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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (18 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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Mientras el barco 8 chapoteaba en las rizadas aguas, el comisario contemplaba desde la cubierta el lejano
inferno
industrial de Marghera, donde las chimeneas expulsaban gruesas nubes de humo que, lentamente, cruzarían la laguna para cebarse en el blanco mármol de Istria, y se preguntaba qué divina intercesión podría salvar a la ciudad de la capa de aceite, esta plaga moderna que cubría las aguas de la laguna y que ya había destruido millones de los cangrejos que se arrastraban por las pesadillas de su infancia. ¿Qué Redentor podría proteger a la ciudad del velo de humo verdoso que, poco a poco, convertía el mármol en merengue? Hombre de fe limitada, Brunetti no veía salvación alguna, ni divina ni humana.

Desembarcó en Zittele, giró hacia la izquierda y caminó junto al agua, buscando la entrada de corte Mosca. Al otro lado del agua, la ciudad relucía al tibio sol del invierno. Pasó por delante de la iglesia, cerrada por la siesta de Dios y, más allá, distinguió ya la entrada del patio. El pasaje, estrecho y lóbrego, olía a gato.

Al final del túnel de piedra, se encontró al borde de un asilvestrado jardín que se enmarañaba en el centro del patio. A un lado, algo que en otro tiempo podía haber sido un gato, roía una cosa con plumas. Al oír pasos, el gato retrocedió hasta esconderse bajo un rosal, arrastrando consigo lo que estaba comiendo. Al otro lado del patio, se veía una puerta de madera alabeada. Brunetti avanzó hacia ella, deteniéndose de vez en cuando para desengancharse de alguna que otra espina, y llamó, primero con los nudillos y después con el puño.

Al cabo de varios minutos, la puerta se entreabrió cuatro dedos y dos ojos le miraron. Él preguntó por la signora Santina. Los ojos le inspeccionaron, entornándose confusos, y retrocedieron hacia la completa oscuridad de la casa. En atención a los achaques de la edad, el comisario repitió la pregunta, ahora casi a gritos. Entonces, debajo de los ojos se abrió un pequeño agujero, y una voz de hombre le dijo que la signora vivía enfrente.

Brunetti dio media vuelta y miró hacia el otro lado del jardín. Cerca del túnel, casi escondida tras un montón de hierbas y ramas semiputrefactas, había otra puerta baja. Cuando se volvía para dar las gracias al hombre, la puerta se cerró bruscamente. El comisario cruzó el jardín andando con precaución y llamó a la otra puerta.

Esta vez tuvo que esperar todavía más. Cuando se abrió la puerta, vio otro par de ojos, casi a la misma altura que los otros, y se preguntó si ésta sería la misma criatura que había dado la vuelta al edificio. Pero un examen más atento reveló que estos ojos eran más claros y estaban en una cara de mujer, aunque tan arrugada y tan amoratada por el frío como la primera.

—¿Sí? —dijo la mujer levantando la mirada hacia él. Era menuda y estaba envuelta en prietas capas de jerseys y bufandas. Por el bajo de la más larga de las faldas, asomaba lo que parecía un camisón de franela. Llevaba unas gruesas zapatillas de lana, como las que solía usar la abuela de Brunetti. Y, encima de todo, un abrigo de hombre, desabrochado.

—¿
Signora
Santina?

—¿Qué desea? —Era una voz que la edad había vuelto chillona y áspera. Resultaba difícil creer que pertenecía a una de las grandes cantantes de antes de la guerra. Y también era una voz en la que el comisario detectó la suspicacia ante la autoridad instintiva a todos los italianos, sobre todo, los viejos. Una suspicacia que le había enseñado a demorar todo lo posible el decir a la gente quién era él.


Signora
—empezó en voz alta y clara, inclinándose hacia adelante—, me gustaría hablar con usted del maestro Wellauer.

Nada en la cara de la mujer denotó que estuviera enterada de su muerte.

—No hace falta que grite, que no soy sorda. ¿Quién es, un periodista como el otro?

—No, signora, no soy periodista. Pero me gustaría hablar del maestro con usted. —Ahora hablaba con precaución, atento al efecto de sus palabras—. Tengo entendido que había cantado con él. En sus tiempos de gloria. —Al oír esta palabra, los ojos de la mujer buscaron los de él y su expresión se suavizó casi imperceptiblemente.

Ella lo inspeccionó, buscando al músico detrás de la sobria corbata azul.

—Sí. Canté con él. Pero ya hace mucho tiempo de eso.

—Ya lo sé, signora. De todos modos, sería un honor para mí que me hablara de su carrera.

—De mi carrera con él, ¿no es eso? —Brunetti advirtió entonces que ella había adivinado quién era.

—Policía, ¿verdad? —preguntó, como si la certeza le hubiera llegado como un olor y no como una idea. Se ciñó el abrigo y cruzó los brazos.

—Sí,
signora
. Pero siempre he sido admirador suyo.

—Entonces ¿cómo es que no le he visto antes por aquí? Embustero —dijo más como descripción que como insulto—. Pero hablaré con usted. Si no, volverá con papeles. —Bruscamente, dio media vuelta y retrocedió hacia la oscuridad—. Entre, entre; no puedo permitirme calentar todo el patio.

El entró y sintió una bofetada de aire frío y húmedo. No sabía si era el efecto de haber pasado repentinamente del sol a la oscuridad, pero parecía hacer más frío dentro de la casa que en el patio. La mujer cerró la puerta suprimiendo por completo la luz y hasta el recuerdo del calor del sol. Con el pie, empujó un grueso rollo de franela tapando la rendija de debajo de la puerta. Luego, echó la llave y los cerrojos. Con un policía en casa, aseguraba la puerta.

—Venga por aquí —rezongó, echando a andar por un largo corredor. Brunetti tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra antes de seguirla por el húmedo pasillo hasta una cocina pequeña y oscura, en el centro de la cual había una vetusta estufa de queroseno. La llama que ardía en la base no podía ser más pequeña. Arrimado a la estufa había un sillón que tenía encima tantas mantas como jerseys llevaba la mujer.

—Imagino que querrá café —dijo ella, cerrando la puerta de la cocina y empujando con el pie otro rollo de trapos para tapar la rendija.

—Se lo agradecería,
signora
.

La anciana señaló una silla situada delante del sillón y Brunetti, al acercarse, observó que el asiento de mimbre estaba gastado, o roído, en varios sitios. Se sentó con precaución y paseó la mirada por la cocina, en la que vio signos de una pobreza desesperada: fregadero de cemento, un solo grifo, ni nevera ni fogón, manchas de moho en la pared. Una pobreza que, además de verse, se olía, en aquel aire impregnado del hedor a alcantarilla común a todas las plantas bajas de Venecia, de los efluvios del salami y el queso dejados en la encimera, sin tapar, y del tufo a toquilla vieja y sin lavar que le llegaba de la butaca.

Con unos movimientos entorpecidos por la edad y por la falta de espacio, la mujer vertió un poco de café de una cafetera en un cacillo y, con pasitos vacilantes, se acercó a la estufa, encima de la cual puso a calentar el café. Despacio, fue hasta la encimera de cemento de la que tomó dos tazas desportilladas que colocó encima de la mesa que estaba al lado del sillón. Luego, emprendió otro viaje, del que volvió con un pequeño azucarero de cristal que contenía un mazacote de azúcar solidificado. Introdujo el dedo en el cazo, estimó que la temperatura era la correcta, sirvió el café en las tazas y, con brusquedad, empujó una de ellas hacia el comisario. Luego, se chupó el dedo para limpiárselo.

La mujer se inclinó para alisar las mantas del sillón y, como el que se dispone a acostarse, se dejó caer en el asiento. Automáticamente, como si lo tuvieran ensayado, las mantas que estaban extendidas sobre el respaldo y los brazos del sillón cayeron sobre ella, envolviéndola.

Cuando la anciana alargó la mano hacia la taza, el comisario observó que tenía los dedos abultados y deformados por la artritis, y que la mano izquierda no era más que una especie de gancho con pulgar. Entonces comprendió que ésta debía de ser la causa de la lentitud de sus movimientos. Y, mientras el frío y la humedad seguían infiltrándose en su cuerpo, trató de imaginar lo que debía de ser la vida de la mujer en aquel apartamento. Ninguno de los dos había hablado durante la preparación del café. Ahora mantenían un silencio casi amistoso, hasta que, finalmente, ella se inclinó hacia adelante y le dijo:

—Sírvase azúcar.

Como ella no hacía ningún movimiento para salir de su envoltura, Brunetti tomó la única cucharilla y golpeó con ella el azúcar hasta desprender un grumo.

—Permítame,
signora
—dijo, echando el azúcar en la taza de ella y removiendo el café con la cucharilla. Hizo saltar otro terrón y lo introdujo en su propia taza, en la que permaneció duro e indisoluble. El brebaje era fuerte, tibio y letal. El azúcar chocó contra los dientes del comisario, sin haber hecho nada por mitigar el sabor acre del café. Él tomó otro sorbo y dejó la taza en la mesa. La
signora
Santina ni lo probó.

El comisario se apoyó en el respaldo de la silla y, sin tratar de disimular la curiosidad, miró en derredor. Si había creído que encontraría pruebas de una carrera fulgurante se equivocaba. Ni un cartel de noche de estreno, ni una foto de la cantante vestida para salir a escena. El único objeto que podía evocar el pasado era un retrato en un marco de plata colocado encima de un deteriorado secreter. En él se veía a tres mujeres, tres muchachas que sonreían a la cámara, sentadas formando una V, en actitud formal y un tanto forzada.

Sin mirar siquiera la taza que tenía al lado, la mujer preguntó bruscamente:

—¿Qué quiere saber?

—¿Es verdad que había cantado usted con él, signora?

—Sí. En la temporada de 1937. Pero no aquí.

—¿Dónde?

—En Munich.

—¿Qué ópera,
signora
?


Don Giovanni
. A los alemanes les chifla lo suyo. Y a los austriacos, lo mismo. Por eso les dimos Mozart. —Y, con un ligero bufido de desdén, agregó-: Y Wagner. Naturalmente, él les dio Wagner. Aquel tipo adoraba a Wagner.

—¿Quién? ¿Wellauer?

—No.
L'imbianchino
—dijo ella, utilizando el apelativo de «pintor de paredes» con el que manifestaba unos sentimientos que habían costado la vida a infinidad de personas.

—¿Y el maestro? ¿También admiraba a Wagner?

—A él le gustaba todo lo que le gustaba al otro —dijo, sin disimular el desprecio—. Pero también le gustaba por sí mismo. A todos los alemanes les gusta la melancolía y el dolor. Les gusta el sufrimiento. El propio y el ajeno.

Absteniéndose de todo comentario al respecto, él preguntó:

—¿Conocía bien al maestro,
signora
?

Ella desvió la mirada hacia el retrato y luego se miró las manos, que mantenía cuidadosamente separadas, como si hasta el menor contacto fuera doloroso.

—Sí; lo conocía bien —dijo al fin.

Al cabo de lo que pareció mucho rato, él preguntó:

—¿Qué puede decirme de él?

—Era vanidoso —dijo la mujer—. Pero con razón. Era el mejor director de orquesta que he conocido. No trabajé con muchos, porque mi carrera fue corta; pero de todos aquellos con los que trabajé él era el mejor. No sé cómo, pero hacía que cualquier música, por conocida que fuera, pareciera nueva, como si nunca antes hubiera sido interpretada, ni escuchada. En general, los músicos no le querían, pero le respetaban. Él podía hacer que tocaran como los ángeles.

—Dice que su carrera fue corta. ¿Cuál fue la causa? Ahora le miró, pero no preguntó cómo alguien que se decía admirador suyo podía ignorar la historia. Claro que, al fin y al cabo, era policía, y los policías siempre mienten. Siempre.

—Me negué a cantar para
il Duce
. Fue en Roma, en la inauguración de la temporada de 1938.
Norma
. El gerente del teatro subió a verme poco antes de que se levantara el telón para decirme que aquella noche Mussolini nos honraba con su presencia. Y yo… —Aquí su voz se apagó, mientras buscaba la manera de explicar lo sucedido—. Yo era joven y valiente, y dije que no cantaría. Era joven y célebre, y pensé que podía hacerlo, que mi fama me protegería. Pensaba que el amor de los italianos por el arte y la música me permitirían hacer aquello y quedar a salvo. —Sacudió la cabeza ante la idea.

—¿Qué ocurrió?

—No canté. Aquella noche no canté, y no volví a cantar en público nunca más. Él no podía matarme por no cantar, pero podía arrestarme. Me quedé en mi casa de Roma hasta que terminó la guerra. Y, cuando terminó, cuando terminó, ya no canté más. —Se revolvió en el sillón—. No quiero hablar de eso.

—Entonces hablemos del maestro. ¿Recuerda algo más de él? —Aunque ninguno de los dos había mencionado su muerte, hablaban de él como si estuviera entre los muertos.

—Nada más.

—¿Es verdad que tuvo con él dificultades de carácter personal?

—Le conocí hace cincuenta años. ¿Qué puede importar ya?


Signora
, yo sólo deseo hacerme una idea de qué clase de hombre era. Lo único que conozco de él es su música, que es muy bella. Y su cuerpo, que no tenía nada de bello cuando lo vi. Cuanto más cosas sepa de él, mejor podré comprender las circunstancias de su muerte.

—Murió envenenado, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. —No había malevolencia en su voz. El entusiasmo que denotaba era el que hubiera podido despertar un pasaje musical o una buena comida. Él observó que ahora tenía las manos juntas y que se retorcía los dedos nerviosamente—. Pero siento que lo hayan matado. —¿En qué quedamos?, se preguntó él—. Preferiría que se hubiera suicidado, para que, además, su alma se condenara.

Su tono de voz seguía siendo neutro, desapasionado. Brunetti se estremeció. Empezaron a castañetearle los dientes. Casi involuntariamente, se levantó y empezó a pasearse, para tratar de entrar en calor. Al pasar por delante del secreter, se paró a contemplar el retrato. Las tres muchachas estaban ataviadas a la artificiosa moda de los años treinta: vestidos de blonda hasta los pies y sandalias de tacón altísimo, labios oscuros y en forma de corazón y cejas muy finas. A pesar de la ondulación y del maquillaje, se veía que eran muy jóvenes. Estaban colocadas por orden de edad, la mayor, a la izquierda, no tendría más de veinticinco años, la mediana, en el centro, unos cuantos menos y la pequeña, casi una niña, no pasaría de los quince.

—¿Cuál de ellas es usted,
signora
?

—La del centro. Yo era la mediana.

—¿Y las otras dos?

—Clara era la mayor. Y Camilla, la pequeña. Éramos una buena familia italiana. Mi madre tuvo seis hijos en doce años, tres niñas y tres niños.

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