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Authors: Donna Leon

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Muerte en La Fenice (16 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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Decidiéndose por el más ceremonioso
lei
, él dijo:

—Tendrá que perdonarme por no haberle dado las gracias por su ayuda la otra noche.

Ella se encogió de hombros y preguntó:

—¿Acerté el diagnóstico?

—Sí —respondió Brunetti, pensando en cómo habría podido ella no enterarse de algo que habían publicado todos los periódicos del país—. Estaba en el café, como usted dijo.

—Me lo figuraba. Pero tengo que confesar que reconocí el olor gracias a las novelas de Agatha Christie.

—Yo también. Era la primera vez que lo olía en vivo. —Los dos pasaron por alto la incongruencia de la última palabra.

Ella aplastó el cigarrillo en el tiesto de una palmera del tamaño de un naranjo.

—¿Cómo conseguiría quien fuera esa sustancia? — preguntó.

—Eso quería preguntarle yo, doctora.

Ella reflexionó un momento antes de apuntar:

—En una farmacia, en un laboratorio… Pero debe de estar muy controlada.

—Lo está y no lo está.

La mujer, por ser italiana, comprendió inmediatamente.

—Es decir, que puede desaparecer una pequeña cantidad sin que nadie lo denuncie ni informe de ello.

—Imagino que sí. Tengo a un hombre investigando en las farmacias de la ciudad, pero no podemos indagar en todas las industrias de Marghera o de Mestre.

—Se utiliza para el revelado de películas, ¿no?

—Sí, y en petroquímica.

—Con la cantidad de industrias del ramo que hay en Marghera su hombre tiene trabajo para rato.

—Para días —reconoció él.

Al observar que ella tenía la copa vacía, Brunetti dijo:

—¿Más champaña?

—No, gracias. Me parece que ya he bebido suficiente champaña del conde por esta noche.

—¿Ha venido otras veces? —preguntó él, sin disimular la curiosidad.

—Varias veces. Siempre me invita y, si estoy libre, vengo.

—¿Por qué? —La pregunta se le escapó antes de que tuviera tiempo de pensar.

—Es paciente mío.

—¿Es usted su médico? —Brunetti no pudo contener la sorpresa.

Ella se rió con naturalidad, sin darse por ofendida por su asombro.

—Si él es mi paciente, yo tengo que ser su médico, desde luego. —Y suavizando el tono-: Tengo el consultorio al otro lado del
campo
. Al principio, atendía a los criados, pero hace cosa de un año, cuando vine a visitar a uno de ellos, conocí al conde y estuvimos charlando.

—¿De qué hablaron? —Brunetti no podía creer que el conde fuera capaz de un acto tan banal como el de charlar, y menos, con una persona con tan pocas pretensiones.

—Aquella primera vez hablamos del criado, que tenía la gripe, pero cuando volví, no sé cómo, salimos a hablar de poesía griega. Y, después, si mal no recuerdo, de historiadores griegos y romanos. El conde es un gran admirador de Tucídides. Yo estudié en el liceo clásico y puedo hablar del tema sin meter la pata, por lo que el conde estimó que debía de ser buen médico. Ahora viene a mi consulta con frecuencia y hablamos de Tucídides y de Estrabón. —Apoyó la espalda en la pared y cruzó los tobillos—. Es como la mayoría de los otros pacientes, que vienen a hablarme de enfermedades que no tienen y de dolores que no sienten. El conde tiene una conversación más interesante, pero por lo demás no hay mucha diferencia. Es viejo y está solo, lo mismo que ellos, y necesita hablar con alguien.

Brunetti estaba estupefacto por esta descripción del conde. ¿Solo, un hombre que, teléfono en mano, podía romper el secreto de un banco suizo? ¿O averiguar el contenido de un testamento antes de que fuera enterrado el testador? ¿Tan solo estaba que iba al médico para hablar de historiadores griegos?

—A veces, también habla de ustedes —dijo ella—. De todos ustedes.

—¿Sí?

—Lleva sus fotos en la cartera. Me las ha enseñado varias veces. Usted, su esposa, los niños.

—¿Por qué me dice esto, doctora?

—Porque él es viejo y se siente solo. Y es paciente mío, y trato de hacer todo lo que puedo para ayudarle. —Al ver que él iba a protestar, agregó-: Todo lo que puedo, si creo que ha de ayudarle.

—Doctora, ¿acostumbra a aceptar pacientes particulares?

Si ella captó la intención de la pregunta, no dio señales de ello.

—La mayoría de mis pacientes son de la sanidad pública.

—¿Cuántos pacientes particulares tiene?

—No creo que eso sea de su incumbencia, comisario.

—Supongo que tiene razón —reconoció él—. ¿Me respondería a una pregunta sobre sus ideas políticas? —Pregunta que aún tiene sentido en Italia, donde los partidos no son calco unos de otros.

—Soy comunista, naturalmente, aunque ahora se diga con otras palabras.

—No obstante lo cual, no tiene inconveniente en aceptar como paciente a uno de los hombres más ricos de Venecia y, probablemente, de toda Italia.

—Naturalmente. ¿Y por qué no?

—Ya se lo he dicho. Porque es muy rico.

—¿Y qué tiene que ver?

—Cabría suponer que…

—¿Que yo tenía que rechazarlo porque es rico y puede pagarse mejores médicos? ¿Es eso, comisario? —preguntó la mujer, sin hacer nada por disimular la irritación—. Esa suposición no sólo es ofensiva sino que delata una visión del mundo bastante simplista. Aunque ni lo uno ni lo otro debería sorprenderme. —Esto último le hizo preguntarse qué podía haber dicho el conde de él durante aquellas charlas.

Brunetti tenía la impresión de que la conversación se le había ido de la mano. No quería ofenderla, ni dar a entender que el conde podría encontrar mejores médicos. Lo que le sorprendía era que ella lo hubiera aceptado como paciente.

—Por favor, doctora —dijo alzando la mano entre los dos—, perdóneme, pero el mundo en el que yo trabajo es simplista. Hay buena gente. —Ella le escuchaba, por lo que el comisario se permitió agregar, con una sonrisa—. Gente como usted y como yo. —Ella tuvo la gentileza de devolverle la sonrisa—. Y hay gente que quebranta la ley.

—Ya —dijo ella. Su enojo no se había calmado, después de todo—. ¿Y eso nos da derecho a dividir el mundo en dos grupos, el nuestro y el de los otros? ¿Y yo tengo que tratar a los que comparten mis ideas políticas y dejar morir a los demás? Lo plantea usted como una película de
cowboys
: los buenos y los bandidos y, en todo momento, perfectamente claro quiénes son los unos y los otros.

Él trató de defenderse:

—Yo no he dicho qué ley quebrantaban.

—¿Es que, en su concepto del mundo, existe más ley que la del Estado? —Su desdén era evidente, y Brunetti pensó que ojalá fuera hacia la ley del Estado y no hacia su persona.

—Creo que sí —respondió.

Ella levantó las manos.

—Si hemos llegado al punto en el que se hace bajar de los cielos al pobre y sufrido Dios para meterlo en la conversación, me parece que tendré que ir a buscar más champaña.

—No, permítame —dijo él quitándole la copa. Al poco, volvía con el champaña y agua mineral para él. Ella aceptó la bebida y le dio las gracias con una sonrisa completamente amistosa y normal.

Bebió un sorbo y preguntó:

—¿Qué puede usted decirme acerca de esa ley? —Lo dijo sin rencor, con auténtico interés, dando por olvidada la disensión. Olvidada por ambas partes, descubrió él.

—Es evidente que la ley que tenemos no es suficiente —empezó, asombrándose a sí mismo, puesto que había dedicado su carrera a defender esta ley—. Necesitamos una ley más humana, o quizá, más humanitaria. —Calló, porque se sentía un poco ridículo al decir esto. Y más aún al pensarlo.

—Sería maravilloso —dijo ella con una benevolencia que inmediatamente le puso en guardia—. Pero ¿no sería un estorbo en su profesión? Al fin y al cabo, su tarea consiste en imponer la otra ley, la ley del Estado.

—En realidad, son una misma cosa. —Al darse cuenta de que sonaba a tópico, agregó-: Generalmente.

—¿Siempre no?

—No; siempre no.

—¿Y cuando no son lo mismo?

—Trato de encontrar el punto de coincidencia.

—¿Y si no lo hay?

—Entonces hago lo que debo.

Ella soltó una carcajada tan espontánea que él no pudo menos que hacerle coro, al comprender que había hablado como John Wayne antes de salir a librar la última batalla.

—Perdone por haberle hecho picar, Guido. Lo siento. Por si le sirve de consuelo le diré que nosotros, los médicos, tenemos que tomar la misma decisión algunas veces, aunque no muchas, cuando lo que nosotros consideramos justo no coincide con lo que la ley dice que es justo.

Lo salvó, los salvó a ambos, la llegada de Paola, que venía a preguntar si no quería marcharse ya.

—Paola —dijo él, dando media vuelta para presentarle a la otra mujer—, es la doctora de tu padre. —Esperaba darle una sorpresa.

—Oh, Bárbara —exclamó Paola—. Cuánto me alegro de conocerla. Ya era hora. Mi padre me habla mucho de usted.

Brunetti miraba y escuchaba, asombrado de la facilidad con que las mujeres pueden demostrarse simpatía y confianza desde el primer momento de conocerse. Unidas por una común preocupación por un hombre al que él siempre había encontrado frío y distante, ellas dos hablaban como si se conocieran desde hacía años. No había entre ellas ni asomo de aquel abrasivo recelo con que se habían medido mutuamente él y la doctora. Ésta y Paola habían realizado una especie de evaluación instantánea y se habían sentido perfectamente satisfechas del resultado. Era un fenómeno que había observado muchas veces y que temía no llegar a comprender. Él tenía la misma facilidad para simpatizar con otro hombre, pero el proceso se detenía en una capa más superficial, no tenía tanto calado como esta intimidad instantánea de la que era testigo, que parecía llegar hasta un punto central y que, evidentemente, no había concluido, sino que sólo se había interrumpido hasta el siguiente encuentro.

Ya estaban hablando de Raffaele, el único nieto varón del conde, cuando recordaron la presencia de Brunetti. Por su manera de transferir el peso del cuerpo de uno a otro pie era evidente que estaba cansado y deseaba marcharse, y Paola dijo:

—Perdóneme por haberle hablado tanto de Raffaele, Bárbara. Ahora tendrá que preocuparse de dos generaciones en lugar de una sola.

—No; es conveniente conocer otro punto de vista sobre los niños. Le preocupan mucho. Pero está muy orgulloso de ustedes. —Brunetti tardó en comprender que se refería a Paola y a él. Ésta era, sin duda, la noche de las sorpresas.

Brunetti no hubiera podido decir cómo, pero las dos mujeres decidieron que había llegado el momento de marcharse. La doctora dejó la copa en una mesa, y Paola se colgó de su brazo en el mismo momento. Intercambiaron saludos y a él volvió a sorprenderle que la doctora se mostrara mucho más efusiva con Paola que con él.

CAPÍTULO XIII

Era a la mañana siguiente cuando el comisario tenía que dejar su primer informe por escrito encima de la mesa de Patta «antes de las ocho». Y precisamente aquella mañana, cuando Brunetti abrió los ojos y miró el reloj, éste marcaba las ocho y cuarto, por lo que era evidente que le sería imposible cumplir la orden de su superior.

Media hora después, con un aspecto ya más humano, Brunetti entró en la cocina y encontró a Paola leyendo
L'Unitá
, lo que le recordó que era martes. Por razones que no había llegado a comprender, su mujer leía cada mañana un diario diferente, abarcando el espectro político desde la derecha hasta la izquierda, además de las lenguas francesa e inglesa. Años atrás, a poco de conocerla, cuando la entendía aún menos que ahora, le había preguntado por qué. La respuesta que ella le dio era perfectamente racional, aunque él no supo verlo así hasta años después: «Quiero descubrir de cuántas maneras diferentes se pueden decir las mismas mentiras.» Nada de lo que había leído desde entonces le había sugerido que la actitud de su esposa fuera errónea. Hoy era la mentira comunista; mañana les tocaría el turno a los cristianodemócratas.

Le dio un beso en la nuca. Ella gruñó pero no levantó la mirada. En silencio, señaló hacia la izquierda, a una fuente de brioches que había en la encimera. Mientras su mujer volvía las hojas del periódico, Brunetti se sirvió una taza de café, le puso tres cucharadas de azúcar y se sentó frente a ella.

—¿Algo nuevo? —preguntó mordiendo el brioche.

—Más o menos. Desde ayer tarde estamos sin gobierno. El presidente trata de formar uno nuevo, pero no parece tener posibilidades. Y esta mañana, en la panadería, la gente sólo hablaba de que ya empieza a hacer frío. No es de extrañar que tengamos el gobierno que tenemos: es lo que nos merecemos. Bueno —dijo mirando la foto del último presidente—, quizá no. Nadie puede merecerse esto.

—¿Qué más? —preguntó él, siguiendo un ritual de más de una década que le permitía enterarse de lo que ocurría sin necesidad de leer el periódico y, de paso, le daba una clara indicación del humor de su mujer.

—Huelga de ferroviarios la semana próxima, en protesta por el despido de un maquinista que chocó con otro tren estando borracho. Hacía meses que los que trabajaban con él se quejaban sin que les hicieran caso. Tres muertos. Y ahora los mismos que se quejaban amenazan con ir a la huelga porque ha sido despedido. —Volvió otra página y él tomó otro brioche—. Más amenazas de ataques terroristas. Quizá eso mantenga alejados a los turistas. —Volvió otra página—. Crítica del estreno en la ópera de Roma. Un desastre. El director de orquesta, fatal. Anoche Dami me dijo que hacía semanas, desde que empezaron los ensayos, que la orquesta se quejaba de él, pero nadie les escuchó. Es lógico. Si no se escucha a los que conducen los trenes, ¿por qué habría que escuchar a los músicos que oyen cómo suena la orquesta en los ensayos?

Brunetti dejó la taza con brusquedad, salpicando de café la mesa. La única respuesta de Paola fue acercarse un poco más el periódico.

—¿Qué has dicho?

—¿Hum? —hizo ella distraídamente.

—¿Qué has dicho del director de orquesta?

Ella levantó la mirada, intrigada por el tono, no por las palabras.

—¿Cómo?

—Del director, ¿qué has dicho?

Paola parecía haber olvidado ya sus propias palabras, como solía olvidar la mayoría de los juicios que emitía cada mañana. Volvió a la página en la que aparecía la crítica.

—Ah, sí, la orquesta. Si les hubieran prestado atención, habrían sabido que el director era pésimo. Al fin y al cabo, no puede haber mejor juez que los propios músicos.

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