terminar, de modo que entré a preguntar. Llamé a la puerta y entré, como hacía siempre. Pero aquel día no me hizo caso, como si no estuviera allí, me tuvo esperando mientras acababa de escribir. No sé por qué, me hizo esperar como a una criada. Al final me sentía tan violenta que iba a marcharme. Después de veinte años, no iba a consentir que me tuviera esperando como a un reo delante del juez. —Brunetti veía asomar la angustia a sus ojos mientras hablaba.

»Por fin, cuando ya daba media vuelta, él levantó la cabeza e hizo como si acabara de darse cuenta de mi presencia, como si yo hubiera aparecido por arte de magia para hacerle una pregunta. Le pregunté a qué hora pensaba volver. Me parece que le hablé en un tono muy seco, lo siento. Por primera vez en veinte años, le levanté la voz. Pero él hizo como si no hubiera notado nada y sólo me dijo la hora a la que pensaba regresar. Y me parece que entonces le pesó la forma en que me había tratado, porque me dijo que las flores eran muy bonitas. Le gustaba tener flores en la casa cuando estaba aquí. —Su voz se apagó, y agregó, como si tuviera algo que ver-: Las traen de Biancat, desde el otro lado del Gran Canal.

Brunetti no sabía si en su voz había indignación o dolor, o las dos cosas. Desde luego, ser criada durante veinte años te da derecho a que no te traten como a una criada.

—Hubo otras cosas, pero en aquel momento no me parecieron importantes.

—¿Qué cosas?

—Parecía… —empezó la mujer, como si buscara la manera de decir algo y callarlo al mismo tiempo—. Parecía más viejo. Ya sé que tenía un año más que la otra vez, pero la diferencia parecía mayor. Siempre había sido tan enérgico, tan vital. Y ahora parecía un viejo. —Como prueba de su afirmación, agregó-: Había empezado a usar gafas. Pero no para leer.

—¿Y eso le pareció extraño?

—Sí. Generalmente, las personas de mi edad empezamos a necesitarlas para leer, para mirar de cerca, pero él no las llevaba para leer.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque, a veces, cuando le entraba el té y él estaba leyendo, no las tenía puestas y al verme se las ponía, o me hacía seña de que dejara la bandeja, como si no deseara ser molestado. —La mujer se interrumpió.

—Ha dicho usted que había otras cosas. ¿Qué cosas?

—Prefiero no decir más —respondió ella nerviosamente.

—Si no son importantes, dará lo mismo. Si lo son, podrían ayudarnos a descubrir quién lo hizo.

—Es que no estoy segura. Es más bien una impresión —dijo la mujer, cediendo—, algo que percibía. Entre ellos. —Por su manera de pronunciar la última palabra, estaba claro quiénes eran «ellos». Brunetti no dijo nada, decidido a darle tiempo.

—Esta vez estaban diferentes. Antes, siempre estaban… no sé cómo describirlo. Estaban unidos, muy unidos, siempre hablando, haciendo cosas juntos, tocándose. —Su tono daba a entender lo mucho que ella desaprobaba esta conducta en un matrimonio—. Pero esta vez estaban diferentes. No era algo que pudiera notar cualquiera, porque se trataban con mucha cortesía, pero ya no se tocaban como antes, cuando nadie podía verlos. —Ella, sí. Le miró—. No sé si esto tiene algún sentido.

—Me parece que sí,
signorina
. ¿Tiene idea de cuál pudiera ser la causa de esta frialdad?

Él vio la respuesta o, por lo menos, un atisbo de respuesta, insinuarse en sus ojos, pero se desvaneció al momento.

—¿Alguna idea? —insistió. Nada más decirlo, comprendió que había ido demasiado lejos.

—No. Ni por asomo. —La mujer movió la cabeza a derecha e izquierda, liberándose.

—¿Sabe si alguna de las criadas observó algo?

La mujer irguió la espalda.

—Yo no hablaría de eso con las criadas.

—Claro, claro —murmuró él—. Ni yo pretendía insinuar tal cosa. —El comisario se daba cuenta de que la mujer ya empezaba a arrepentirse de lo poco que había dicho. Sería preferible restar importancia a sus palabras para que ella no tuviera reparo en repetirlas, llegado el caso, o ampliarlas, a ser posible—. Le agradezco su información,
signorina
, que confirma lo que ya sabíamos por otras fuentes. Supongo que no es necesario que le diga que la consideraremos estrictamente confidencial. Si recuerda algo más, llámeme a la
questura
, por favor.

—No quiero que piense de mí… —empezó ella, pero no se decidió a expresar lo que no quería que pensara de ella.

—Le aseguro que pienso de usted tan sólo que es una persona que sigue siendo fiel al maestro. —Y era lo menos que podía decir, puesto que era la verdad. Los pliegues de la cara de la mujer se suavizaron ligeramente. Él se levantó y le tendió la mano. La de ella era pequeña y sorprendentemente frágil, como la pata de un pájaro. Le condujo por el pasillo hasta la puerta del apartamento, desapareció un momento y salió con el abrigo de él—. Dígame,
signorina
, ¿qué piensa hacer ahora? ¿Se quedará en Venecia?

Ella le miró como si fuera un demente que la hubiera abordado en plena calle.

—No; pienso volver a Gante lo antes posible.

—¿Tiene idea de cuándo será eso?

—La
signora
tiene que decidir ahora lo que hace con el apartamento. Me quedaré hasta entonces y luego volveré a mi casa, con los míos. —Con estas palabras, abrió la puerta y, cuando él hubo salido, la cerró silenciosamente. Brunetti se paró en el primer descansillo y miró por la ventana. A lo lejos, el ángel que estaba en lo alto del campanario extendía las alas bendiciendo a la ciudad y sus habitantes. Brunetti se dijo que el exilio sigue siendo exilio aun en la ciudad más bella del mundo.

CAPÍTULO XVI

Como estaba cerca del teatro, Brunetti decidió ir directamente. Sólo se paró a tomar un sándwich y un vaso de cerveza, a pesar de que no tenía hambre, sino sólo aquella ligera comezón que sentía cuando llevaba muchas horas sin probar bocado.

En la puerta del escenario mostró su documento de identidad y preguntó si había llegado ya el
signore
Traverso. El
portiere
respondió que el signore Traverso había llegado hacía quince minutos y que esperaba al comisario en el bar. Allí encontró Brunetti a un hombre alto y cadavérico que tenía un aire con el primo dentista. La algarabía de la multitud que pasaba por allí, unos con traje de calle y otros ya vestidos para la representación, dificultaba la conversación, y Brunetti preguntó si no podrían ir a un lugar más tranquilo.

—Lo siento —dijo el músico—. Debí figurarme cómo estaría esto. Quizá, en algún camerino vacante… Supongo que no habrá inconveniente. —El hombre dejó dinero sobre la barra, agarró el estuche del violín y precedió a Brunetti hacia la parte trasera del teatro y por las escaleras que el comisario ya había subido la primera noche. Arriba salió a su encuentro una mujer gruesa con bata azul que les preguntó qué querían.

Traverso explicó a la mujer quién era Brunetti y qué necesitaban. Ella asintió y los condujo por el estrecho pasillo. Sacó del bolsillo un gran manojo de llaves, abrió una puerta y se hizo atrás para dejarles entrar. Dentro, ni asomo del hechizo del teatro: un cuartito con dos sillones y una mesita en medio, y una banqueta delante de un tocador. Se sentaron en los sillones, frente a frente.

—¿Notó algo fuera de lo corriente durante los ensayos? —preguntó Brunetti. Como no quería dejar traslucir qué buscaba, dio a la pregunta un sentido general, y descubrió que era tan general que casi se perdía de vista.

—¿Se refiere a la obra? ¿O al maestro?

—A cualquiera. A los dos.

—¿La obra? Lo de siempre. Los decorados y el atrezo eran nuevos, pero el vestuario ya lo hemos usado dos veces. Desde luego, los cantantes son buenos, menos el tenor, a ése habría que fusilarlo. Pero no es culpa suya. Mala dirección del maestro. Ninguno de nosotros sabía por dónde tenía que ir. Por lo menos, al principio. A partir de la segunda semana, me parece que tocábamos de memoria. No sé si me entiende.

—¿No podría ser más explícito?

—Era Wellauer. Como si hubiera envejecido de repente. Yo ya había tocado con él. Dos veces. El mejor director que he tenido. No hay otro como él, aunque son muchos los que lo imitan. La última vez, tocamos
Cosí
. La orquesta nunca había sonado tan bien. Qué diferencia de ahora. De repente, era un viejo. Como si no estuviera en lo que hacía. A veces, cuando atacábamos un
crescendo
, parecía despertar y señalaba con la batuta al que se retrasaba ni que fuera una octava de compás. Entonces daba gusto. Pero, por lo demás, un desastre. Y nadie decía nada. Era como si tácitamente hubiéramos acordado tocar la música tal como estaba escrita y seguir al concertino. Supongo que, mal que bien, eso funcionó. Por lo menos, el maestro parecía satisfecho. Pero no era como antes.

—¿Cree que el maestro se daba cuenta?

—¿Se refiere a lo mal que sonábamos?

—Sí.

—A la fuerza tenía que darse cuenta. No puedes ser el mejor director del mundo y no oír cómo suena tu orquesta. Pero daba la impresión de que, durante la mayor parte del tiempo, pensaba en otra cosa. Como si estuviera ausente y no prestara atención a lo que hacía.

—¿Y la noche de la función? ¿Notó algo fuera de lo corriente?

—No. Estábamos muy ocupados tratando de mantener un equilibrio, para que la música no sonara tan mal como hubiera podido sonar.

—¿No hubo nada? ¿No habló con nadie de un modo extraño?

—Aquella noche no habló con nadie. No le vimos hasta que apareció en el foso de la orquesta. —El hombre hizo una pausa, como si persiguiera un recuerdo—. Hubo algo, pero no sé si vale la pena mencionarlo.

—¿Qué?

—Fue al final del segundo acto, inmediatamente después de la gran escena en la que Alfredo arroja el dinero a Violetta. No sé cómo se las arreglaron los cantantes para salir adelante. Nosotros íbamos cada cual por su lado. Bueno, al final, el público, que no sabe lo que es música, empezó a aplaudir, y el maestro se sonrió un poco de un modo curioso, como si alguien le hubiera contado un chiste. Y luego dejó la batuta. No la arrojó al podio como acostumbraba a hacer sino que la depositó con suavidad y volvió a sonreír. Luego, bajó del podio y se fue. Y ya no volví a verlo. En aquel momento, creí que sonreía porque el acto había terminado y quizá el resto sería fácil. Después, en el tercer acto, nos cambiaron al director. —Miró su reloj—. No sé si es esto lo que usted quería saber.

El hombre se agachó para coger su violín y Brunetti dijo:

—Una cosa más. ¿Lo notó el resto de la orquesta? No me refiero a la sonrisa, sino al cambio que se había producido en él.

—Algunos lo notaron, los que ya habían tocado con él otras veces. Los demás, no lo sé. Hemos tenido tan malos directores que quizá no se den cuenta de la diferencia. O tal vez sea por mi padre. —Al advertir la extrañeza de Brunetti, explicó-: Mi padre tiene ochenta y siete años y siempre está mirándonos por encima de las gafas, como si sospechara que le escondemos algo y quisiera descubrir qué es. —Volvió a mirar el reloj—. Tengo que marcharme. Sólo faltan diez minutos para que se levante el telón.

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