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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (12 page)

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Así que aquella noche Brunetti se sentía un poco nervioso cuando preguntó a Paola si podrían asistir a la fiesta que daban sus padres la noche siguiente para celebrar la inauguración de una exposición de Impresionistas Franceses en el Palacio del Dux.

—¿Y tu cómo te has enterado de la fiesta? —preguntó Paola con asombro.

—Lo he leído en el periódico.

—Una fiesta de mis padres, y te enteras por el periódico. —Esto parecía ofender el tradicionalista concepto de la familia de Paola.

—Sí. ¿Se lo preguntarás?

—Guido, generalmente, tengo que amenazarte para que cenes con ellos en Nochebuena y ahora te empeñas en ir a una de sus fiestas. ¿Por qué?

—Porque quiero hablar con la clase de gente que asiste a esa clase de cosas.

Paola, que estaba corrigiendo los ejercicios de sus alumnos cuando él entró, dejó el rotulador y le obsequió con la mirada que solía reservar para las más brutales agresiones al lenguaje. Aunque éstas no escaseaban en los ejercicios que tenía delante, no estaba acostumbrada a oírlas de labios de su marido. Le miró largamente y formuló una de las respuestas que él admiraba tanto como temía.

—Dudo que pudieran rehusar, habida cuenta de la elegancia de tu petición —dijo, tomó el rotulador y siguió corrigiendo.

Era tarde, y él comprendió que estaba cansada, por lo que se acercó al mostrador y se puso a preparar café.

—Sabes que si ahora tomas café no dormirás —dijo ella, adivinando lo que hacía por el ruido.

Él pasó por su lado, le revolvió el pelo y dijo:

—Ya buscaré con qué entretenerme.

Ella dio un gruñido, tachó una frase y preguntó:

—¿Por qué quieres conocerlos?

—Para enterarme de cosas acerca de Wellauer. He leído que era un genio, que hizo una brillante carrera y que se casó tres veces, pero no tengo una idea clara de la clase de hombre que era.

—¿Y piensas que la clase de gente —dijo ella subrayando la expresión— que asiste a las fiestas de mis padres lo sabrá?

—Me interesa su vida privada, y esa gente debe de estar al corriente de las cosas que yo quiero saber.

—Esas cosas puedes leerlas en STOP. —No dejaba de asombrarle que una persona que daba clases de literatura inglesa en la universidad estuviera tan versada en prensa amarilla.

—Paola, yo quiero averiguar cosas que sean verdad. STOP es una de esas revistas en las que puedes leer perfectamente que la madre Teresa ha abortado.

Su mujer gruñó y volvió la hoja, dejando un rastro de marcas azules de trazo nervioso.

Él abrió el frigorífico, sacó una botella de leche, vertió un poco en un perol y lo puso a calentar. Sabía por larga experiencia que ella se negaría a tomar café, por más leche que le echara, aduciendo que le impediría dormir. Pero, cuando él se hubiera preparado su taza, ella se pondría a dar sorbos y acabaría por beber más de la mitad, y luego dormiría como un leño. Sacó del armario la bolsa de las galletas que compraban para los niños y atisbó en su interior, para ver cuántas quedaban.

Cuando el café hubo subido, lo echó en una taza, agregó la leche, le puso menos azúcar del que a él le gustaba y se sentó frente a Paola. Distraídamente, concentrada todavía en el ejercicio que tenía delante, ella alargó la mano y bebió un sorbo de café antes de que él pudiera probarlo. Cuando dejó la taza en la mesa, él la asió firmemente pero no la levantó. Ella volvió otra página, y quiso coger la taza otra vez, pero al ver que él no la soltaba lo miró.

—¿Eh? —hizo.

—No, hasta que me prometas que llamarás a tu madre. Ella trató de quitarle la mano y, al no conseguirlo, le escribió en ella con el rotulador una palabra gruesa.

—Tendrás que llevar traje oscuro.

—Siempre llevo traje oscuro cuando voy a casa de tus padres.

—Y nunca pareces contento de llevarlo.

—De acuerdo —sonrió él—. Lo llevaré y pareceré contento. ¿Llamarás a tu madre?

—La llamaré —concedió ella—. Pero lo del traje oscuro es en serio.

—Sí, tesoro —lisonjeó el marido. Empujó la taza hacia ella, que tomó otro sorbo. Entonces sacó una galleta de la bolsa y la mojó en el café.

—Qué asco —dijo ella, y después sonrió.

—Un simple campesino —reconoció él, metiéndose la galleta en la boca.

Paola no solía hablar de lo que había sido su infancia en el
palazzo
, con una
nanny
inglesa y un montón de criados, pero Guido suponía que allí no le permitían mojar las galletas en la leche. Esto le parecía un grave fallo en su educación y había insistido en que a sus hijos les fuera permitido. Ella accedió, a regañadientes. Ni el chico ni la chica, Brunetti no se cansaba de observarlo, mostraban señales de grave decadencia moral ni física a causa de esta costumbre.

Por la manera en que su mujer garabateaba un apresurado comentario al pie de una página, el comisario comprendió que estaba a punto de agotar la paciencia.

—Estoy tan cansada de tanta zafiedad, Guido —dijo tapando el rotulador y arrojándolo sobre la mesa—. Preferiría tratar con asesinos. A ésos por lo menos puedes castigarlos.

El café se había terminado, si no él le hubiera acercado la taza. En su lugar, sacó del armario una botella de
grappa
. Era el único consuelo que tenía a mano.

—Magnífico —dijo ella—. Primero, café y, ahora,
grappa
. No podremos dormir en toda la noche.

—¿Quieres que probemos de mantenernos despiertos el uno al otro? —preguntó él, y su mujer se puso colorada.

CAPÍTULO XI

A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la
questura
a las ocho, con los periódicos del día, que repasó rápidamente. Pocas novedades; la víspera se había dicho casi todo. Las notas biográficas eran más extensas y la exigencia de que se llevara al asesino ante los jueces, más perentoria, pero nada que Brunetti no supiera o esperara.

Encima de la mesa estaba el informe del laboratorio. Las únicas huellas dactilares que había en la taza, en la que se habían encontrado restos de cianuro de potasio, eran las de Wellauer. En el camerino había docenas de huellas, demasiadas para un análisis. El comisario decidió no tomar huellas a nadie. Puesto que en la taza no había más que las de Wellauer, no tenía objeto identificar todas las que se habían encontrado en el camerino.

Además del informe de las huellas había una lista de los artículos que se habían encontrado en el camerino. Brunetti recordaba haber visto la mayoría de ellos: la partitura de
La Traviata
, con anotaciones en la angulosa letra del director; un peine, un billetero, dinero; la ropa que tenía puesta y la ropa del armario; un pañuelo y una caja de pastillas de menta. También había un Rolex Oyster, una pluma y una libretita de direcciones.

Los policías que habían ido a echar una mirada a la casa del director —no podía llamársele registro— habían redactado un informe, pero como no tenían idea de lo que tenían que buscar, Brunetti no confiaba mucho en que su informe revelara algo de interés o de importancia. De todos modos, lo leyó cuidadosamente.

El maestro mantenía en Venecia un vestuario muy completo para un hombre que sólo pasaba en la ciudad unas semanas al año. Brunetti se admiró de la precisión con que se había tomado nota de la indumentaria: «Chaqueta cruzada de cachemir negro (Duca D'Aosta); jersey cobalto y pardo oscuro, talla 52 (Missoni)… » Durante un momento, se preguntó si no se habría equivocado y se encontraba en una
boutique
de Valentino en lugar de la jefatura de policía. Hojeó el informe y al final, tal como temía, encontró las firmas de Alvise y Riverre, los mismos agentes que, hacía un año, habían escrito acerca de un cadáver que había sido sacado del mar en el Lido: «Al parecer, ha muerto por asfixia.»

Volvió al informe. Por lo visto, la
signo
ra
no compartía la afición del difunto por la ropa. Y Alvise y Riverre no parecían tener un gran concepto de su gusto. «Botas Varese, un solo par. Abrigo negro de lana, sin etiqueta.» Lo que sí parecía haberles impresionado era la biblioteca, que calificaban de «extensa, en tres idiomas, uno de los cuales parece húngaro».

Pasó otra página. Había en el apartamento dos habitaciones para invitados, con sendos cuartos de baño. Toallas limpias, armarios vacíos, jabón Christian Dior.

No había ni rastro de la hija de la
signo
ra
Wellauer; en el informe nada indicaba la presencia en la casa del tercer miembro de la familia. Ninguna de las dos habitaciones contenía ropa, ni libros ni objetos que pudieran pertenecer a una adolescente. Brunetti, que en su casa tropezaba por todas partes con pruebas de la existencia de su hija, pensó que esto era muy extraño. Su madre había dicho que iba al colegio en Munich. Pero tenía que ser una niña muy rara para haberse llevado todas sus pertenencias.

Había una descripción de la habitación de la criada belga, que los dos policías habían encontrado amueblada con una sencillez excesiva, y de la propia criada, a la que calificaban de reservada pero servicial. La última habitación que se describía era el despacho del maestro, en el que habían encontrado «documentos». Al parecer, algunos de éstos habían sido traídos a la
questura
y revisados por la traductora de alemán, que en un anexo explicaba que la mayoría eran contratos y papeles comerciales. Se había examinado un dietario, y se lo había desestimado por su escasa importancia.

Brunetti decidió ir en busca de los dos autores del documento y ahorrarse con ello la irritación de tener que esperar a que ellos acudieran a su despacho en respuesta a su llamada. Como eran casi las nueve, sabía que los encontraría en el bar situado calle abajo, al otro lado del Ponte dei Greci. No era la hora en sí sino la circunstancia de que fuera antes de mediodía lo que hacía obligada tal conclusión.

Si bien Brunetti siempre temía que le asignaran a estos dos hombres en las investigaciones que tenía a su cargo, no podía evitar sentir por ellos un cierto afecto. Alvise era un tipo fornido, de cuarenta y tantos años, casi una caricatura del típico siciliano de tez oscura, a pesar de ser de Tarvisio, una población situada cerca de la frontera austriaca. Estaba considerado como el especialista de la
questura
en música moderna, porque en una ocasión, hacía quince años, Mina, la mítica reina de la canción italiana, le había firmado un programa. Con los años, a fuerza de repeticiones, el hecho había ido hinchándose y expandiéndose —lo mismo que la propia Mina—, tanto que ahora Alvise daba a entender, con el brillo del deseo satisfecho en los ojos, que entre ellos hubo mucho más, sin que pareciera importarle que la cantante fuera un palmo más alta que él y ahora tuviera casi el doble de su perímetro.

Riverre, su compañero, era un palermitano pelirrojo cuyo interés parecía concentrarse en el fútbol y las mujeres, por este orden. Hasta el momento, el punto culminante de su vida era haber sobrevivido al cataclismo del estadio de Bruselas. Alternaba el relato de lo que había hecho allí, antes de la llegada de la policía belga, con la enumeración de sus conquistas, generalmente, extranjeras que, según él, caían como espigas de trigo ante la guadaña de su encanto personal.

Brunetti los encontró apoyados en el mostrador del bar, tal como esperaba. Riverre leía el periódico deportivo y Alvise charlaba con Arianna, la dueña del bar. Ninguno de los dos advirtió la llegada del comisario hasta que éste se acercó a la barra y pidió un café. Entonces, Alvise le sonrió y Riverre apartó su atención del periódico el tiempo justo para saludar a su superior.

—Otros dos cafés, Arianna —dijo Alvise—, ponga los tres a mi cuenta.

Brunetti sabía que esto era una maniobra dirigida a hacerle sentirse en deuda. Cuando llegaron los tres cafés, Riverre se había acercado, y el periódico, como por arte de magia, se había convertido en un dossier azul que ahora estaba abierto en el mostrador.

Brunetti se echó dos terrones de azúcar y removió el café con la cucharilla.

—¿Ustedes dos fueron a la casa del maestro?

—Sí, señor —respondió Alvise con rapidez.

—¡Y vaya una casa! —terció Riverre.

—He leído el informe.

—Arianna, trae unos brioches.

—Lo he leído con gran interés.

—Gracias, señor.

—Sobre todo, sus comentarios sobre la ropa. Por lo visto, no les gustan los trajes ingleses.

—No, señor —dijo Riverre que, como de costumbre, no había captado la intención—. Opino que el pantalón es demasiado ancho.

Alvise fue a acercarse la carpeta y, como quien no quiere la cosa, dio un codazo a su compañero, quizá con más fuerza de la necesaria.

—¿Algo más, señor?

—Sí. ¿Encontraron algún indicio de la presencia de la hija de la
signora
Wellauer?

—¿Hay una hija, señor? —Esto, naturalmente, tenía que venir de Riverre.

—Es lo que pregunto. ¿Vieron algo que indicara que en la casa viviera una niña? ¿Libros? ¿Ropa?

Los dos hombres adoptaron una actitud pensativa. Riverre miraba al vacío, que él parecía tener más cerca que nadie, y Alvise se contemplaba los zapatos, con las manos hundidas en los bolsillos del uniforme. Dejaron transcurrir el minuto de rigor antes de responder al unísono:

—No, señor —como si lo tuvieran ensayado.

—¿Nada en absoluto?

Otra vez, sendos alardes de reflexión y la respuesta simultánea:

—No, señor.

—¿Hablaron con la criada belga?

Riverre puso los ojos en blanco a la mención de la criada, dando a entender que el tiempo pasado con semejante estantigua era tiempo perdido, aunque fuera extranjera. Alvise se limitó a un escueto:

—Sí, señor.

—¿Les dijo algo que pudiera ser importante?

Riverre aspiró, preparándose para contestar, pero su compañero se le adelantó:

—Decir, no dijo nada, señor. Pero me dio la impresión de que la
signora
Wellauer le desagrada.

Riverre no podía dejar pasar la ocasión y preguntó con una sonrisa tétrica:

—¿Qué puede haber ahí que desagrade? —haciendo hincapié en el «ahí».

Brunetti le miró fríamente y preguntó a su compañero:

—¿Por qué?

—Nada en concreto —empezó Alvise. Riverre resopló. Poco había durado el efecto de la mirada.

—Como le decía, señor, no es nada concreto, pero parecía mucho más reservada cuando estaba delante la
signora
. Aunque ya es difícil, porque tampoco con nosotros es que estuviera muy comunicativa. Pero no sé, parecía más fría, sobre todo, cuando tenía que dirigirse a ella.

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