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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (19 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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—¿Cantaban también sus hermanas?

Ella suspiró y luego resopló de incredulidad.

—Hubo un tiempo en el que en Italia todo el mundo conocía a las tres hermanas Santina, las tres C. Pero de eso hace mucho tiempo y no tiene usted por qué saberlo.

Al ver la forma en que ella miraba el retrato, el comisario se preguntó si, a sus ojos, las tres seguían siendo como entonces, jóvenes y bonitas.

—Empezamos cantando en los cines, después de las películas. Nuestra familia no tenía dinero, por lo que nosotras, las hijas, cantábamos para ganar algo, poco. Luego empezamos a ser famosas y ganábamos más. Entonces yo descubrí que tenía auténtica voz y empecé a cantar en los teatros, pero Camilla y Clara siguieron cantando en los
music-hall
. —Dejó de hablar, tomó la taza, bebió el café en tres rápidos tragos y escondió las manos buscando el calor de las mantas.

—¿Afectaron a sus hermanas sus problemas con el maestro?

De pronto, su voz sonaba a vejez y cansancio.

—Hace mucho tiempo de aquello. ¿Qué puede importar?

—¿Afectaron a sus hermanas,
signora
?

Su voz se elevó hasta alcanzar el registro de soprano.

—¿Por qué quiere saberlo? ¿Qué importa ya? Él ha muerto. Ellas han muerto. Todos han muerto. —Se arrebujó en las mantas, para protegerse del frío del ambiente y del frío de la voz de él. El comisario esperaba, pero lo único que oía era el jadeo sibilante de la estufa en su vano empeño por mitigar el frío mortal de aquella cocina.

Pasaban los minutos. Brunetti aún tenía en la boca el sabor amargo del café y no sabía cómo combatir el frío que le taladraba los huesos.

Por fin, la mujer habló, en tono tajante:

—Si ha terminado el café, ya puede marcharse.

Él fue a la mesa y llevó las dos tazas al fregadero. Cuando se volvió, la mujer había emergido de debajo de las mantas y ya estaba en la puerta. Arrastrando los pies, le precedió por el largo corredor que ahora parecía incluso más frío que antes. Moviendo torpemente sus manos deformes, descorrió los pasadores, dio la vuelta a la llave y abrió la puerta lo justo para que pudiera salir el comisario, Cuando se volvió para darle las gracias, ella ya estaba pasando los cerrojos. Aunque era invierno y hacía frío, él respiró de satisfacción al sentir en la espalda la leve caricia del sol de la tarde.

CAPÍTULO XV

En el barco, de regreso a la isla principal, Brunetti pensaba en quién podría contarle qué había ocurrido entre la cantante y Wellauer. Y entre Wellauer y la hermana de la cantante. La única persona que se le ocurría era Michele Narasconi, un amigo que vivía en Roma y que se ganaba la vida escribiendo para las revistas. El padre de Michele, ahora retirado, hacía lo mismo, pero con mucho más éxito. Durante dos décadas fue el primer reportero de chismes de Italia, nación que exigía un caudal continuo de esta clase de información. Durante muchos años, el padre tuvo su columna semanal en
Gente
y en
Oggi
, y millones de lectores recurrían a él para mantenerse al día —la exactitud no era indispensable— de los escándalos de los Saboya, los artistas de teatro y de cine y la legión de reyes y reyezuelos que se empeñaban en emigrar a Italia antes o después de abdicar. Aunque Brunetti no sabía qué buscaba con exactitud, no le cabía la menor duda de que el padre de Michele era la persona que podría proporcionárselo.

Cuando llegó al despacho hizo la llamada. Hacía tanto tiempo que no hablaba con Michele que tuvo que pedir el número a Información Interurbana. Mientras sonaba el teléfono, pensó en la manera de pedir lo que necesitaba sin ofender a su amigo.


Pronto
. Narasconi —dijo una voz femenina.


Ciao
, Roberta. Soy Guido.

—Guido, qué alegría oírte. ¿Cómo estás? ¿Y Paola? ¿Y los niños?

—Todos bien, Roberta. ¿Está Michele?

—Sí. Ahora mismo le llamo. —Oyó el golpe seco del teléfono en la mesa, la voz de Roberta que llamaba a su marido, portazos, pasos y la voz de Michele que decía:


Ciao
, Guido. ¿Cómo estás y qué quieres de mí? —La risa que acompañó a la pregunta borraba toda posibilidad de malicia.

Brunetti decidió que era inútil malgastar tiempo y energía en rodeos.

—Michele, esta vez necesito la memoria de tu padre. Es un asunto muy viejo para ti. ¿Cómo se encuentra?

—Sigue trabajando. La RAl le ha pedido que escriba un programa sobre los primeros tiempos de la televisión. Si lo hace, ya te avisaré para que lo veas. ¿Qué quieres saber? —Michele, periodista por instinto además de profesión, no perdía el tiempo.

—Me gustaría saber si recuerda a una cantante de ópera llamada Clemenza Santina. Actuaba antes de la guerra.

Michele gruñó levemente.

—El nombre me suena, pero no sabría decirte por qué. Si es algo de la época de la guerra, papá lo recordará.

—Tenía dos hermanas. Las tres cantaban —explicó Brunetti.

—Sí; ya recuerdo. Las Tres Ces, las Bellas Ces o algo por el estilo. ¿Qué quieres saber?

—Todo. Todo lo que él recuerde.

—¿Tiene que ver con Wellauer? —preguntó Michele, guiado por un olfato infalible.

—Sí.

Michele silbó larga y elocuentemente.

—¿Te han dado el caso?

—Sí.

Otro silbido.

—No te arriendo la ganancia, Guido. La prensa te comerá vivo como no encuentres pronto al que lo hizo. Un escándalo para la República. Un crimen contra el Arte. Etcétera.

Brunetti, que ya había soportado esta clase de titulares durante tres días, dijo escuetamente:

—Ya lo sé.

La reacción de Michele fue inmediata.

—Lo siento, Guido. Lo siento. ¿Qué quieres que pregunte a papá?

—Si se hablaba de Wellauer y las hermanas.

—¿Las habladurías de costumbre?

—Sí, cualquier clase de chismes. Por aquel entonces él estaba casado. No sé si esto puede ser importante.

—¿Estaba casado con la que se suicidó? —Así pues, también Michele había leído los periódicos.

—No; ésa fue la segunda. Entonces aún estaba casado con la primera. Y no me vendría mal todo lo que pudiera recordar tu padre acerca de ella. Pero aquello ocurrió poco antes de la guerra, en el treinta y ocho o el treinta y nueve.

—¿No se vio envuelta también en un asunto político? Insultó a Hitler o algo por el estilo.

—A Mussolini. Estuvo durante toda la guerra bajo arresto domiciliario. Si hubiera insultado a Hitler, la hubieran matado. Quiero saber qué relación tenía con Wellauer. Y, si es posible, también la hermana.

—¿Te urge, Guido?

—Me urge.

—Está bien. He visto a papá esta mañana, pero puedo volver a verlo esta noche. Estará encantado. Le hará sentirse importante que le pidan que recuerde. Ya sabes cómo le gusta hablar del pasado.

—Sí. Creo que él es la única persona que puede ayudarme, Michele.

Su amigo se rió. Un halago siempre es eficaz, sea o no verdad.

—Así se lo diré, Guido. —Luego, ya sin la risa, preguntó-: ¿Qué hay de Wellauer? —Era lo más que Michele se permitiría, pero no dejaba de ser una pregunta directa.

—Nada todavía. Había más de mil personas en el teatro aquella noche.

—¿Alguna relación con la Santina?

—No lo sé, Michele. Ni lo sabré hasta que me entere de lo que recuerda tu padre.

—Bien. Te llamaré esta misma noche, después de hablar con él. Probablemente, será muy tarde. ¿No importa la hora?

—No. Si no estoy yo, estará Paola. Gracias, Michele.

—No hay de qué, Guido. Además, papá estará orgulloso de que te hayas acordado de él.

—Es el único que puede ayudarme.

—Así se lo diré.

Ninguno de los dos dijo que tendrían que verse pronto; ninguno podía permitirse recorrer medio país para ver a un viejo amigo. Pero se despidieron afectuosamente.

Después de hablar con Michele, el comisario vio que ya era la hora de salir hacia el apartamento de los Wellauer para su segunda visita a la viuda. Dejó un mensaje para Miotti en el que le decía que ya no volvería al despacho aquella tarde y escribió una nota que entregó a una de las secretarias, para que la dejara en el escritorio de Patta a las ocho de la mañana siguiente.

Llegó al apartamento del maestro con varios minutos de retraso. Esta vez. le abrió la criada, la mujer que estaba sentada en el segundo banco durante el funeral. Él se presentó, le dio el abrigo y le dijo que le gustaría hablar con ella un momento antes de marcharse. La mujer asintió, dijo tan sólo: «Sí» y lo llevó a la misma habitación en la que había hablado con la viuda dos días antes.

Ella se levantó, fue a su encuentro y le dio la mano.

Aquellos dos días no habían sido clementes con ella, pensó Brunetti, observando las profundas ojeras y la piel reseca. Ella volvió a sentarse en el mismo sitio. El comisario advirtió que no tenía nada al alcance de la mano, ni libro, ni revista, ni labor. Al parecer, sólo estaba allí esperando, a él o al futuro. Nada más sentarse, la mujer encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete.

—Perdone, había olvidado que no fuma —dijo en inglés. Él se instaló en el mismo sillón de la última vez, pero hoy no se molestó en sacar la libretita.

—Debo hacerle varias preguntas,
signora
—dijo. Ella permaneció imperturbable y él prosiguió-: Son preguntas delicadas y preferiría no tener que hacerlas, especialmente, en estos momentos.

—Pero quiere las respuestas.

—Sí.

—Entonces no tendrá más remedio que preguntar,
dottor
Brunetti. —Era una simple afirmación hecha sin beligerancia, por lo que él no creyó necesario decir nada—. ¿Por qué debe hacer esas preguntas?

—Porque podrían ayudarme a descubrir al responsable de la muerte de su marido.

—¿Importa eso?

—¿Si importa qué,
signora
?

—Quién lo matara.

—¿A usted no le importa?

—No. En absoluto. Está muerto y no es posible devolverle la vida. ¿Qué puede importarme quién lo hiciera y por qué?

—¿No quiere venganza? —preguntó él antes de recordar que aquella mujer no era italiana.

Ella levantó la cabeza y le miró a través del humo del cigarrillo.

—Claro que sí, comisario. Siempre he creído en la venganza. La gente debe pagar el mal que hace.

—¿Y no es eso lo mismo que la venganza?

—Eso puede juzgarlo usted mejor que yo,
dottor
Brunetti. —Ella volvió la cara hacia otro lado.

Sin darse cuenta, él habló entonces con impaciencia:

—Me gustaría hacerle varias preguntas y quiero respuestas sinceras.

—Pregunte y le daré respuestas.

—He dicho respuestas sinceras.

—De acuerdo. Respuestas sinceras.

—Me gustaría saber cuál era la opinión de su marido respecto a ciertas clases de conducta sexual.

La pregunta la sobresaltó visiblemente.

—¿A qué se refiere?

—Tengo entendido que su marido no transigía con la homosexualidad.

El comisario advirtió que ésta no era la pregunta que ella esperaba.

—Es verdad.

—¿Tiene usted idea de por qué?

Ella aplastó el cigarrillo, se recostó en el respaldo del sillón y cruzó los brazos.

—¿Qué es esto, psicología? Ahora me sugerirá que, en el fondo, Helmut era homosexual y durante todos estos años disimuló su inclinación, por el clásico procedimiento de aborrecer ostensiblemente la homosexualidad. —Brunetti había visto muchos casos de ésos, pero no creía que éste fuera uno de ellos, por lo que no dijo nada. Ella desdeñó la idea con una risa forzada—. Créame, comisario, él no era lo que usted imagina.

Brunetti se dijo que pocas personas lo eran. Calló, intrigado por oír qué diría ella ahora.

—No le niego que detestaba a los homosexuales. Eso lo sabía cualquiera que hubiera trabajado con él. Pero su aversión no era un medio para reprimir esa inclinación. Yo he estado casada con él dos años, y puedo asegurarle que mi marido no tenía nada de homosexual. Creo que los odiaba porque ofendían la idea que él tenía del orden universal, un ideal platónico del comportamiento humano. —Brunetti había oído razones más extravagantes.

—¿Abarcaba su aversión a las lesbianas?

—Sí; pero le molestaban más los hombres, quizá porque su actitud suele ser más ostentosa. Creo que las lesbianas le inspiraban una cierta lascivia. Lo mismo que a muchos hombres. Pero nunca hablamos del tema.

Durante su carrera, Brunetti había hablado con muchas viudas, había interrogado a bastantes de ellas, pero muy pocas hablaban del marido con tanta objetividad como ésta. Se preguntó si la razón era el carácter de la mujer en sí o la personalidad del hombre al que no parecía llorar.

—¿Había hombres,
gays
, de los que hablara con especial hostilidad?

—No —respondió ella sin vacilar—. Dependía de con quién trabajara.

—¿Permitía que sus prejuicios le influyeran en el plano profesional?

—Eso sería imposible en este medio. Hay demasiados. A Helmut no le gustaban, pero trabajaba con ellos cuando era preciso.

—¿Y cuando trabajaba con ellos, los trataba de modo diferente a los demás?

—Comisario, no intentará construir la hipótesis de que un homosexual asesinó a Helmut a causa de una palabra cruel o un contrato rescindido.

—Muchos han muerto por menos.

—No vale la pena ni hablar de eso —dijo ella secamente—. ¿Desea preguntar algo más?

El comisario vacilaba, porque la pregunta que tenía que hacer ahora le ofendía a él mismo. Se dijo que era como un sacerdote, como un médico, que lo que la gente le contaba no iba más allá, pero comprendía que no era verdad, sabía que no respetaría una confidencia si ello le permitía descubrir al culpable que buscaba.

—La siguiente pregunta no es de carácter general y no se refiere a sus opiniones. —Hizo una pausa, con la esperanza de que ella comprendiera y brindara voluntariamente alguna información. No fue así—. Me refiero en concreto a sus relaciones con su marido. ¿Alguna peculiaridad?

Observó cómo la mujer reprimía el impulso de levantarse; pero se limitó a pasarse varias veces la yema del dedo corazón por el labio inferior, con el codo apoyado en el brazo del sillón.

—Entiendo que se refiere a mis relaciones sexuales con mi marido. —Él asintió—. Y supongo que ahora yo podría indignarme y preguntarle qué entiende usted, en este día y hora, por «peculiaridad». Pero sólo le responderé que no, que nuestras relaciones sexuales no tenían nada de «peculiar» y eso es todo lo que pienso decir.

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