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Authors: Donna Leon

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Muerte en La Fenice (3 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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—No estoy de guardia, pero ya que he examinado el cadáver, probablemente, el
questore
me pedirá que la haga yo.

—¿A qué hora?

—Sobre las once. Habré terminado a primera hora de la tarde.

—Allí estaré —dijo Brunetti.

—No es necesario, Guido. No hace falta que venga a San Michele. Llámeme. O yo le llamaré a su despacho.

—Gracias, Ettore, pero preferiría ir. Hace mucho que no voy por allí, y quiero visitar la tumba de mi padre.

—Como guste. —Se dieron la mano, y Rizzardi fue hacia la puerta. Allí se paró un momento y agregó-: Era el último coloso, Guido. No debió morir así. Siento mucho que haya ocurrido esto.

—Yo también lo siento, Ettore. —El médico se fue y tras él salió el fotógrafo. Entonces uno de los dos sanitarios que estaban en la ventana, fumando y mirando a la gente que pasaba por el pequeño
campo
contiguo al teatro, dio media vuelta y se acercó al cadáver, que estaba en el suelo, en una camilla.

—¿Podemos llevárnoslo? —preguntó con indiferencia.

—No —dijo Brunetti—. Esperen hasta que todo el mundo haya salido del teatro.

El que se había quedado en la ventana, tiró el cigarrillo a la calle y se situó al otro extremo de la camilla.

—Eso puede tardar mucho rato, ¿no? —preguntó sin disimular el mal humor. Era bajo y fornido y hablaba con acento napolitano.

—No sé cuánto tardará, pero esperen hasta que el teatro esté vacío.

El napolitano se subió el puño de su chaqueta blanca y miró el reloj con elocuencia.

—Es que nuestro turno termina a las doce, y, si tenemos que esperar mucho, no llegaremos al hospital hasta después.

Su compañero explicó entonces:

—El reglamento del sindicato dice que no se nos puede obligar a trabajar después de que termine el turno, a no ser que se nos haya avisado con veinticuatro horas de antelación. No sé qué se esperará que hagamos con esto. —Señaló la camilla con la punta del zapato, como si fuera algo que hubieran encontrado en la calle.

Momentáneamente, Brunetti se sintió tentado de razonar con ellos. Pero enseguida venció la tentación.

—Ustedes se quedarán aquí y no abrirán esa puerta hasta que yo se lo diga. —Como ellos no respondieran, preguntó-: ¿Lo han entendido? —Seguía sin llegar la respuesta—. ¿Lo han entendido? —repitió.

—Es que el reglamento del sindicato…

—Al cuerno el sindicato y al cuerno el reglamento —estalló Brunetti—. Como lo saquen de aquí antes de que yo les autorice, se encontrarán en la cárcel a la que escupan en la acera o suelten un taco en público. No quiero que se organice un espectáculo ahí fuera. Así que espérense hasta que yo les avise. —Sin volver a preguntar si le habían entendido, Brunetti dio media vuelta y salió del camerino dando un portazo.

En el espacio abierto que había al extremo del corredor, el comisario se encontró con un caos, un continuo ir y venir de gente, unos con ropa de calle y otros con traje de escena. Por su manera de mirar hacia la puerta del camerino, comprendió que ya había corrido la noticia. Y seguía corriendo: una cabeza se arrimaba a otra y ésta se volvía bruscamente hacia la puerta del fondo del corredor, que escondía algo que por el momento sólo podía ser motivo de conjetura. ¿Querían ver el cuerpo? ¿O querían sólo tener algo de qué hablar en el bar al día siguiente?

Cuando el comisario volvió donde había dejado a la
signora
Wellauer, encontró con ella a un hombre y una mujer, los dos, de bastante más edad. La mujer estaba arrodillada y abrazaba a la viuda, que ya no hacía nada por contener los sollozos. El agente de uniforme se acercó a Brunetti.

—Ya le he dicho que pueden marcharse —dijo Brunetti.

—¿Quiere que vaya yo con ellos, señor?

—Sí. ¿Le han dicho dónde vive?

—Cerca de San Moisé.

—Bien. No está lejos —dijo Brunetti, y agregó-: Que no hablen con nadie —pensando en los periodistas, que ya estarían enterados de lo ocurrido—. No la saque por la entrada de personal. Averigüe si hay otra salida.

—Sí, señor —respondió el agente, saludando con marcialidad. A Brunetti le hubiera gustado que los sanitarios lo vieran.

—¿Señor? —oyó a su espalda, y al volverse vio al cabo Miotti, el más joven de los tres agentes que había traído.

—¿Qué hay, Miotti?

—Tengo la lista de todas las personas que estaban aquí esta noche: coros, orquesta, tramoyistas y cantantes.

—¿Cuántos son?

—Más de cien, señor —dijo el joven con un suspiro, como disculpándose por los cientos de horas de trabajo que aquella lista presagiaba.

—Bien —dijo Brunetti, y se encogió de hombros—. Baje a preguntar al
portiere
qué identificación se necesita para entrar por ese torno. —El cabo escribía en un bloc mientras Brunetti hablaba—. ¿Por qué otro sitio se puede entrar? ¿Se puede subir a los bastidores desde la sala? ¿Con quién ha llegado el maestro esta noche? ¿A qué hora? ¿Ha entrado alguien en su camerino durante la representación? Y el café, ¿lo han subido del bar o lo han traído de fuera? —Se quedó pensativo un momento—. Y vea qué puede averiguar sobre mensajes, cartas, llamadas telefónicas…

—¿Algo más, señor? —preguntó Miotti.

—Llame a la
questura
. Que se pongan al habla con la policía alemana. —Antes de que Miotti pudiera hacer una objeción, el comisario dijo-: Dígales que avisen a la intérprete de alemán, ¿cómo se llama?

—Boldacci, señor.

—Sí. Dígales que le pidan que llame a la policía alemana. No importa si es tarde. Que nos envíen el dossier completo de Wellauer. Mañana por la mañana, si es posible.

—Sí, señor.

Brunetti asintió. El agente saludó y, con el bloc en la mano, retrocedió hacia la escalera que lo conduciría a la entrada de los artistas.

—Una cosa más, cabo —dijo Brunetti dirigiéndose a la espalda del agente que se alejaba.

—¿Sí, señor? —dijo el hombre parándose en lo alto de la escalera.

—Sea cortés.

Miotti asintió, dio media vuelta y desapareció. El poder decir esto a un agente sin miedo a ofenderle era una de las razones por las que Brunetti se alegraba de que hubieran vuelto a destinarlo a Venecia, después de estar cinco años en Nápoles.

A pesar de que hacía más de veinte minutos que los intérpretes habían acabado de saludar, los bastidores seguían estando muy concurridos, y la gente no daba señales de pensar en marcharse. Los que parecían más conscientes de sus obligaciones pasaban entre los demás recogiendo accesorios del vestuario: cinturones, bastones, pelucas. Brunetti se cruzó con un hombre que llevaba en brazos algo que parecía un animal muerto y que resultó ser un montón de pelucas femeninas. Entonces, de la zona situada detrás del telón, vio venir a Follin, el agente al que había enviado a avisar al forense.

El hombre llegó junto a Brunetti y dijo:

—He pensado que querría usted hablar con los cantantes, señor, y les he pedido que esperasen arriba. Y al director también. No les ha gustado, pero les he explicado lo que había pasado y han accedido. De todos modos, sigue sin gustarles.

«Cantantes de ópera», pensó Brunetti sin darse cuenta. Y repitió el pensamiento conscientemente: «Cantantes de ópera.»

—Bien hecho. ¿Dónde están?

—Están arriba, señor —dijo el agente señalando una escalera que subía a los pisos altos del teatro. Entregó a Brunetti un programa de la función de aquella noche.

Brunetti repasó la lista de nombres, de los que reconoció uno o dos, y empezó a subir la escalera.

—¿Quién es el más impaciente, Follin? —preguntó cuando llegaron arriba.

—La
signora
Petrelli, la soprano —respondió el agente, señalando una puerta del fondo del corredor, a la derecha.

—Bien —dijo Brunetti, yendo hacia la izquierda—. Entonces dejaremos a la signora Petrelli para el final. —La sonrisa de Follin hizo que Brunetti se preguntara cómo habría sido la conversación entre el meticuloso policía y la recalcitrante
prima donna
.

«Francesco Dardi —
Giorgio Germont
», rezaba la cartulina mecanografiada clavada en la puerta del primer camerino de la izquierda. El comisario dio dos golpes con los nudillos e inmediatamente oyó una voz que decía: «
Avanti

Sentado delante del tocador, desmaquillándose, estaba el barítono cuyo nombre había reconocido Brunetti. Francesco Dardi era de corta estatura y tenía un abdomen voluminoso que ahora apretaba contra el borde del tocador al inclinarse hacia adelante para verse en el espejo.

—Perdonen que no me levante, señores —dijo mientras se limpiaba cuidadosamente la sombra del ojo izquierdo.

Brunetti asintió en silencio.

Al cabo de un momento, Dardi interrumpió la operación, miró a los dos hombres por el espejo y preguntó, mientras seguía frotando:

—¿Y bien?

—¿Está enterado de lo que ha ocurrido esta noche? —preguntó Brunetti.

—¿Se refiere a Wellauer?

—Sí.

Como su pregunta no suscitara más que este monosílabo, Dardi soltó la toallita y se volvió, encarándose con los policías.

—Si en algo puedo ayudarles, señores —dijo, mirando a Brunetti.

Esta actitud ya era más del agrado de Brunetti, que sonrió y respondió afablemente:

—Quizá pueda. —El comisario miró el papel que tenía en la mano, como si no recordara el nombre de su interlocutor—.
Signor
Dardi, como usted ya sabrá, esta noche ha muerto el maestro Wellauer.

El cantante respondió con un leve movimiento de cabeza, nada más.

Brunetti prosiguió:

—Me gustaría que me dijera todo cuanto pueda acerca de esta noche, de lo ocurrido durante los dos primeros actos de la representación.

Hizo una pausa, y Dardi volvió a mover la cabeza, pero no dijo nada.

—¿Ha hablado con el maestro esta noche?

—Lo he visto un momento —dijo Dardi, que ahora se volvió hacia el tocador y siguió desmaquillándose—. Al llegar, le he visto hablar con un electricista, sobre algo del primer acto. Le he dicho «
Buona sera
» y he subido al camerino, a maquillarme. Como puede ver —agregó, señalando a su cara en el espejo—, requiere mucho tiempo.

—¿Qué hora era? —preguntó Brunetti.

—Sobre las siete. Quizá las siete y cuarto, pero no más tarde.

—¿Y después no ha vuelto a verlo?

—¿Quiere decir aquí arriba o entre bastidores?

—Las dos cosas.

—Después de eso, sólo lo he visto desde el escenario, mientras él estaba en el podio.

—¿Estaba con alguna otra persona el maestro cuando usted lo ha visto?

—Como le he dicho, estaba con un electricista.

—Sí, ya recuerdo. ¿No lo ha visto con nadie más?

—Con Franco Santore. En el bar. Vi que hablaban, pero yo ya me iba.

A pesar de que había reconocido el nombre, Brunetti preguntó:

—¿Quién es ese
signor
Santore?

Dardi no pareció sorprendido por el alarde de ignorancia de Brunetti. Al fin y al cabo, ¿cómo iba un policía a reconocer el nombre de uno de los directores teatrales más famosos de Italia?

—Es el director —explicó Dardi, arrojando la toallita encima del tocador—. Él ha montado esta ópera. —El cantante tomó una corbata de seda que estaba al extremo derecho del tocador, la deslizó bajo el cuello de la camisa y empezó a hacer el nudo con esmero—. ¿Alguna otra cosa? —preguntó con voz neutra.

—No. Creo que eso es todo. Muchas gracias por su colaboración. Si tenemos que volver a hablar con usted,
signor
Dardi, ¿dónde podemos encontrarlo?

—En el Gritti. —El cantante lanzó a Brunetti una mirada de perplejidad, como si quisiera saber si en Venecia había otros hoteles, pero temiera preguntarlo.

Brunetti repitió las gracias y salió al pasillo seguido de Follin.

—Ahora, el tenor —dijo mirando el programa que tenía en la mano.

Follin asintió y lo llevó hasta una puerta del otro lado del pasillo.

Brunetti llamó con los nudillos, esperó y no oyó nada. Volvió a llamar y en el interior sonó un ruido que el comisario decidió tomar por una invitación a entrar. En el camerino encontró a un hombre bajo y delgado, completamente vestido y listo para salir a la calle, con el abrigo doblado sobre el brazo del sillón, y sentado en una actitud aprendida en la escuela de arte dramático para expresar «irritación e impaciencia».

—Ah,
signor
Echeveste —exclamó Brunetti efusivamente, tendiendo la mano de manera que el otro no tuviera que levantarse para estrechársela—. Es un gran honor saludarle personalmente. —Si Brunetti hubiera asistido a la misma escuela de arte dramático, ésta hubiera podido ser su demostración de «rendida admiración ante portentoso talento».

Al igual que el hielo del arroyo se funde a la llegada de la primavera, la cólera de Echeveste se deshizo al calor de la adulación de Brunetti. Con cierta dificultad, el joven tenor se levantó del sillón e hizo una pequeña reverencia.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó en italiano con leve acento extranjero.


Commissario
Brunetti, señor. Represento a la policía en este luctuoso caso.

—Ah, sí —respondió el otro, como si hubiera oído hablar de la policía remotamente, pero hubiera olvidado lo que hacía—. Han venido ustedes por todo este… —se interrumpió e hizo un desmayado ademán, como si esperase que alguien le apuntase las palabras adecuadas. Y las palabras llegaron-: …este trágico suceso.

—En efecto. Trágico y lamentable —abundó Brunetti, sin apartar los ojos de los del tenor—. ¿Sería mucha molestia responder a unas preguntas?

—Por supuesto que no —respondió Echeveste, sentándose en su sillón, no sin antes levantar gracilmente el pantalón, para preservar la afilada raya—. Encantado. Su muerte es una gran pérdida para el mundo de la música.

Ante semejante tópico, Brunetti no pudo sino inclinar la cabeza reverentemente durante un momento antes de preguntar:

—¿A qué hora ha llegado al teatro?

Echeveste pensó un momento antes de responder.

—Yo diría que sobre las siete y media. Me he retrasado. Me habían entretenido, ¿comprende? —dijo el tenor, insinuando con su tono la idea de que, muy a pesar suyo, había tenido que abandonar sábanas arrugadas y compañía femenina.

—¿Por qué se ha retrasado? —preguntó Brunetti, consciente de que el otro no esperaba esta pregunta y curioso por ver en qué quedaba la insinuación.

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