—Paola —dijo él, mirándola por encima del periódico—, si no estuviera casado contigo, abandonaría a mi mujer por ti.
Le halagó comprobar que la había sorprendido; pocas veces lo conseguía. Así la dejó, mirándole por encima de sus lentes de lectura, sin saber qué había hecho para provocar esta reacción en su marido.
Brunetti bajó corriendo los noventa y cuatro escalones, con prisa por llegar al despacho y empezar a hacer llamadas.
Cuando llegó, al cabo de quince minutos, Patta aún no había dado señales de vida, por lo que el comisario dictó un breve párrafo y lo envió a la mesa de su superior. Hecho esto, llamó a las oficinas centrales de
Il Gazzettino
y preguntó por Salvatore Rezzonico, el crítico musical. Le dijeron que no estaba, pero que lo encontraría en su casa o en el conservatorio. Cuando, por fin, localizó al crítico en su casa y le explicó qué quería, Rezzonico accedió a hablar con él aquella misma mañana, en el conservatorio, donde daba una clase a las once. Después Brunetti llamó a su dentista, que una vez había mencionado que un primo suyo era primer violín de la orquesta de La Fenice. Tras averiguar que el primo se llamaba Traverso y dónde podría encontrarlo, concertó una entrevista con él para antes de la función de aquella noche.
El comisario pasó la media hora siguiente hablando con Miotti, que poco más había podido averiguar en el teatro, salvo que otro miembro del coro estaba seguro de haber visto a Flavia Petrelli entrar en el camerino del director de la orquesta en el primer entreacto. Miotti había descubierto también la causa de la evidente antipatía del
portiere
por la soprano: la convicción de que «se entendía con la americana». Aparte de esto, nada más. Brunetti envió a su subordinado a los archivos de
Il
Gazzettino
en busca de información sobre un escándalo que afectara al maestro y a una cantante italiana «antes de la guerra». Sin darse por enterado de la mirada que le lanzó Miotti por la vaguedad de la indicación, apuntó que quizá hubiera un sistema de archivo que le facilitara la búsqueda.
Brunetti salió del despacho y se encaminó hacia el conservatorio de música, situado en un pequeño
campo
cercano al puente de la Accademia. Tras mucho preguntar, encontró la clase del profesor en el tercer piso y, dentro de la clase, al profesor que esperaba, a él o a sus alumnos.
Como suele ocurrir en Venecia, Brunetti conocía de vista al profesor, por haberse cruzado con él muchas veces en aquella parte de la ciudad. Aunque nunca habían hablado, por la cordialidad que el hombre imprimió en su saludo, era evidente que el comisario tampoco era un desconocido para él. Rezzonico era un hombre bajo y delgado, de tez pálida y manos cuidadas. Tenía la cara rasurada y el pelo muy corto y llevaba traje gris oscuro y corbata discreta, como si deseara cultivar el aspecto de profesor.
—¿Qué desea de mí, comisario? —preguntó cuando Brunetti se hubo presentado y sentado en uno de los pupitres de la clase.
—Se trata del maestro Wellauer.
—Ah, sí —respondió Rezzonico, en tono previsiblemente lúgubre—. Una gran pérdida para el mundo de la música. —Al fin y al cabo, él había escrito la necrológica.
Brunetti marcó la pausa de rigor y prosiguió:
—¿Iba a hacer la crítica del estreno de La Traviata, profesor?
—Sí, efectivamente.
—Pero la crítica no apareció.
—No, decidimos… el director decidió que, por respeto hacia el maestro y dado que no pudo terminar su actuación, haríamos la reseña de una de las funciones dirigidas por su sucesor.
—¿Y ya la ha hecho?
—Sí. La han publicado esta mañana.
—Lo siento profesor, pero no he tenido tiempo de leerla. ¿La crítica era favorable?
—En conjunto, sí. Los cantantes son buenos y, la Petrelli, fabulosa. Probablemente, la única soprano verdiana del momento, la única auténtica. El tenor no es tan bueno, pero aún es joven y estoy seguro de que su voz madurará.
—¿Y el director de la orquesta?
—Como decía en la crítica, en estas circunstancias, su trabajo es muy ingrato. No es fácil dirigir una orquesta que ha ensayado con otro director.
—Comprendo.
—Pero, habida cuenta de las dificultades —prosiguió el profesor—, lo hizo bastante bien. Es un joven con mucho talento y parece tener una sensibilidad especial para Verdi.
—¿Y el maestro Wellauer?
—¿Cómo?
—Si hubiera hecho la crítica del estreno, la función que empezó a dirigir Wellauer, ¿qué hubiera dicho?
—¿Acerca de la representación en general o del maestro?
—De los dos.
Era evidente que la pregunta desconcertaba al profesor.
—No sabría qué contestar a eso. La muerte del maestro hizo innecesaria la reseña.
—Pero, de haber tenido que escribirla, ¿qué hubiera dicho?
El profesor echó la silla hacia atrás y cruzó las manos en la nuca, adoptando la postura que Brunetti había observado tantas veces en sus propios profesores. Así estuvo un rato, mientras meditaba su respuesta y luego dejó que la silla se enderezara, con un golpe seco de las patas en el suelo.
—Me temo que la crítica hubiera sido diferente.
—¿Diferente en qué sentido?
—Sobre los cantantes, hubiera venido a decir lo mismo. La
signora
Petrelli está siempre magnífica. El tenor cantó bien, como le he dicho, y sin duda mejorará cuando adquiera experiencia. La noche del estreno estuvieron, poco más o menos, igual que la otra noche, pero el resultado fue distinto. —Al observar la perplejidad de Brunetti, trató de aclarar-: Verá, son muchos los años de la labor del maestro Wellauer que tendría que olvidar. Aquella primera noche, se me hacía difícil escuchar la música sin que tantos años de virtuosismo condicionaran lo que estaba oyendo en realidad.
»A ver si consigo explicarlo. En una representación, el director de orquesta es quien lo coordina todo, procurando que los cantantes mantengan los tiempos adecuados, que la orquesta los apoye, que las entradas se hagan en el momento preciso, que nadie se salga del esquema. Y también que la música no sea demasiado fuerte, que los
crescendi
adquieran fuerza y dramatismo, pero sin ahogar a los cantantes. Cuando el director se da cuenta de que ocurre esto, hace bajar el tono a los músicos con un movimiento de la mano o llevándose el índice a los labios. —El músico hizo entonces los ademanes que Brunetti había observado en muchos conciertos y óperas.
»Y en todo momento debe controlarlo todo: coro, cantantes y orquesta, y mantener el equilibrio. Si se rompe el equilibrio, cada cual va por su lado y uno sólo oye las distintas partes, no la ópera en su conjunto.
—¿Y aquella noche, la noche en que murió el maestro?
—Faltaba ese control general. Había momentos en los que la orquesta subía tanto que no se oía a los cantantes, y estoy seguro de que también a ellos les costaba oírse. Otras veces, el ritmo era tan rápido que los cantantes casi no podían seguirlo. Y viceversa.
—¿Alguien más lo notó, profesor?
Rezzonico alzó las cejas y resopló con displicencia.
—Comisario, no sé qué pensará usted del público veneciano, pero lo mejor que puede decirse de él es que es sordo. No va a la ópera a escuchar música ni
belcanto
sino a lucir sus galas delante de las amistades, amistades que han ido por lo mismo. Podría usted traer a una banda de pueblo siciliana y hacerla tocar en el foso, y nadie notaría la diferencia. Si el vestuario es lujoso y la presentación fastuosa, el éxito está asegurado. Si es una ópera moderna y los cantantes no son italianos, fracaso seguro. —El profesor advirtió que aquello empezaba a parecer una disertación y bajó el tono-: Contestando a su pregunta: no, no creo que muchos notaran lo que ocurría.
—¿Y los otros críticos?
El profesor volvió a resoplar.
—Aparte de Narciso, de La Repubblica, no hay entre todos ellos ni un solo músico. Algunos, van a un ensayo y escriben la crítica. Otros ni saben leer una partitura. No; no tienen criterio.
—¿A qué atribuye el fracaso del maestro Wellauer, si se le puede llamar fracaso?
—Quién sabe. Pudo deberse a una mala noche. Al fin y al cabo, era un anciano. Quizá estaba disgustado por algo que ocurriera antes de la función. O, aunque le parezca ridículo, pudo tratarse de una simple indigestión. Pero, en cualquier caso, aquella noche no controlaba la música. Se le iba, los músicos hacían lo que querían y los cantantes trataban de seguirlos. Pero él no daba sensación de dominio.
—¿Algo más, profesor?
—¿Se refiere a la música?
—A la música o a cualquier otra cosa.
Rezzonico reflexionó un momento, entrelazando ahora los dedos en el regazo, y finalmente dijo:
—Quizá esto le parezca extraño. A mí me lo parece, porque en realidad no sé por qué lo digo ni por qué lo creo así. Pero tengo la impresión de que él se daba cuenta.
—¿Cómo dice?
—Wellauer. Creo que lo sabía.
—¿Lo de la música? ¿Lo que ocurría?
—Sí.
—¿Por qué lo dice, profesor?
—Por algo que observé después de la escena del segundo acto en la que Germont suplica a Violetta. —Miró a Brunetti, para comprobar si conocía el argumento de la ópera. Brunetti asintió y el profesor prosiguió-: Una escena que siempre es muy aplaudida, sobre todo si los cantantes son tan buenos como Dardi y Petrelli. Estuvieron muy bien, y la ovación fue larga. Mientras el público aplaudía, yo observaba al maestro. Le vi dejar la batuta en el atril como si fuera a marcharse, a bajar del podio dejándonos plantados. Quizá fueran figuraciones, pero me pareció que ésa era su intención. Entonces cesaron los aplausos y los primeros violines levantaron los arcos. Él los vio, movió la cabeza de arriba abajo y volvió a empuñar la batuta. Y la ópera continuó, pero yo me quedé con la impresión de que, si no llega a advertir el movimiento de los violines, hubiera dado media vuelta y se hubiera marchado.
—¿Alguien más lo notó?
—No lo sé. Ninguna de las personas con las que he hablado ha querido extenderse mucho sobre aquella representación. Todo el mundo parece muy prudente. Yo estaba en un palco proscenio de la izquierda y podía verle de cara. Supongo que los demás miraban a los cantantes. Después, cuando se anunció que no podía continuar, supuse que habría tenido un ataque. Pero no que le hubieran matado.
—¿Qué decían esas otras personas?
—Como ya le he dicho, todo el mundo se expresa casi con cautela, como si no quisieran criticarle ahora que ha muerto. Pero varias personas de este conservatorio están de acuerdo conmigo en que su actuación dejaba mucho que desear. Nada más.
—Leí su artículo acerca de la carrera de Wellauer, profesor. Hacía de él grandes elogios.
—Fue uno de los grandes músicos del siglo. Un genio.
—En su artículo no menciona su última actuación.
—No se puede condenar a un hombre por una mala noche, comisario, y menos si su carrera ha sido tan brillante.
—Sí, ya sé; ni por una mala noche ni por una mala acción.
—Exactamente —convino el profesor, mirando a dos muchachas que acababan de entrar en la clase, cada una con una gruesa partitura debajo del brazo—. Ahora, con su permiso, comisario, ya llegan mis alumnos y tengo que empezar la clase.
—Por supuesto, profesor —dijo Brunetti poniéndose en pie y tendiendo la mano—. Muchas gracias por su tiempo y por su ayuda.
El otro murmuró a su vez unas frases de cortesía, pero Brunetti advirtió claramente que toda su atención era ya para sus alumnos. Abandonó la clase, bajó la ancha escalera y salió al campo San Stefano.
El comisario pasaba con frecuencia por esta zona de la ciudad y había llegado a conocer no sólo a los que trabajaban aquí, en los bares y las tiendas, sino incluso a los perros avecindados en los alrededores. Tumbado al pálido sol de invierno estaba un bulldog rosa y blanco cuyo morro achatado daba un poco de angustia a Brunetti. Más allá, el pequinés que se había convertido, de un montoncito de pelo que era, en una criatura de extrema fealdad. Por último, delante de la tienda de cerámica, vio al mestizo negro que se pasaba el día tumbado y tan quieto que mucha gente creía que formaba parte de la mercancía expuesta para la venta.
Brunetti decidió entrar en el Caffe Paolin. Todavía había mesas fuera, pero hoy sus únicos ocupantes eran extranjeros que trataban desesperadamente de convencerse de que aún se podía tomar un
cappuccino
en la terraza. La gente sensata se sentaba dentro.
Brunetti intercambió un saludo con el barman, que demostró tener tacto suficiente como para no preguntarle si había novedades en el caso. En una ciudad en la que no había secretos, la gente cultivaba el arte de no hacer preguntas directas ni comentarios que no fueran puramente casuales. Brunetti sabía que, por mucho que tardara en cerrarse el caso, ninguna de las personas con las que trataba a este nivel —el barman, el vendedor de periódicos o el cajero del banco— le haría ni el más pequeño comentario.
Después de tomar el
espresso
, se sentía inquieto y no le apetecía el almuerzo hacia el que todo el mundo parecía encaminarse apresuradamente. Llamó al despacho y allí le dijeron que el signore Padovani había llamado y dejado un nombre y una dirección. Sin mensaje alguno, sólo el nombre: Clemenza Santina, y la dirección: Corte Mosca, Giudecca.
La isla de la Giudecca era una parte de Venecia a la que Brunetti no iba casi nunca. Se ve desde la
piazza
San Marco, se ve, en realidad, desde toda la parte posterior de la isla, de la que, en algunos lugares, no dista más de cien metros, pero existe en un extraño aislamiento del resto de la ciudad. Las sórdidas noticias que aparecen en los periódicos con embarazosa frecuencia, de niños mordidos por ratas o de gente que es hallada muerta de sobredosis, siempre parecen ocurrir en la Giudecca. Ni siquiera la presencia de un monarca destronado y de una estrella de cine en el ocaso han podido redimirla a los ojos de la gente, que la considera un lugar siniestro y abandonado, en el que ocurren cosas horribles.
Brunetti, al igual que la mayoría de sus conciudadanos, solía ir a la Giudecca en julio, con motivo de la Fiesta del Redentor, que conmemora el fin de la peste de 1576. Durante dos días, un puente de pontones comunica la Giudecca con la isla principal, para permitir a los fieles ir andando a la iglesia del Redentor, a dar gracias por otra prueba de la intervención divina que con tanta frecuencia parece haber protegido o salvado a la ciudad.